viernes, 28 de agosto de 2009

Esperando la lluvia


Una de las muchas ventajas que me aporta mi perrita Julieta es que me obliga a salir de casa al menos tres veces al día. La pereza y el hastío no tienen cabida en nuestra convivencia y eso es maravilloso.

El caso es que, en muchas ocasiones, nos sentimos tan ahogados y atrapados que ni siquiera somos capaces de ver que lo único que tenemos que hacer para sentirnos mejor es abrir la puerta y poner un pie fuera - donde el aire, la luz y la vida nos dan la bienvenida y nos liberan de nuestro desasosiego.

La verdad es que, con el tiempo, aprendes que el valor de tu amor por algo o por alguien no reside en hacer lo imposible, contra viento y marea, sufriendo más que nunca en el vano intento de conservar algo que no se debe o no se puede conservar. Con el tiempo aprendes que, en contra de todo lo que hemos aprendido desde pequeños, la mayor prueba de amor, lo que más valor da a lo que sentimos, lo mejor que podemos hacer por lo que amamos, es cuidarnos a nosotros mismos. Y a veces, eso implica dejar marchar lo que amamos. El proceso no deja de ser doloroso, pero es comparable a ese abrir la puerta y salir a la calle, incluso cuando lo que deseamos es quedarnos en casa, ahogándonos en nuestro propio agobio. Y es que es inútil esperar una lluvia que descargue el ambiente si no vas a salir, ponerte debajo y sentirla en tu cara.
Siempre pienso en aquella historia de las vías de tren que se construyeron años y años antes de que existiese un tren para utilizarlas. Las vías se contruyeron con la fe de que ese tren llegaría algún día y, cuando finalmente llegó, las vías estaban preparadas para recibirlo. Cuando yo saco a Julieta a pasear, el aire suele estar cargado y hace un calor agobiante. Aunque parezca mentira, a mí me costó comprender que hay cosas que están fuera de mi control, como el tiempo que hace, los sentimientos y actitudes de los demás, la persona de la que me enamoro, y a veces, incluso mi propio cuerpo y mis propios sentimientos: ahora he optado por entender que no siempre voy a estar contenta, que no siempre voy a hacer una clase de danza perfecta, que no siempre tendré la voz modulada cuando canto, que no siempre estaré igual de inspirada sobre un escenario... Y sobre todo, he optado por entender que NO PASA NADA. Todos esos días "malos" también son parte de lo que soy y por fin aprendo a respetarlos como tal.

Gracias a esta comprensión, sigo sacando a Julieta tres veces al día, todos los días, incluso los que estoy triste o agotada y no me apetece soportar el calor - no solamente porque ella lo necesita, sino porque sé que, al igual que aquel tren, un día - y sin que ni yo ni nadie podamos controlarlo - el aire empezará a oler a lluvia... y yo estaré fuera para disfrutarlo.

lunes, 17 de agosto de 2009

El tintineo del hada


A veces me da la impresión de que camino sobre un campo de minas emocional.
Lo digo porque lo mismo paso días y días de tremenda felicidad, viviendo, disfrutando de todo, con la paz que solamente llega cuando sabes que estás donde tienes que estar, en el momento adecuado... y de pronto, ¡zas! Sin comerlo ni beberlo, me encuentro hecha un mar de lágrimas y contándole mis penas a algún familiar, amigo o ser divino. Solía pensar que esto demostraba una inestabilidad emocional ciertamente preocupante, pero he decidido dejar de agobiarme con eso. Porque, después de todo, tras las lágrimas siempre vuelve la risa, me vuelvo a tranquilizar y las aguas invariablemente vuelven a su cauce.

Me imagino que de lo que se trata es de convertir ese dolor de cabeza y esa sensación de hipotensión que queda después de una buena llorera en algo provechoso de lo que aprender, convertirlas en lecciones de vida para que dichas lloreras cada vez ocurran menos. Difícil cometido. Suele ser más fácil distraerse con un libro, una película, cualquier cosa, para que se te pase el disgusto...

Yo, últimamente, le he cogido gusto a la literatura fantástica. Creo que la cosa empezó con la saga de Harry Potter, o quizá empezó bastante antes, cuando aún estaba en el colegio y leía las Crónicas de Narnia. En cualquier caso, cada vez me atraen más esos mundos llenos de seres increíbles que (supuestamente) no existen en el nuestro.

El otro día, tras la llorera de turno, tras coger mi libro de fantasía de la estantería (tocaba "Corazón de Tinta") y tras ponerme a leer sobre monstruos y hadas, se me antojó tremendamente normal el hecho de que cuanto más real y desafortunado se vuelve nuestro mundo, más nos interesan esos mundos maravillosos donde nada es lo que parece y todo es mejor de lo que te hayas podido imaginar. ¿Cómo no sentirnos atraídos por las hadas danzarinas, por los belicosos monstruos que siempre son derrotados, por todos esos colores, olores y paisajes desconocidos?

Aunque parezca mentira, esos mundos fantásticos tienen cosas que enseñarnos; cosas sobre la belleza de la imaginación y sobre lo esencial que es seguir soñando... Además, son mucho más reales de lo que muchos se imaginan. Yo, por ejemplo, siempre he sido firme creyente en la existencia de las hadas (de verdad, lo juro, por algo mi nombre las evoca). Y el caso es que, si después de cada llorera me tengo que poner a analizar lo que he aprendido y lo que he sacado en limpio de mi disgusto, me gustaría saber que todo ese análisis está "custodiado" por seres de esos pequeños y grandes mundos paralelos al nuestro.

A algunos les parecerá una tontería, pero yo creo sinceramente que voy a aprender más, mejor y con más alegría si lo hago escuchando el tintineo de algún hada traviesa... ¿o no?

lunes, 10 de agosto de 2009

A mazazos


Cierta vez oí a alguien decir: "¿por qué me sigo dando mazazos en la cabeza? Muy sencillo: porque me siento fenomenal cada vez que paro". Curiosamente, es una de las tonterías más lógicas que he oído nunca. La verdad es que, en general, solemos ir por la vida como elefantes en una cacharrería, destruyendo a nuestro paso cosas grandes y pequeñas, cosas con y sin importancia, cosas reales e imaginarias, cosas buenas y malas, cosas nuestras y cosas de los demás.

Lo de ir pisando con cuidado hay quien no lo aprende nunca y los que sí lo aprenden, lo suelen aprender tarde, cuando la cacharrería ya está devastada, destruida y triste como un campo de batalla.

La búsqueda de lo que nos hace sentir bien, aquí y ahora, sin importarnos las consecuencias, es algo tremendamente común en nuestra sociedad hoy en día. Nos lo venden por todas partes. Los medios de comunicación, la publicidad y nuestro propio ansia de escapar de una cárcel moral y anímica que nosotros mismos nos hemos forjado a pulso con los años, hacen que busquemos poco más que la satisfacción inmediata: ese polvo rápido, esa tableta de chocolate que devoramos entera, ese paquete de cigarrillos que juramos duraría una semana fumado en un solo día, ese vestido que nos cuesta el sueldo de un mes... Y claro, los mazazos vienen luego y nosotros sabemos que vendrán, pero ¿qué nos importa eso en este momento, verdad? Y así, mazazo tras mazazo, acabamos con un chichón tremendo en la cabeza y con el mazo preparado para volver a empezar.

Yo he sido una experta en mazazos durante una gran parte de mi vida. Lo admito sin pudor, no porque esté orgullosa de ello, sino porque la última vez que empecé a sentir los porrazos autoimpuestos en mi cabeza, mi amor propio, mi ángel de la guarda, o algún otro ente que aún no he reconocido me hizo parar y replantearme las cosas. Es totalmente cierto que en lo que se refiere a las relaciones, he aprendido (con perdón) a hostias - para colmo, incluyendo alguna literal - y creo que ha llegado el momento de pensar en el por qué de eso y sobre todo, en remediarlo.

No creo que proceda ponerme a hablar ahora del proceso psicológico que he experimentado en estas últimas semanas, pero creo que sí cabe decir que es todo un descubrimiento darte cuenta (como una niña pequeña que descubre algo obvio por primera vez) que el amor no debe ir de la mano del sufrimiento, que no es romántico perder el sueño y el apetito por el ser amado y que no es cierto que cuanto más sufres, más amas... Ah. Y entonces, de pronto y como por arte de magia, empiezas a ver las cosas claras.

No sé a vosotros, pero a mí me asusta. O mejor dicho, me asusto. Yo misma me asusto. Me asusta pensar que me he pasado casi toda la vida (más o menos desde que el niño que me gustaba se negó a prestarme su sacapuntas en 3º de EGB) equivocándome tan drásticamente en mi planteamiento del amor.

Anoche me dio por pensar que todos estos años habían sido tiempo perdido. Cuántos días, horas, minutos, segundos, perdidos EQUIVOCÁNDOME. Pero esta mañana, con la luz del día y un par de cafés bien cargados, me he dado cuenta de que no. Evidentemente, tenía que darme todos esos mazazos para llegar a esta conclusión. Porque sin el dolor de los mazazos y sin los chichones posteriores, ¿cómo vamos a aprender y a comprender?

Claro que ahora, la clave está en lo que viene después. Porque una cosa es aprender de los mazazos y otra muy distinta, dejar de dárnoslos. Yo estoy en ello, lo juro; porque es cierto que me siento fenomenal cada vez que paro...
Pero tengo la impresión de que, con el tiempo y la energía que me voy a ahorrar al no tener que curarme los chichones, voy a hacer grandes cosas.