lunes, 29 de marzo de 2010

A VECES SOY MALA, A VECES TE ODIO


Suelo decir que hay que dejar Madrid de vez en cuando para poder seguir amándola - a mí me encanta Madrid, es una de mis ciudades favoritas del mundo para vivir. Sin embargo, al menos una vez al año, tengo que marcharme durante unos días. Esto responde a mi intensa necesidad de estar cerca del mar cada cierto tiempo, pero también responde al hecho de que la ciudad me estresa y me agobia y a veces necesito apartarme de todo eso para no volverme totalmente loca.

Sí, la verdad es que a veces odio Madrid. Y, como si de mi bella amante se tratase, me cuesta decírselo, me cuesta admitir que a veces necesito estar lo más lejos que puedo de ella. Es que no sé cómo se lo tomaría.

Además, me da por pensar que el hecho de que la ciudad me agobie dice cosas "malas" de mí... por ejemplo, que todo el trabajo espiritual que estoy haciendo para encontrar el equilibrio interno no está funcionando. O quizás que es una muestra de debilidad el no poder afrontar los retos de la gran ciudad. Día tras día, año tras año, dejo Madrid y vuelvo, con la piel más morena, el sueño reparado y la tranquilidad perfecta, dispuesta a comerme el mundo, sólo para darme cuenta de que el mundo es el que me come a mí. Me estreso a los cinco minutos de aterrizar en Barajas (de hecho, la semana pasada volví de Canarias y me estresé incluso antes de coger el avión en Las Palmas) y entonces entro en un círculo vicioso de pensamientos negativos sobre la ciudad y sobre mí, esa pareja de amantes aparentemente perfecta que una vez más ha entrado en discordia.

Y entonces, pienso en desertar. En salir de esta relación tóxica y destructiva que me corroe el alma y me ahoga, en mandar a Madrid a freir espárragos y echarme otra amante... dependiendo de dónde haya estado de vacaciones, pienso en una amante cosmopolita y moderna, más interesante, cultural y estimulante que Madrid... o bien pienso en una amante tranquila y hogareña, que me aleje del estrés causado por la gran ciudad y me permita dedicarme a la vida contemplativa.

Y así ando, repitiendo la historia una y otra vez, atrapada en mi particular relación de amor-odio.

Como en cualquier relación, cuando las cosas van mal, tienes que pararte un momento y pensar, con toda la objetividad posible, en los pros y los contras de irte y de quedarte. Hay que sopesar la situación con calma antes de tomar una decisión. Y supongo que créeis que ahora voy a decir que eso es lo que hago cada vez que entro en crisis, ¿verdad? Pues no. Evidentemente, no lo hago. Cualquiera que me conozca un poco sabrá que esperar eso de mí es tontería, porque yo no me muevo sopesando pros y contras - yo me muevo por pasiones inmediatas y desatadas que nunca me llevan a nada bueno. Pues con esto, soy exactamente igual. Me lanzo a buscar posibles destinos para mi nuevo hogar, despotrico todo lo que puedo y más, lloro, pataleo y a Dios pongo por testigo de que no seguiré viviendo aquí.

Y entonces, de repente, pasa algo. Pasa algo que sobrepasa todos los pros y los contras, que huye de toda lógica y que responde a la intuición de un solo momento. Algo que me hace entender por qué estoy aquí y no en cualquier otro sitio del mundo. En esta última ocasión, todo ocurrió porque mi compañero Jorge, alumno de la misma clase de danza que yo, decidió marcharse a Argentina a pasar unos meses. La semana pasada nos despedimos de él en clase y creo que todos (yo desde luego lo hice) le dedicamos nuestro baile a él, para que se llevara lo mejor de nosotros para los momentos de soledad o tristeza. Luego, bajo las instrucciones de nuestro profesor, unos compañeros le dedicaron abiertamente su coreografía... el ser testigo de esa danza llena de sentimiento, de esos bailarines llenos de talento, de ese momento mágico en el que la danza tracendió la coreografía, trascendió la música, trascendió sus cuerpos y se convirtió en un ritual, en una invocación, en un contacto con lo Divino - ese momento fue el que me hizo ver, con toda claridad, que estaba exactamente donde tenía que estar. En el sitio adecuado, en el momento adecuado. Y todo mi agobio y mi impaciencia por dejar esta ciudad se desvanecieron en un solo segundo.

Yo creo que, en el fondo, lo que me pasa cada vez que dejo Madrid y vuelvo es que veo cosas de mí que no me gustan (falta de calma, impaciencia, supuesta debilidad) y no quiero aceptarlo. El problema no es mi amante, el problema soy yo. Y el problema no es que tenga cosas malas, el problema es que me niego a admitir que las tengo. Y a lo mejor, como me decía ayer mismo mi amiga Nuria, el secreto está en que te encanten tus cosas malas tanto como las buenas, en que te perdones, en que te aceptes. Siempre me ha costado horrores... pero me parece que la chica tiene toda la razón...

Así que ésta es mi nueva "tarea" - y como bien decía Nuria, no me está resultando nada desagradable de llevar a cabo. La sensación es maravillosa. Bajar la guardia y mostrarte (a ti misma y a los demás) con todos tus defectos y debilidades, paradójicamente, te hace mucho más fuerte y mucho más feliz. Así que me planto y lo digo:

"Madrid, no eres tú, soy yo. A veces soy mala. A veces te odio. Muchas veces me equivoco. A veces soy débil. A veces grito y lloro. Otras veces, río a carcajadas. A veces, hasta deslumbro.
Soy humana. Estoy viva.
Y ésta es mi realidad."