miércoles, 12 de mayo de 2010

EQUILIBRISTA


El 11 de Septiembre de 2001, las Torres Gemelas de la ciudad de Nueva York se convirtieron en un montón de cenizas y escombros, llevándose con ellas no solamente las vidas, sino también los sueños, los anhelos y las esperanzas de miles de personas: las víctimas, sus familias, sus amigos y, por extensión, una infinidad de personas más en todo el mundo. Y es que este atentado, al igual que el del 11-M de Madrid o el de Londres, creó un agujero negro en el día a día de cada uno de nosotros - nos pareció, literalmente, que el mundo se acababa. Y la sensación iba mucho más allá que el miedo por lo que pudiera ocurrir después de los atentados. Nuestro mundo, todo lo que hasta entonces se nos había antojado seguro, sólido, casi inquebrantable, desaparecía como si el suelo desapareciera bajo nuestros pies. De pronto, éramos increíblemente conscientes de nuestra insoportable fragilidad, de lo terriblemente efímero de nuestras vidas.

La verdad es que, cada día, hay miles de pequeñas caídas y derrumbamientos - versiones en miniatura del desastre de las Torres Gemelas; versiones íntimas, personales e intransferibles. Pasamos por la vida como auténticos equilibristas, sosteniéndonos sobre una cuerda, a miles de metros del suelo y sin red. La vida puede cambiar en un solo segundo - en un solo momento pasamos de la alegría a la tristeza, de lo cómico a lo trágico, de la salud a la enfermedad, de la seguridad al abismo, de la luz a la oscuridad.

Evidentemente, no tenemos consciencia de esto todo el tiempo - y menos mal, porque nos volveríamos completamente locos. Pero esta falta de consciencia también hace que nos olvidemos de vivir el momento, de aprovechar cada segundo, sabiendo que lo único seguro del momento siguiente, es que no hay nada seguro. Por esta razón, la gente que vive experiencias cercanas a la muerte se replantea las cosas, decide cambiar de actitud ante la vida, de aprovechar al máximo su segunda oportunidad. Pero qué bueno sería el darnos cuenta de todo esto sin la necesidad de pasar por una experiencia tan traumática y difícil. Hay gente que lo consigue y esto es realmente admirable.

La otra cara de la moneda es el miedo. Si realmente estamos haciendo equilibrios sobre una cuerda, si en cualquier momento podemos caernos al vacío sin red que nos proteja, ¿no será mejor quedarnos quietos para evitar la caída? ¿Por qué arriesgar? ¿Realmente merece la pena? Después de todos los golpes - las relaciones acabadas, los trabajos complicados, las aventuras fallidas, las decisiones mal tomadas - ¿sigue teniendo el equilibrista ganas de caminar?

Hay que admitir que tirar la toalla es a veces una opción realmente tentadora. Y estar completamente quieto para no caer, también. El equilibrista se acomoda, se acaba sentando sobre la cuerda, abanicándose y observando las caídas y recuperaciones de los demás. Pero poco a poco, comienza a ver algo más - comienza a ver todo lo que pasa entre caída y caída, todas las emociones, las risas, las lágrimas, los abrazos, los besos, la superación, el Amor... y se comienza a cansar de estar ahí sentado, sin tener la opción de vivir todo aquello.

Y lo que es peor - de pronto llega una ráfaga de viento de ninguna parte y el equilibrista sentado acaba cayendo al vacío como todos los demás. Mientras cae piensa en lo inútil que ha sido no arriesgarse a caminar sobre la cuerda y en todo lo bueno que se ha perdido por no hacerlo...

Recuerdo que Manuel Vicent escribió en su columna de opinión en El País acerca del atentado de las Torres Gemelas. Decía algo así como: "caen las Torres Gemelas y el mundo se derrumba; a la mañana siguiente, veo a una adolescente en el autobús leyendo poemas de amor - y el mundo se recompone". De la misma manera, el equilibrista cae al vacío y llega, aterrorizado, hasta el suelo... y entonces se da cuenta de que no le hacía tanta falta la red, porque resulta que rebota. Un poco magullado y con heridas que sin duda dejarán cicatriz... pero rebota. Y si tiene suerte, encuentra además a alguien que le tiende una mano para ayudarle a volver a subir.

Entonces, con un poco de fuerza de voluntad, vuelve a poner un pie en la cuerda, dispuesto a caminar.
Y el mundo se recompone.