martes, 24 de mayo de 2011

NO QUIERO SER ZEN


Hace un par de semanas, tuve un maravilloso (y muy esperado) reencuentro con el Reiki. Hacía más de un año que había completado el curso y la iniciación al Nivel II. Sin embargo, el día a día, todas las actividades que me mantenían ocupada y cierta reticencia a explorar algunas zonas misteriosas de mi propia alma, habían hecho que lo practicara poco durante todos estos meses.

Realicé un esfuerzo consciente por retomarlo, ya que en ningún momento he olvidado lo beneficiosa que ha sido esta práctica para mí y siempre he sabido que la quiero mantener en mi vida. Y efectivamente, tras repetir el Nivel II hace un par de semanas, me he encargado de mantener una práctica regular y lo estoy notando muchísimo.

Siempre me han parecido curiosas las reacciones y la relación de la gente con las prácticas espirituales. Como en todos los aspectos de la vida, hay un poco de todo: la gente que las rechaza sin pensárselo ni un momento, la gente que mantiene una práctica regular, la gente que sólo practica de vez en cuando... y la gente que va de espiritual sin serlo.

Puesto que siempre me han interesado estas prácticas, me he encontrado con todo tipo de personas. Hay muchísimas genuinas y realmente comprometidas con su ideología espiritual: yo he tenido la suerte de poder conocerlas y aprender de ellas. También hay muchas personas farsantes que utilizan estas prácticas de la peor manera posible, para engañar a otros y conseguir dinero u otros beneficios personales, muy alejados de los valores espirituales que predican. E incluso hay ciertas personas que piensan que ser espiritual es una manera de vestir, de comer o de hablar.

Lo que yo he aprendido en los últimos años, es que la espiritualidad no es siempre lo que parece. Desde luego, no tiene nada que ver con una manera de vestir ni de comer. Pero tampoco tiene que ver necesariamente con estar tranquilo todo el tiempo, no inmutarse con casi nada y ser lo que denominaríamos Zen. Ciertamente, la palabra Zen tiene su origen en el Sánscrito Dhyāna, que significa estado meditativo. Mi problema fue que, durante mucho tiempo, engañada por la cultura popular y por mis propias convicciones erróneas, intenté llegar a ese estado meditativo de manera permanente, intenté fluir por la vida como si nada fuera conmigo. Ni qué decir tiene que fue una tarea imposible para una persona como yo, cuyos sentimientos y reacciones salen disparados a borbotones en los momentos menos esperados. Mis sentimientos se desbordan, me vencen y no puedo evitar rendirme a ellos y admitir que eso es lo que hay y que no lo puedo evitar. Finalmente, tras mucho aprendizaje y mucho viaje interior, me di cuenta, lo acepté, me planté y lo dije: "¡No quiero ser Zen!"

El quid de la cuestión era, por supuesto, que estaba malentendiendo el concepto. O más bien, me estaba malentendiendo a mí misma en relación al concepto. La verdad es que algunas de las personas más espirituales que he conocido - aun siendo tremendamente equilibradas - tienen un amplio espectro de reacciones buenas y malas, de sentimientos positivos y negativos, aman la vida pero también se indignan, se enfadan, se ponen nerviosas y hay cosas que realmente les desagradan. Tardé en darme cuenta de que puedo buscar un equilibrio sin necesidad de buscar un estado permanentemente inalterable.

Pienso que la práctica espiritual no tiene por qué estar reñida con la vida terrenal. Estamos en un plano físico, vivimos en un cuerpo con una piel que siente, con unos ojos que ven, con un corazón que se acelera cuando sentimos deseo, que nos duele cuando sufrimos una pérdida y que canta cuando recibimos una alegría. Éste es el regalo que se nos ha concedido, es el verdadero milagro: estamos vivos.

Por lo tanto, que me dejen en paz los predicadores de la ropa Zen, porque no quiero nada con ellos. Y a aquellas personas que han llegado a ese estado permanente de quietud, las respeto totalmente y espero que esta práctica funcione a la perfección para sus vidas... pero no es para mí. Hace tiempo que lo he entendido.

Mi espiritualidad consiste en celebrar mi estado físico y en disfrutar de mi capacidad para sentir y aprender, tanto en cuerpo como en alma. Consiste en trabajar día a día para mantener mi optimismo y mi alegría. Y consiste en ejercitar la gratitud, una y otra vez, todos y cada uno de los días de mi vida.