miércoles, 17 de agosto de 2011

DE ALMA Y ESPÍRITUS


Mi padre, la persona más fuerte y emprendedora que conozco, siempre ha sido mi ejemplo a seguir en la gran mayoría de las facetas de mi vida. Vivo permanentemente fascinada por sus logros, por sus sacrificios con causa y por su incansable afán de aprender. A sus setenta y tres años, no ha dejado ni un solo día de querer saber más, de comenzar a estudiar algo nuevo, de interesarse por todo lo bueno y útil de este mundo. No ha perdido ni un ápice de energía ni de valor; sigue siendo aquel joven militar condecorado por el Shah de Persia, que dejó toda una privilegiada vida en tierra propia para cruzar todas las fronteras (físicas, intelectuales, emocionales) con una mujer, dos hijas, un par de maletas y unos pocos dólares en el bolsillo.


Años después, instalado en España - habiendo dado la mejor educación a sus hijas y habiendo procurado una vida segura, cómoda y feliz para él mismo y para su familia - me sigue sorprendiendo cada día, cada vez que me llama para decirme cosas como: "Voy a sacarme el carné de instalador eléctrico" o "Voy a aprender italiano" o "¿Tienes algún libro sobre la Guerra Civil Española que pueda leer?"

Desde hace unos meses, está aprendiendo a tocar la guitarra. Tiene una guitarra española de buenísima calidad que compró para mi hermana cuando éramos pequeñas. Tanto mi hermana como yo comenzamos a recibir clases en algún momento de nuestras vidas, pero ambas lo acabamos dejando. Mi padre va a clase una vez a la semana y el noventa por ciento de las veces que le llamo, está en casa practicando. Su profesor es un veinteañero rockero con pintas de malote que, sin embargo, es más bueno que el pan (se nota en cuanto cruzas dos palabras con él) y que tiene a mi padre encantado con todo lo que le está enseñando. A mí me da la impresión de que ambos se alimentan de la energía del otro, orbitando en un inacabable bucle de talento, ganas y admiración mutua.

El fin de semana pasado, mi padre me invitó a ir a un concierto del grupo de música de su profesor. Yo no tenía especial interés en escuchar al grupo, pero el entusiasmo de mi padre por el talento de este chico es tal, que ni pude ni quise decir que no. Así que cogí un autobús y me desplacé hasta Torrelaguna, donde, en una terraza de verano, rodeados de un montón de quinceañeras totalmente hormonales, mis padres y yo asistimos al concierto.

No me arrepentí en absoluto de haber ido. Independientemente de lo que estuviera ocurriendo musicalmente sobre ese escenario, esa noche presencié muchas cosas de valor incalculable: la ilusión de unos jóvenes que empiezan, el encuentro de dos mundos aparentemente tan alejados (mi padre, refresco en mano, observando cada acorde de la guitarra de ese joven músico, preguntándome cosas sobre los instrumentos, aplaudiendo, comentando...) y, sobre todo, el brillo en los ojos de mi padre, su interés en lo que estaba viendo y escuchando, su inagotable ilusión. Fue un momento con alma, como tantos otros que me ha regalado a lo largo de mi vida.


Yo, por mi parte, he vivido toda mi vida con ese alma. ¿Qué sería mi vida si no hubiese vivido tantos momentos de manera tan intensa, si no hubiese sacado el jugo a tantas experiencias que me han tocado tan profundamente, que me han convertido en la persona que soy? Hubo un tiempo en el que pensé que debía renunciar a vivirlo todo tan intensamente, para no sufrir tanto, para que cada mala experiencia no me quitara un trocito de mí. Pero, en el fondo, no quería cambiar, y llegó un momento en el que me di cuenta de que no era necesario hacerlo.

El secreto, ése que se nos escapa, ése que a veces tardamos tanto en comprender, es seguir viviendo nuestra vida con intensidad, teniendo a la vez la paz mental y emocional para colocar las cosas malas en su justo lugar. Seguirán doliendo, pero esos trocitos de nosotros no desaparecerán. Al contrario, esos acontecimientos y ese dolor contribuirán a completarnos, a permitirnos seguir construyendo a la persona que llegaremos a ser. Es muy fácil decirlo y muy difícil llevarlo a cabo, pero os aseguro que es posible.

Hace un par de semanas, hice un curso intensivo de danza africana. Siempre había querido probarla, pero nunca había hecho nada parecido antes, así que no sabía muy bien qué esperar. Tras la aterradora primera clase, de la que salí sintiendo dolor en músculos que ni sabía que tenía, quedé totalmente encantada. Me encantaron los movimientos, la música, el significado, todo lo que nos explicó la profesora sobre la cultura africana... La razón por la que menciono esto aquí, es que la danza africana está totalmente centrada en atraer buena energía y en espantar a los malos espíritus. Los movimientos son un ritual para alejar fantasmas y bendecir la propia vida y la de los demás. Recuerdo que, en la última clase, con percusión en directo, sintiendo la poderosa energía de veinte personas bailando a la vez, de pronto lo comprendí: dieron igual las vueltas que le viniera dando a la cabeza sobre mil cosas de mi vida, el cansancio, las preocupaciones del día a día - todo eso daba igual, ya no había nada más en lo que pensar. La vida, simplemente, tenía sentido.


Y se me ocurre que también tiene mucho sentido aprender a vivir la vida como si fuera un continuo ritual de danza africana: llenarla de alma, colocar los malos espíritus allá donde les corresponde y seguir bailando, en la certeza de que todo - absolutamente todo - está en su justo lugar.