jueves, 27 de octubre de 2011

EL TIEMPO DE LA FELICIDAD


Por fin ha llegado el otoño. Es época de cambio, de renovación, de desechar las hojas secas y esperar el nacimiento de las nuevas. Es el momento para dejar atrás lo que ya no nos sirve, lo que está muerto, lo que ya no nos pertenece. Es el momento de preparar el terreno para la llegada de cosas nuevas y mejores a nuestras vidas. El otoño es mi estación favorita del año por todo lo que significa.

Sin embargo, esta estación también trae frío, lluvia y algo más de oscuridad y, a veces, es difícil adaptarse a ella. Los ánimos en estos meses del año suelen andar bajos y, puesto que cualquier cambio siempre lleva consigo un cierto grado de miedo y de duda, el ambiente despreocupado del verano desaparece de un plumazo, dando paso a la inseguridad y a la melancolía que van de la mano de esta época de transición.

Pensamos, planeamos, cambiamos de idea cientos de veces y buscamos incesantemente las respuestas, los cambios y novedades que esperamos nos acerquen un poquito más a ese oasis efímero llamado felicidad. Hay quien dice que la felicidad no existe... Yo solía estar de acuerdo, pero últimamente he ido comprendiendo que el hecho no es que no exista, sino que no la buscamos en los sitios correctos.

Para empezar, solemos hablar de la felicidad en tiempo futuro, como si fuese algo a lo que aspiramos para más adelante, incluso para el final de nuestras vidas. Y solemos vivir luchando y buscando la manera de llegar a esa meta algún día, trabajando, peleando por las cosas que nos hemos empeñado en tener, aun cuando ha quedado claro que no son para nosotros, forzando la maquinaria de nuestra vida como si tuviéramos en la mano la verdad de nuestro destino y, en muchas ocasiones, pasándolo francamente mal por el camino.

Mi amiga April me contó hace poco que solía poner pequeñas notitas por la casa con las siguientes palabras: ESTAR AQUÍ, AHORA. Lo hacía para recordarse a sí misma que no debía dejarse atrapar por la nostalgia del pasado ni por la preocupación del futuro. Todos oímos, leemos y hablamos sobre la importancia de estar en el presente, pero es tan difícil hacerlo... ¿Cómo es posible no preocuparse por el futuro, vivir en el presente pero, al mismo tiempo, no perder de vista nuestros sueños? ¿Cómo es posible mantener los recuerdos de nuestro pasado como una parte de lo que somos, y al mismo tiempo no regodearnos en la nostalgia o en la pena por lo que hemos perdido? Facundo Cabral dijo: ... crees que perdiste algo, lo que es imposible, porque todo te fue dado (...) Además, la vida no te quita cosas: te libera de cosas. Es una reflexión maravillosa, pero cuando algo que deseamos con tanta fuerza se aleja de nosotros, qué difícil es recordarla.

Últimamente, he pensado mucho en el concepto de libertad. En las últimas semanas he intentado eliminar algo de estructura de mi vida, quería quitarle algo de orden y alivianar un poquito mi tiempo y mi espacio. Con ello, buscaba más libertad. Y es que, aunque la mayoría de nosotros nos consideramos seres libres, hay demasiadas cosas en nuestro día a día que nos van quitando pequeñas parcelas de libertad y que nos van atrapando sin que nos demos cuenta: nuestros hobbies, los favores que hacemos, las cosas que comienzan haciéndose por gusto y que acaban siendo un lastre... y efectivamente, nuestras obsesiones del pasado y nuestras proyecciones de futuro... ¿Por qué nos cuesta tanto deshacernos de todo ello? ¿Por qué no entendemos que no seremos realmente libres hasta que consigamos hacerlo?


La completa libertad, en el más estricto sentido de la palabra, nunca será nuestra, porque siempre va a haber reglas que cumplir, trabajo que hacer y cosas que resolver, aunque no queramos. Además, siempre es importante seguir nuestros sueños y tener objetivos para nuestras vidas. Sin embargo, también merece la pena (y mucho) intentar recuperar nuestras pequeñas parcelas de libertad. Y, sobre todo, merece la pena luchar contra nuestra tendencia a perdernos en el remolino de nuestros propios pensamientos.

Creo que, si pensamos en ello, comprenderemos que la verdadera libertad no está en dejar de cumplir todos los horarios o en eliminar todas las obligaciones, sino en sentir que no estamos anclados en las aguas estancadas del pasado ni atrapados en el huracán de incertidumbres de nuestro futuro.

La libertad es sentir que el tiempo de la felicidad es éste y ningún otro.

miércoles, 5 de octubre de 2011

ENSAYO Y ERROR


Cierto día, hace ya bastantes años, me encontraba en una parada de autobús, esperando para volver a casa. Era una de esas paradas colocadas en estaciones de servicio en la carretera, por lo que había mucho espacio a mi alrededor. Yo estaba sentada en el bordillo de la acera, observando a la gente que esperaba conmigo. A mi izquierda, una joven madre leía una revista mientras su hija, un bebé que no podía tener más de dos años, jugaba a su lado. En la acera había un pequeño escalón y aquella niña se había autoimpuesto el reto de subir ese escalón, fuese como fuese. Me quedé absorta observándola mientras ella levantaba su piececito una y otra vez para sobrepasar ese obstáculo, tan grande y complicado para su joven mundo. Creo que lo intentó unas diez veces antes de conseguirlo. Su madre no la ayudó en ningún momento, dejando que ella misma encontrase la manera de triunfar. Y ella no se rindió hasta que lo consiguió: su radiante sonrisa cuando lo hizo lo decía todo. La anécdota ocurrió hace unos trece o catorce años, pero aún la recuerdo: así de admirable y aleccionadora me pareció la actitud de esa pequeña.

Desde que salimos del protector y amoroso vientre materno, desde que nos lanzan a este mundo frío, incómodo y en ocasiones tan cruel, cada paso que damos es un auténtico desafío. Y aunque nuestros mayores nos enseñen todo lo que pueden, la vida nunca deja de ser un camino de ensayo y error en el que, como ese niña de la parada de autobús, nos equivocamos y nos caemos cientos de veces hasta encontrar la manera de hacer las cosas bien.


Es interesante que los niños, en general, tengan una voluntad de hierro para caerse y levantarse un millón de veces hasta conseguir lo que quieren, mientras que a los adultos nos cuesta bastante más aceptar nuestros fracasos y seguir adelante. Nos da vergüenza equivocarnos y, sobre todo, nos da miedo volver a caer. Porque duele.

Cuando nos caíamos de pequeños, nuestra madre besaba la herida y nos ponía una tirita. Ese pequeño gesto de Amor hacía que todo volviera a tener sentido. Las caídas emocionales de un adulto son algo más difíciles de sobrellevar. Para colmo, las consecuencias de una caída adulta pueden ser graves: ¿qué pasa si la equivocación trae secuelas para el resto de nuestras vidas? ¿Qué pasa si ese error, ese único error cometido en un momento concreto, cambia el curso de nuestro destino para siempre?
Una posibilidad totalmente aterradora.

Hace unos años, pasé una tarde/noche con una antigua compañera de trabajo en los Veranos de la Villa en Madrid. Vimos una obra de teatro al aire libre y luego paseamos por los puestos de artesanía y tarot que había alrededor. Una señora de mediana edad me hizo una lectura de tarot y aún recuerdo lo que me dijo: Dentro de unos meses, aparecerá una potencial pareja en tu vida, pero es esencial que estés atenta para poder reconocerla. Si te centras en los errores del pasado y no ves a esta persona cuando llegue, pasarás muchísimos años sola.

En fin. Independientemente de si esta señora era una farsante o no (no tengo ni idea), me dijo algo muy cierto. Y es que si nos empeñamos en centrarnos en los errores del pasado, resulta muy difícil ver el presente. Por cierto, esa potencial pareja de la que hablaba nunca apareció... o quizás es que no supe verla. Supongo que nunca lo sabré con seguridad.

Creo que sí es posible cometer un error tan grande que haga que nuestro destino cambie para siempre. Quien diga que no es así está mintiendo. Yo no he cometido muchos errores graves en mi vida (al menos de momento), pero los que he cometido han cambiado el curso de mi existencia. Me he lamentado durante años por esos errores y aún hoy hay días en los que sigo castigándome (implacablemente) por ellos. Pero lo que está claro es que, si no los hubiese cometido, todas las cosas que he vivido no habrían existido: las cosas malas no estarían, pero tampoco estarían las buenas.

Thomas Edison inventó la bombilla tras haber realizado más de mil intentos fallidos para conseguirlo. Uno de sus discípulos le preguntó: Sr. Edison, ¿por qué persiste usted en sus experimentos, si tras más de mil intentos no ha conseguido más que fracasos?. A lo que Edison respondió: No he conseguido ni un solo fracaso. Lo que he conseguido es conocer mil formas distintas de cómo no debo hacer las cosas.


Nuestros destinos pueden cambiar cada día, con cada acción, con cada encuentro. En lo que dura un solo latido de nuestro corazón, nuestra vida puede volverse del revés. Nuestros fracasos, al igual que nuestros triunfos, dan forma a nuestro porvenir. Afortunadamente, tenemos la capacidad de aprender de nuestros errores y de redireccionar nuestra vidas. Lo importante, al fin y al cabo, es saber jugar con las cartas que tenemos en la mano, aprender a concentrarnos en ellas en lugar de lamentarnos por las que hemos perdido en otro momento de la partida.

También es bueno recordar que el resultado de esta nueva jugada puede terminar siendo más favorable y más placentero que lo que habría ocurrido si no hubiésemos fallado nunca. Y tampoco está de más tener en cuenta que no jugamos la partida solos... pero cultivar el maravilloso arte de dejarse ayudar es un tema lo suficientemente importante como para hablar de él en otra ocasión y dedicarle el tiempo y las palabras que merece.

La verdad es que es muy posible que el proceso no sea tan sencillo ni tan rápido como una tirita y el beso de una madre, pero qué importante es saber que levantarse sí es posible... e intentarlo de nuevo, realmente imprescindible.