domingo, 30 de diciembre de 2012

LOS MEJORES DÍAS DE NUESTRA VIDA


Me ha tocado la lotería de Navidad. Han sido sólo cien euros, que sin duda no me sacan de pobre, pero que se agradecen. Más aún en estas fechas llenas de gastos y excesos impuestos que no dan tregua, ni siquiera en crisis. El caso es que, en todos y cada uno de los nueve años que llevo trabajando en mi actual empresa, he comprado un décimo de Navidad, por si las moscas. Y éste es el primer año que hemos tenido algo de suerte. Es una mera cuestión de probabilidad matemática: lo más normal es que no te toque. Pero seguimos jugando, puesto que la otra cara de la moneda es que a alguien le tiene que tocar cada año... y ese alguien puede ser cualquiera de nosotros.

En estos días en los que el cambio de año se huele en el aire y las esperanzas de cosas mejores revolotean como mariposas en las conversaciones y las miradas de todos, he estado pensando mucho en cómo manejamos nuestras expectativas. Nos gusta pensar que tenemos el control suficiente sobre lo que nos acontece, sobre lo que entra y sale de nuestro paso por la Tierra... pero la realidad no es ésa. La verdad es que lo que controlamos es un porcentaje relativamente pequeño de lo que nos ocurre. El azar juega un papel importante - quizás demasiado importante para nuestro gusto - en el camino que sigue nuestra existencia. Como si de un juego de lotería se tratase, no tenemos manera de predecir lo que nos pasará mañana. Lo único que podemos hacer es conjeturar en base a probabilidades (es muy probable que mañana me levante y vaya a trabajar como todos los días, es muy poco probable que herede cien millones de euros, lo más probable es que me encuentre bien de salud, etc...). Sin embargo, la realidad es que estas probabilidades sólo son eso: posibilidades que siempre pueden ser sustituidas por otras cuando menos lo esperamos.


Lo malo es que tendemos a vivir nuestras vidas como si la mayoría de nuestras probabilidades fueran certezas. Inconscientemente, pensamos que nada va a cambiar, que todo va a seguir igual, que tanto lo bueno como lo malo que tenemos siempre va a estar con nosotros. Es falso: la vida cambia en un solo instante. El problema es que lo olvidamos demasiado a menudo. Vivimos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, cuando deberíamos vivir como si fuéramos a morir mañana. Paulo Coelho escribió: Todos moriremos algún día. Es mejor hacer como los viejos indios yaquis: usar la muerte como una consejera. Preguntarse siempre: "Ya que voy a morir, ¿qué debo hacer ahora?".

No es la primera vez que menciono a los indios yaquis en este blog. Y es que pienso que su filosofía de vida es la más recomendable... pero qué difícil es a veces conseguir aplicarla. Nuestros miedos, nuestras proyecciones hacia el pasado y el futuro, nuestra ansiedad por no tener todo lo que nos gustaría, nuestra prisa por llegar a donde queremos... hay miles de excusas para postergar la vida y pasar por ella de puntillas. Hay miles de razones para protegernos demasiado y miles de maneras de sufrir lo suficiente como para no darnos cuenta de que estos días - los que estamos viviendo - son los mejores días de nuestra vida.


Tienes tiempo para hacer todo lo que quieres, pero comienza a hacerlo. Tienes tiempo para amar con todas tus fuerzas, pero ama como si fuera el último día de tu vida. Tienes tiempo para conseguir todo lo que sueñas, pero disfruta de lo que te dan hoy, puesto que el hoy es tu única certeza.

En estos tiempos difíciles, las conversaciones de fin de año se centran en deseos de más alegría, más felicidad y una vida mejor para el 2013. Pero a pesar de la situación actual, hay que recordar que la vida sigue siendo ahora mismo. Proyectar hacia el futuro con demasiada intensidad nos puede hacer olvidar que la alegría real nace de nosotros mismos. Y por lo tanto, también está aquí hoy.
Merece la pena estar atentos para no perdérnosla.
¡Feliz 2013!





jueves, 13 de diciembre de 2012

EL EGO Y TODOS SUS COMPAÑEROS


Una de las cosas que he ido aprendiendo durante mis años en el teatro es que lo que se muestra de cara al público, lo que se ve desde fuera, no es más que una pequeñísima parte de la realidad, un mero fragmento de un todo mucho más amplio de lo que podríamos imaginar. El teatro - como todas las artes escénicas - es efímero: lo que se crea sólo permanece un momento y después desaparece para siempre. Nunca se volverá a repetir exactamente de la misma forma – esa interpretación, esa réplica, ese sentimiento nunca serán iguales. En esto radica su belleza, pero también la frustración con la que a veces se vive el oficio.

Por otro lado, detrás de ese mundo mágico que se crea sobre el escenario, exclusivo e inigualable, para ese público, en ese preciso instante, hay una cantidad de trabajo extraordinaria. Memorizar textos imposibles, las horas de ensayo, la búsqueda del personaje, la preparación del attrezzo, de la escenografía y del vestuario, el maquillaje, los efectos especiales... el trabajo del actor es relativamente agradecido, porque tras el esfuerzo viene el aplauso (y recibir el aplauso del público es una de las sensaciones más gratificantes que existe en el mundo). Sin embargo, el teatro está lleno de personas que trabajan tanto o más que los actores y que casi nunca reciben esa recompensa. Directores, productores, maquilladores, técnicos y encargados de backstage... son esos seres silenciosos que siempre están entre bambalinas, vestidos de negro y asegurándose de pasar totalmente desapercibidos. Pero la realidad es que, sin ellos, el teatro no existiría.


Alguna vez ya he mencionado en este blog que jamás he trabajado en una obra de teatro sin complicaciones, jamás he estado en una compañía sin problemas. Siempre los hay y es imposible evitarlos. En el teatro, como en todas las artes, ya sea por exceso o por carencia de aplausos, se manejan unos egos descomunales. Esto es parte de nuestra condición humana y se eleva a la máxima potencia en el mundo artístico. Los artistas tenemos cosas tan maravillosas como la pasión, la entrega y una sensibilidad maximizada gracias a años de oficio, pero nuestro lado oscuro es gigantesco y terrible e intenta salir a la luz con cada nuevo proyecto. De cada uno de nosotros depende el aprender a controlarlo.

En cualquier caso, la realidad es que en el teatro, como en la vida, lo que se aprecia a simple vista nunca cuenta la historia completa... detrás del telón de cada escenario, al igual que tras las puertas cerradas de cada hogar, hay egos y humildad silenciosa, Amor y odio, envidias y admiración, puñaladas traicioneras y actos de generosidad... un sinfín de pequeñas historias que completan el todo. En cada nueva vivencia, nos amenazan nuestro ego y todos sus compañeros: traumas, celos, miedo... fantasmas del pasado y del presente que nos anclan y no nos permiten progresar.


Quizás la única manera de asegurarnos de que no nos impiden seguir caminando es recordarnos a nosotros mismos – cada día y todas las veces que sean necesarias – que sólo son eso: fantasmas. No nos pueden hacer daño a menos que se lo permitamos. Las invenciones de nuestro ego sólo sirven para llenarnos de heridas y telarañas. Y el pasado es como un lastre que pesa – implacable - sobre nuestras posibilidades de comenzar de nuevo.

Puede que sea difícil que nuestros fantasmas se evaporen para siempre, pero nuestra determinación sí que puede conseguir dormirlos indefinidamente. Nuestro reto – y la llave a una parte importante de nuestra felicidad – es plantarles cara cada vez que intenten despertar, luchar contra ellos con nuestras mejores armas y seguir creando ese mundo en el que nuestro bienestar es mucho más importante que su existencia.



miércoles, 28 de noviembre de 2012

HERIDAS DE BATALLA


Hace algunos años, di un giro a mi forma de mirar la vida. Ciertos acontecimientos, que llevaron a ciertas decisiones, que a su vez llevaron a nuevos hechos decisivos para mí, hicieron que cambiara mi perspectiva sobre mis circunstancias, sobre el mundo que me rodea y sobre mi forma de vivirlo. Desde entonces, el miedo cada vez tiene menos cabida en mi existencia. O quizás lo correcto sería decir que sigue existiendo, que levanta la cabeza cada cierto tiempo y me mira amenazante... y yo le hago un corte de mangas y sigo adelante.

Cuando hablo con otras personas de esta filosofía, me encuentro con opiniones de todo tipo. Hay quien piensa que siempre es mejor ser cauto y no lanzarse al vacío si hay riesgo de sufrir. Comprendo perfectamente esta postura, pero hace tiempo que decidí que no la quiero para mi vida. Siempre elijo vivir una experiencia deseada antes que protegerme del posible dolor que me pueda causar. No es que no calcule bien la magnitud potencial de ese dolor - es simplemente que elijo conscientemente arriesgarme a sentirlo. Supongo que se podría decir que no sólo me lanzo al vacío, sino que a veces lo hago sin paracaídas y sin red. Y creo que no hace falta decir que he sufrido las consecuencias muchísimas veces: tengo el alma llena de arañazos y cicatrices que lo demuestran. Sin embargo - contra todo pronóstico - está más viva que nunca.


No pretendo subestimar mis heridas de batalla. Me han llegado a doler hasta rozar la desesperación. Y durante ese proceso, siempre hago mil pactos conmigo misma y a Dios pongo por testigo de que nunca más me entregaré a mi pasión de la misma forma. Pero incluso mientras esos pensamientos pasan por mi cabeza, sé en el fondo de mi corazón que no son reales. Sé que nunca dejaré de entregarme a la vida con esa desmesura; si lo hiciera, dejaría de ser yo.

Siempre que pienso en mis supuestos errores del pasado, me pregunto si actuaría de la misma forma si volviera atrás, sabiendo lo que sé hoy y con mi madurez actual. Y en todos los casos, la respuesta es . Y es que si nuestros deseos no hacen peligrar nuestra vida o nuestra salud y no perjudican o engañan a otras personas, no podemos permitir que nuestros miedos personales nos frenen.

Tal y como escribió Eve Ensler en Los Monólogos de la Vagina, el mundo es un lugar difícil y maravilloso a la vez. Creo que merece la pena vivirlo de manera que, cuando lleguemos al final de nuestra existencia, podamos mirar atrás y no arrepentirnos de lo que no hemos llegado a hacer por miedo, pudor o prejuicio, sino de lo que hemos hecho con desgana, del presente desaprovechado y de la desidia.


Por otro lado, al apasionarnos por la vida, nuestra alegría y agradecimiento también traen claridad a nuestra mente. Para mí esto ha supuesto, entre muchas otras cosas, darme cuenta de que esos saltos al vacío pueden ser sin paracaídas, pero en realidad nunca son sin red. Siempre he tenido la fortuna de tener al menos a una persona que se ha encargado de abrir los brazos para cogerme ... y en la mayoría de las ocasiones, a más de una.

Supongo que la respuesta para cada uno de nosotros es elegir cómo queremos vivir y ser consecuentes con ello, sea cual sea nuestra decisión. Puede que mi elección no sea la más fácil, pero es la que hace latir mi alma, la que enciende mi piel y da el brillo a mi mirada. Simplemente, no sé vivir de otra manera. Tomando prestadas las palabras del gran Mario Benedetti:

Todo es adrede: los celos y el recelo, sospechas y codicias, odios en desmesura, el rencor y la pugna. La consigna es someternos, mentirnos el futuro, reconocernos nada.
Todo es adrede y por eso construyen ideologías/basura donde intentan moler las virutas de vida. De la vida. La nuestra. Ah, pero no podrán. También nosotros creamos nuestro adrede. Aposta lo gastamos. Y adrede ya sabemos cómo sobrevivir.



miércoles, 14 de noviembre de 2012

MAGIA


Cuando era pequeña, solía inventarme historias de hadas y duendes. Lo hacía sobre todo para gastar bromas a mis amigas y para jugar en el patio del recreo pero, en el fondo, una parte de mí creía en ellas. Y es que cuando somos niños, los seres mágicos y los cuentos fantásticos son parte natural de nuestro ser. Pero a medida que vamos creciendo, el mundo se empeña en que nos deshagamos de ese mundo paralelo y volvamos a la realidad.

Muchas veces me he preguntado qué pasaría si no enseñáramos a los niños que su mundo imaginario es irreal. Si no les repitiéramos una y otra vez que ese ser al que ven andando por casa no es real, que los amigos invisibles con los que hablan no existen o que ese mundo al que escapan es una mera ilusión, ¿quién sabe en qué adultos se convertirían? Después de todo, ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que es real y lo que no?

Hoy en día, si un adulto sigue creyendo en la magia, se le tacha de iluso, sentimental, loco. Pero en los tiempos que corren, se me ocurre pensar que la verdadera locura es no creer... Nuestro mundo es cada vez más cruel, más despiadado, más triste. La crisis se agrava, la pobreza aumenta y la solidaridad y la ayuda merman cada día. ¿De verdad creemos que es posible sobrevivir en este mundo sin creer - aunque sea un poquito - en el poder de la magia?


Lo que ocurre es que malentendemos el concepto de magia, de la misma forma en la que malentendemos el concepto de amor. Para los críticos feroces de nuestro mundo, el que cree en el amor - ese amor ilógico e incurable, el que nos empuja a hacer locuras y nos deja cara de tontos por tiempo indefinido - es un idiota romántico condenado al fracaso y a la decepción. El mundo se asegura cada día de convencernos un poquito más de su verdad: que ese amor no existe, que no sirve y que si no queremos sufrir debemos ser más inteligentes al respecto.

Resulta que, en este caso, no quiero ser inteligente. Quiero seguir creyendo en la magia y quiero seguir creyendo en el amor. Lo cierto es que los veo a mi alrededor todos los días. No son un invento: existen. Si dejamos de pensar en la magia como un polvo de estrellas de colores cayendo sobre nuestras cabezas, comprobaremos que siempre está allí: en la mirada de un niño, en la belleza de un paisaje o en el amor de un perro hacia su amo. ¿Por qué buscar la magia en universos paralelos cuando la tenemos justo aquí, al alcance de nuestra mano?

Del mismo modo, si dejamos de pensar en el amor como una película sentimental de Hollywood, veremos claramente que siempre está presente: en los adolescentes que lo descubren por primera vez, en los ancianos que llevan juntos cincuenta años o a veces, incluso, en una segunda oportunidad.


Durante muchos años, he intentado dejar de creer en la llegada de ese amor a mi vida y, con el tiempo, he estado a punto de conseguirlo. En los últimos tiempos, he logrado tapar esos sueños con otros inventados que siempre acaban cayendo por su propio peso. Pero como esa niña que pensaba que el patio del recreo era un aburrimiento sin sus historias mágicas, mi yo adulto se niega a condenarse a sí mismo a una vida gris sin ese amor tan buscado.

Es cierto, las estrellas de colores no aparecerán de la nada. El mundo no funciona así. Somos nosotros los que damos las pinceladas de color a nuestras vidas. Y esto solamente se logra manteniendo la fe y sabiendo que los cuentos de hadas no existen por arte de magia: los creamos nosotros con cada paso del camino.



lunes, 29 de octubre de 2012

SIN ESPERA


Odio esperar. Lo odio cuando se trata de la cola del cine y lo odio cuando se trata de llegar a mis objetivos en la vida. Además de ser tremendamente impaciente, resulta que me ha tocado vivir en la cultura de la inmediatez. Hoy en día, no sabemos esperar porque nadie nos enseña a hacerlo. Es más, el mundo parece empeñado en potenciar nuestra impaciencia.

Llevo años intentando trabajar esto en mí misma, moldearlo y mantener algo de control sobre mi mente inquieta. No es trabajo fácil, sobre todo cuando todo lo que nos rodea llama a la impaciencia: en lugar de una dieta sana, nos ofrecen fajas reductoras para parecer más delgados; en lugar de sanar de raíz una depresión o una ansiedad, nos ofrecen pastillas para silenciarlas. La comida es cada vez más rápida, el sexo más precipitado, los coches más veloces y los viajes más cortos. Todo está diseñado para no perder tiempo y nosotros, como seres humanos impacientes que somos, lo compramos todo sin dudarlo.


Lo cierto es que, en nuestra búsqueda de la satisfacción inmediata, acabamos perdiendo la alegría del viaje y la dulce anticipación de la espera. Estamos tan frustrados por no tener ya todo lo que queremos, que se nos olvida ver todo lo que nos está dando nuestro instante actual: y es que no nos damos cuenta de que la imperfección de nuestro presente incompleto es lo mejor que tenemos.

Las cosas que vivimos en nuestro día a día, el trabajo que hacemos para conseguir lo que queremos, las decisiones que tomamos y las circunstancias que nos rodean son parte de lo que somos. Sin todo esto, cada uno de nosotros sería una copia exacta de los demás... habitaríamos un mundo de seres completamente anodinos y vacíos. Cuando recurrimos a la satisfacción inmediata que nos vende nuestra sociedad, estamos evitando pensar en todo lo que aún nos queda por hacer para llegar a convertirnos en esas personas que estamos destinados a ser.


La realidad es que, si ese trabajo perfecto aún no ha llegado, si tu vida sentimental sigue sin funcionar, si te está costando más de lo que pensabas ponerte en forma, o dejar de fumar, o progresar en tu terapia, lo más probable es que sea necesario que sigas trabajando. El no darte por vencido en tu búsqueda es lo que moldeará tu vida.

Tanto nuestra individualidad como nuestro rol en el mundo que nos rodea están marcados por este trabajo de auto-realización. Si consiguiéramos todo lo que queremos de inmediato, ese camino tan delicadamente equilibrado se torcería y - aun teniendo todo lo que pensamos que necesitamos - no llegaríamos al final con éxito.

Quizás nuestra mejor baza para ese éxito - llamémoslo felicidad - sea ejercitar la paciencia y seguir trabajando, con la certeza de que, lleguemos a donde lleguemos, estaremos andando el camino que de verdad nos corresponde.








jueves, 18 de octubre de 2012

SÁCAME A PASEAR


Mi primer contacto directo con la cultura oriental fue en Vietnam, en el año 2008. Para mí, este viaje marcó un antes y un después en mi vida por varias razones, entre ellas el hecho de que visitar una tierra tan diferente a todo lo que había conocido hasta ese momento me abrió los ojos a un mundo de posibilidades. Ésta fue la razón por la cual el viajar se convirtió en algo tan importante para mí: desde entonces, aprovecho cualquier oportunidad para echarme la mochila al hombro y salir a pasear por ese inmenso paraíso lleno de matices, colores y vida que es nuestra Tierra.

Una de las cosas que más me llamó la atención de la cultura oriental (lo vi en Vietnam y, años más tarde, también en China) fue que la gente hace su vida entera en el exterior. Todo ocurre en la calle o, como poco, con las puertas abiertas de par en par. Los conceptos de privacidad y espacio personal son completamente distintos a los nuestros y están regidos por creencias y reglas completamente diferentes a las de nuestro mundo. Aunque, en un principio, esta forma de vivir puede resultar algo chocante para el visitante occidental, si abrimos nuestra mente a ello, es un concepto increíblemente liberador.


Ando dándole vueltas a la imagen de esas calles de Vietnam, donde un espejo en un árbol y una bombilla mal colgada constituyen una peluquería, donde las mujeres y los niños dormitan en tiendas de ropa abiertas de par en par y donde lo que puede ocurrir en la calle, jamás lo hace tras una puerta cerrada.

Se me ocurre pensar que ese viaje, que dio motor a mis pies para que no dejaran de pasear, aún hoy - cuatro años después - me sigue enseñando cosas. Después de todo, allí pude presenciar el concepto de sacar la vida a pasear en su más amplio sentido. ¿Qué ocurriría si siguiéramos el ejemplo de los vietnamitas y viviéramos hacia fuera cada día?

Hace un par de días, alguien me aconsejó que sacara mi sensualidad a pasear. Y pensando en ello con objetividad, me he dado cuenta de que (aunque suela pensar lo contrario) no siempre saco a relucir todo lo mejor de mí en mi día a día. Ni mi sensualidad, ni muchas otras cosas que, en ocasiones, creo no poseer. Y es que a veces son más visibles nuestros defectos que nuestras virtudes, por el simple hecho de que no siempre reconocemos nuestras virtudes por lo que son. Puede que, efectivamente, haya llegado el momento de sacar mi sensualidad a pasear todos los días, en lugar de reservarla siempre para mis fotos, para el escenario o para momentos particulares de mi vida.


Es más, se me ocurre pensar que todos podríamos convertir esto en una práctica habitual en nuestro día a día. Sigamos el ejemplo de los vietnamitas y expongamos lo mejor de nuestra vida interior. Tenemos demasiadas cosas buenas que no mostramos... como si las estuviéramos reservando para un momento especial. La realidad es que si abriéramos las puertas de nuestras vidas de par en par, lo mejor de nosotros estaría expuesto siempre... y quién sabe lo que podría significar eso para el difícil mundo en el que vivimos.

Así que invito a cada lector a que elija al menos una cosa buena para sacar a pasear cada día. Saca tu sensualidad, tu niño travieso, tu ternura, tu solidaridad. Saca tu luz, tu risa, tu empatía, tu talento. Saca lo mejor de ti y dale una buena vuelta por el mundo. Yo, por mi parte, voy a empezar por seguir el consejo que me han dado...
Y quién sabe... quizás la respuesta del mundo nos sorprenda más de lo que podríamos imaginar.



sábado, 29 de septiembre de 2012

YO DESEO, YO NECESITO...


Nunca en mi vida he buscado lo fácil. No considero que esto sea bueno ni malo, simplemente forma parte de mi carácter. Lo que sí es cierto es que buscar lo difícil produce frustración y puede doler bastante. Como en todo, debemos decidir si - a pesar de las dificultades y las frustraciones - nos compensa seguir persiguiendo nuestro objetivo o no.

Uno de los grandes lastres de nuestra sociedad es la proyección. En lugar de vivir donde estamos y como somos, estamos empeñados en habitar la ilusión del mañana. Nuestros deseos y necesidades nos colocan continuamente en un futuro inexistente en el que ya estamos amando a la persona que queremos, amamantando al bebé que buscamos o disfrutando de nuestro trabajo soñado. Mientras tanto, se nos olvida vivir todo lo que hay en el camino... y lo más importante: olvidamos hacer el trabajo que nos convertirá en la persona que tenemos que ser para llegar a nuestros objetivos.

Los budistas dicen que el camino de la felicidad es eliminar el deseo. Según ellos, si eliminamos nuestros deseos y proyecciones de futuro, eliminamos las frustraciones y aprendemos a vivir en el presente, sin necesidad de nada más que lo que tenemos en este momento. Yo no estoy completamente de acuerdo: creo que el deseo mueve el mundo. Sin deseo, no nos esforzaríamos para mejorar, ni perseguiríamos nuestros sueños; nada avanzaría ni cambiaría. Sin embargo, me pregunto si es posible abrazar la teoría budista hasta cierto punto y eliminar la proyección de esos deseos. ¿Es posible perseguir lo que queremos y, al mismo tiempo, no adelantar acontecimientos? ¿Podemos ir en busca de nuestros objetivos cada día y, a la vez, vivir contentos en el presente tal y como es, sin frustraciones ni impaciencia? Pienso que sí es posible, aunque requiere muchísima fuerza de voluntad y un trabajo personal largo y duro.


Hace unos días, me propuse llevar a cabo este trabajo. Soy de naturaleza impaciente y eso, unido al hecho de que siempre quiero lo que (en teoría) no puedo tener, me estaba llenando de rabia y de tristeza. Así que me he puesto manos a la obra para ejercitar la paciencia y la aceptación en el camino hacia mis deseos.

Este trabajo me parece especialmente importante hoy en día, en este mundo que tanto se ha complicado, en el que nuestro día a día es una continua lucha por la supervivencia y los derechos de cada uno. No puedo evitar sentir que, en la vorágine de esta lucha - del todo noble y necesaria - hay ciertos momentos en los que se pierde el norte, en los que los deseos, las creencias y las frustraciones del individuo se imponen a la lucha por un mundo mejor.

En nuestra sociedad en general - y en tiempos de crisis en particular - se ponen a prueba cada día nuestra paciencia, nuestra solidaridad y nuestra tolerancia para con los demás. El problema está en que, cuando nos concentramos completamente en nosotros mismos y perdemos la visión global de lo que está pasando, tiramos esa tolerancia por la borda. Como resultado, la comunidad se ve completamente eclipsada por el individuo: solidario, sí, pero sólo con mi causa. Tolerante y respetuoso, sí, pero sólo si piensas igual que yo.


Lamentablemente, se utiliza la libertad de expresión - ese perfecto derecho por el que tanto lucharon nuestros padres y abuelos - como escudo para escupir la ignorancia, la intolerancia y la falta de respeto sobre el vecino de al lado. Es la peor forma de hipocresía y, últimamente, se ven ejemplos de ella todos los días.

Por esta razón, todos los días doy gracias por tener a mi alrededor a personas que hacen todo lo contrario. No hay nada que me dé más vida que ver el respeto, el Amor y la fusión de mundos distintos. No hay nada más enriquecedor que la mezcla de razas, de credos, de caminos. Las personas que viven con esta mente abierta, canalizan sus deseos de la mejor manera posible. Sus deseos florecen y salen hacia fuera para convertirse en actos y en palabras... en muchas ocasiones, salen de un pincel, de una guitarra, de una voz, de un montón de arcilla o de aguja e hilo. Todas estas personas - artistas o no - plasman esa fuerza, creada por la unión de las diferencias, en este mismo mundo que parece estar volviéndose loco a su alrededor.

No sé si es una utopía pensar que esa fuerza acabará pudiendo más que la ignorancia de unos cuantos. Lo que sí sé es que es nuestra responsabilidad, para con nosotros mismos y para con nuestros hijos y nietos, hacer todo lo posible para que así sea. Me gustaría pensar que las generaciones futuras podrán ver la belleza del mundo y que tendrán la oportunidad de seguir mejorándolo cada día. Mi trabajo personal sólo es mío, pero espero que también sea un granito de arena para que la utopía se convierta en realidad.



sábado, 15 de septiembre de 2012

SUEÑOS A LA FUGA


Cuando comencé a escribir este blog, hice un trato conmigo misma: me prometí que nunca publicaría nada que no fuera verdad, ni inventaría, ni me tomaría licencias artísticas en lo que escribo. Hasta ahora, lo he cumplido a rajatabla. También me prometí que no publicaría una entrada a menos que tuviera al menos una cosa buena que decir. Después de todo, mi intención siempre ha sido compartir mis experiencias y mis sentimientos de manera constructiva y positiva; no quiero deprimir al mundo.

Debo decir que la segunda parte de mi trato es mucho más difícil de cumplir que la primera. Todos tenemos momentos bajos y, cuando los míos se alargan en el tiempo, me enfrento con largas semanas de frustrante sequía bloggera.

Ahora llevo una semana intentando sentarme delante del ordenador para escribir esta entrada... y siempre encuentro algo mejor que hacer. Este momento bajo está siendo algo más que un momento y, sin embargo, he recordado que en más de una ocasión el simple hecho de sentarme a escribir me ha ayudado a poner mis ideas en claro y a limpiarme el alma de posos oscuros. Así que aquí estoy, intentándolo.


Creo que los tiempos que estamos viviendo contribuyen mucho a la depresión, a la ansiedad, a ese sentimiento de desesperanza continua que amenaza con hacernos dejar de creer en todo y en todos. Las crisis - sean del tipo que sean - sacan lo mejor y lo peor del ser humano. Y lo peor del ser humano es negro y feo y se hace notar muchísimo... si nos descuidamos, llega a esconder todo lo bueno, que por supuesto también existe. La verdad es que - por mucho que me critiquen por ello - no pienso que el ser humano sea una especie noble y benévola. Creo que nuestra mente, nuestros deseos y nuestros objetivos han hecho de nosotros una especie egoísta, competitiva y - en ocasiones - malvada. Es una más de las cosas que nos diferencian de los animales. Ellos actúan por instinto y su mente no maquina. Simplemente viven, están, son... sin más complicaciones.

Nuestra mente, ésa que ha inventado tantas cosas maravillosas a lo largo de los siglos, ésa que crea obras de arte que nos emocionan hasta las lágrimas, ésa que tanto nos aporta y tanto nos hace disfrutar, también puede ser una gran máquina de destrucción, llena de frustraciones y de sueños rotos.

Lo cierto es que hay pocas cosas tan bonitas como soñar. Pensar en todo lo que nos gustaría tener, en las metas a las que queremos llegar, en lo que queremos hacer de nuestras vidas... si un día nos quedáramos sin sueños, dejaríamos de existir. Pero, ¿qué pasa cuando esos sueños no se cumplen? ¿Qué pasa cuando, uno a uno, los vemos escaparse, esfumarse delante de nuestros ojos y desaparecer en una fracción de segundo? La única opción que nos queda es cambiar de rumbo, elegir otro camino y llenarlo de nuevos sueños que perseguir.


Sin embargo, lo más preocupante es cuando no conseguimos encontrar ese nuevo camino; cuando nos levantamos un día y nos damos cuenta de que hemos estado viviendo día a día persiguiendo algo efímero, irreal, sin sentido, algo que ni nosotros mismos reconocemos. Y entonces, ¿qué significado tiene nuestra existencia?

Es muy duro enfrentarnos con nuestra propia irrelevancia, pensar que somos un punto diminuto e insignificante dentro del universo infinito y llegar a ser conscientes de nuestra soledad. Pero supongo que lo único que podemos hacer en esos momentos para no enloquecer por culpa de nuestra mente racional, es volver (aunque sea por unos instantes) a nuestro lado instintivo; conectar con nuestro lado animal y simplemente ser, dejar de pensar y simplemente estar. Y una vez pasada la tormenta, hay que levantarse y seguir caminando. Aprender - como nos enseñaba Borges - a plantar nuestro propio jardín y decorar nuestra propia alma, sin esperar que alguien nos traiga flores.

Hoy alguien me ha hablado de la posibilidad de reinventar lo que somos y, de inmediato, me ha venido a la cabeza la imagen del ave fénix que resurge de sus cenizas para vivir de nuevo. Quizás nuestra mejor opción sea recordar que, mientras tengamos vida, podremos resurgir cada vez que nos lo propongamos, que podemos aprender a convivir con nuestras soledades y que siempre es posible buscar nuevos caminos.
Después de todo, el mundo está lleno de ellos.




martes, 28 de agosto de 2012

LIBERTAD


Me ha costado mucho comenzar a conocerme de verdad, saber lo que quiero y vivir mi vida de acuerdo a mis propios deseos y decisiones, ignorando las opiniones, críticas y miradas del mundo exterior. Aún me queda mucho camino por delante, pero me gusta pensar que lo más duro - la introspección inicial, vencer el miedo de verme como realmente soy - ya está superado.

Lo cierto es que cuanto más me conozco, más largo parece ser el camino. Al principio, pensaba que retrocedía una y otra vez y que nunca llegaría a avanzar de verdad. Ahora me he dado cuenta de que lo que ocurre cada vez que vuelvo a estar sobre la cuerda floja, al borde del precipicio de ese pozo oscuro de mi propia psique, no es retroceso, sino un paso más entre los misteriosos recovecos de mi alma. Y el hecho es que es un camino que hay que hacer, por muy duro que sea. La alternativa es mucho peor: el conformismo, la ignorancia y el escudo de la rutina protegiéndonos de cualquier riesgo o novedad.


No estoy hecha para la rutina, así como no estoy hecha para contar calorías, ni para fingir, ni para estar callada, ni para ser discreta, ni para conformarme con menos de lo que quiero y merezco. Hace poco tomé la decisión de cortar mis ataduras emocionales, barrer los miedos y ser completamente libre. Cuando tomé la decisión, pensé que el mundo sería un lugar mejor si todo el mundo hiciera lo mismo: dar rienda suelta a nuestros sueños y a nuestros deseos, liberarnos de los prejuicios, romper a mazazos con la envidia, los celos y las odiosas comparaciones, vivir para uno mismo y - de esta manera - ser mejor para el mundo y para los demás.

Esta imagen tan maravillosa tiene un gran fallo: el mundo no quiere ser libre. Interfieren el ego, la avaricia, la culpa y, sobre todo, el miedo.
Chavela Vargas dijo:

No hay nadie que aguante la libertad ajena; a nadie le gusta vivir con una persona libre. Si eres libre, ése es el precio que tienes que pagar: la soledad.

De pronto comprendí cuánta razón tenía esta mujer que cantó la soledad como nadie. Si la persona que tenemos delante es completamente libre, no tenemos control sobre ella, ni sobre lo que sentimos por ella, ni sobre lo que ella siente por nosotros. Puede echar a volar en cualquier momento, gritar porque le da la gana, decir lo primero que se le viene a la cabeza, hacer lo que le apetece... y no pedirá perdón por ninguna de estas cosas. ¿Y en qué posición nos deja eso? Nunca lo podremos saber con seguridad: de ahí viene nuestro miedo.


Así que tuve que replantearme las cosas una vez más. Al fin y al cabo, todo en la vida es una elección que implica, necesariamente, también una renuncia. Yo podía tomar el camino más fácil y volver a mi antiguo ser, con la seguridad - y las frustraciones - que eso implicaría. O podía mantener mi libertad recién encontrada y aceptar la soledad que viene de su mano.

He escogido ser libre. Porque me siento mucho más viva desde que lo soy. Porque creo que es la mejor manera de aprovechar mi vida. Porque no tengo miedo. Y porque creo que las cosas buenas son del que las trabaja.

A una parte de mí, por supuesto, le gustaría descubrir un día que Chavela se equivocaba... y que vencer la soledad acabará siendo una parte - inesperada y espectacular - de este gran canto a mi libertad.


martes, 7 de agosto de 2012

IRME DE MÍ

Llevo meses considerando marcharme de España. Y es que he pasado una temporada difícil, atrapada en el bucle de mis propias manías y tristezas, encerrada en las limitaciones que nos ponemos a nosotros mismos y que proyectamos de lleno en el mundo exterior para sentirnos seres incomprendidos.


Yo me he sentido incomprendida por mi entorno durante años, como si no encajara con lo que tenía alrededor, como si el destino me hubiese colocado, sin remos ni brújula, en un sitio que nunca fue el mío. Así que finalmente me decidí a pedir un traslado laboral para marcharme a vivir a Londres. Y con este pequeño gran paso comenzó todo un camino de introspección y un trabajo de auto-conocimiento y búsqueda de la propia verdad.

Cuando Londres, de un día para otro, se convirtió en una realidad potencial, afloraron muchos sentimientos en mí, ninguno de los cuales era lo que yo esperaba. En lugar de sentir emoción, alegría y ganas, sentí angustia, tristeza y nervios. En lugar de sentir esperanzas de que todo saliera bien con el traslado, me encontré a mí misma rezando para que algo lo impidiera. Tras la sorpresa inicial, tuve que sentarme a conversar conmigo misma para entender lo que estaba pasando.


A veces intentamos evitar la verdad porque nos asusta o quizás porque nos dice algo de nosotros mismos que, en el fondo, preferimos no saber. La verdad, en este caso, era que no quiero irme de Madrid. Lo cierto es que adoro esta ciudad que me adoptó hace tantos años y, es más, quiero conocerla mejor. Darme cuenta de esto me hizo preguntarme el por qué de tanto desasosiego y tantas ganas de marcharme. Y entonces tuve que aceptar que el problema no está en la ciudad, sino en mí.

Hay un dicho persa que mi padre utiliza mucho: cuando debemos tomar una decisión, se dice que debemos hacer de nuestro sombrero un juez, es decir, examinarnos a nosotros mismos y ser sinceros sobre lo que queremos y podemos hacer. Esta vez, cómo no, mi padre me dio este mismo consejo y, al ponerlo en práctica entendí que las limitaciones de Madrid, todo lo que supuestamente no me da, en realidad me lo he estado negando a mí misma.


Y es que uno puede escapar a otras tierras una y otra vez durante toda la vida... pero por mucho que nos movamos, no nos podemos escapar de nosotros mismos. Cuando el problema o las limitaciones vienen de dentro, siempre nos van a perseguir, estemos donde estemos. Marcharme de Madrid no implicaría irme de mí. Afortunadamente, lo comprendí antes de dar el paso definitivo hacia el que sería mi nuevo hogar.

De todas formas, resultó que el traslado no hubiese sido factible por temas económicos, pero aunque lo hubiese sido, mi decisión habría sido la misma: quedarme en Madrid. Me constaba que esta decisión debía ir acompañada por un cambio radical en mi manera de ver las cosas y en mi actitud con respecto a mi vida. Dicho y hecho. Lo vi tan claro que el cambio vino de un día para otro, con total naturalidad. Y en un abrir y cerrar de ojos, mi vida dio un giro de 180 grados.

Curiosamente, este giro vino de la mano de un par de acontecimientos que me confirmaron que mi nuevo camino era el correcto. Me recordaron, una vez más, que en esta vida no hay tiempo para dudar, para temer, para preocuparnos por cada pequeña cosa, para dejar que la vida pase de largo sin tomar decisiones y para no hacer lo que realmente queremos hacer. La vida cambia en un solo instante. No hay sitio para los miedos ni oportunidad de volver atrás en el tiempo.


Asumamos que no hay otro día para quitarnos telarañas. Hoy es el momento. Ahora mismo. El momento de salir, de comer y beber, de hablar y reír, de llamar, de decir te quiero/te deseo/me haces feliz, de abrazar, de besar, de amar, de tocar, de gozar, de atrevernos... de vivir.

Y lo más curioso es que, cuando comenzamos a vivir con la consciencia de que el mañana no existe, nuestro presente se transforma por completo... atrayendo la maravillosa esperanza de cien mil mañanas espléndidas.


jueves, 26 de julio de 2012

ADAPTACIÓN

Acabo de regresar de un viaje de dos semanas a Hong Kong. Esta ciudad, que es China sin ser China, en la que impresionantes rascacielos conviven con pequeños templos budistas y con encantadores mercados de chucherías y antigüedades, ha conseguido posicionarse en algún lugar misterioso entre oriente y occidente. Con ello, consigue ofrecer lo mejor de los dos mundos al viajero. A cambio de esto, sin embargo, obliga a éste a readaptarse continuamente.


Desde sus wet markets (donde el pescado se corta vivo delante del comprador, retorciéndose hasta el último momento) hasta las copas de 20 euros del Ritz (que ofrece las mejores vistas de la ciudad), hay un mundo. Un mundo tan grande, con un recorrido tan largo y tan diverso, que es fácil que el visitante se sienta abrumado.



Sin embargo, para la persona dispuesta a recolocar sus esquemas mentales, para el viajero aventurero que no tiene miedo a salirse del plan inicial y replantearse las cosas, Hong Kong puede ser la ciudad perfecta. Es tradición y progreso, paz y locura, todo junto, mezclado y ofrecido al visitante a la vez.


Además de ese continuo choque cultural que es Hong Kong, mi viaje, como casi todos, me obligó a adaptarme a situaciones cambiantes (y no siempre agradables) durante mis dos semanas de estancia en la ciudad. Ésta es una de los aspectos más difíciles de viajar (sobre todo si se viaja solo), pero también uno de los que más aprecio, puesto que siempre me enseña mucho, sobre todo de mí misma.

Y es que nuestra capacidad para adaptarnos a nuestras circunstancias - especialmente cuando éstas se tuercen - viene dada por nuestra forma de ser y, al mismo tiempo, nos sigue formando como personas. Ésta es una de las razones por las cuales siempre he pensado que viajar es una parte esencial de la vida, tan importante como cualquier tipo de educación o práctica de crecimiento que realicemos. Siempre resulta muy fácil identificar a un viajero entre un grupo cualquiera de personas. La persona que viaja adquiere conocimiento, su alma se enriquece y su fuerza de voluntad y su paciencia crecen con cada viaje.


Hay un edificio en Hong Kong que me llamó la atención especialmente. Es el más polémico de la ciudad: el Bank of China Tower. Esta modernísima estructura, que se ilumina por las noches ofreciendo un pequeño espectáculo de luz por sí misma, es la más odiada por la gente de la ciudad. Y es que desafía todos los principios del feng shui. Los prismas triangulares del edificio son símbolo de mala suerte, las cruces a los lados sugieren negatividad y su forma ha sido relacionada con una mantis religiosa, la cual se considera un insecto amenazante.


A pesar de ello, este edificio ha sido colocado en medio de la selva de rascacielos de Hong Kong y la gente ha tenido que aprender a convivir con él, así como han tenido que adaptarse a una vida tremendamente occidentalizada, a un cambio radical y a un alejamiento de sus raíces. Sin embargo, la gente de Hong Kong sigue cuidando sus tradiciones y su espiritualidad original: en todos los templos hay un continuo fluir de personas que acuden a rezar a sus dioses, siguen agitando los chim (palitos de la fortuna) para que un adivino les desvele su futuro y siguen peregrinando a Lantau (estorbados por cientos de turistas que sólo van a hacer fotos) para llevar ofrendas al Buda Tian Tan, que se alza irradiando paz, con sus 23 metros de altura, sobre la isla. Y todo esto no tiene por qué estar reñido con las cenas y las copas en el barrio del Soho ni con las modernísimas y elegantes jóvenes que acuden perfectas cada mañana a trabajar en las oficinas de los grandes rascacielos.


Y es que en este mundo de cambio constante, la vida progresa y va por donde mejor le parece, independientemente de nuestros deseos y necesidades. A veces, sólo a veces, tenemos suerte y conseguimos lo que pensamos que queremos. Pero en muchas ocasiones, las circunstancias son diferentes y somos nosotros los que nos tenemos que adaptar a ellas. O eso, o quedarnos atrás en el camino.

En la vida, como en los viajes, hay que aceptar la realidad, seguir adelante e intentar mantener la alegría, aunque no sea nuestra realidad deseada. El viajero que sabe adaptarse de esta manera se convierte en un ser más paciente y aprende a vivir lo que le toca hoy, con la certeza de dos grandes verdades: la primera, que lo que pensamos que queremos no es siempre lo mejor para nosotros y la segunda, que el camino de la paciencia te lleva - siempre - a la mejor parte de tu viaje.




viernes, 6 de julio de 2012

LO QUE NO TE CUENTO


Por estas fechas se cumplen cuatro años desde que comencé a ver a mi terapeuta. Nunca me ha molestado hablar de mi terapia con otras personas, ya que el comenzarla fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Gracias a mi terapeuta, he andado infinidad de caminos que quizás no podría haber encontrado sola. Durante los últimos cuatro años, me ha ofrecido su consejo profesional, su comprensión y su empatía. Ha sido mi espejo, mi paño de lágrimas y mi lugar seguro durante mis pequeñas y grandes tormentas personales.

Supongo que éstas son las razones por las cuales mis sesiones con él siempre me parecen cortas (aunque siempre me regale algo de tiempo). Y es que siempre me quedo con la sensación de que hay un centenar de cosas que no le he contado - por falta de tiempo o por mi incapacidad para expresarlas - y que éstas se quedan flotando en el aire entre nosotros (molestas e impacientes) para luego salir de la consulta detrás de mí y acompañarme (aún más molestas e impacientes) allá donde vaya. Mi terapeuta es la persona que más sabe de mi vida... incluso más que mi familia. Aun así, siempre siento que todo lo que, a mi pesar, no le cuento, podría llenar libros enteros con la letra más pequeña del mundo.


Dicen que en ocasiones, el silencio habla más que las palabras. Y es que todo lo que no sale de nuestras bocas, lo que nos callamos por pudor, por miedo, por educación, a veces es lo más importante. Uno de los grandes beneficios de acudir a terapia es que ayuda a expresar aquellas cosas que uno nunca se atreve a admitir, ni siquiera a uno mismo. Y creo que aquí está la clave: lo realmente importante no es lo que contamos a los demás, sino las conversaciones que mantenemos con nosotros mismos. A veces, aquellas cosas molestas e impacientes que no se han dicho, empiezan a mostrarse y a resolverse solas porque, sin darnos cuenta, hemos conseguido abrirles la puerta durante la sesión. Esto es un regalo y, cuando ocurre, hay que aprovecharlo para seguir caminando.


Qué difícil es lidiar con nuestras deseos más escondidos, qué duro es admitir que existen, que nos importan, que no son banales. Nos preocupa ser diferentes... y a veces, nos preocupa no serlo. Ir contra la corriente - ya sea por elección o por azar - no es un viaje fácil. Luchamos por ser nosotros mismos en un mundo que pretende pensar por nosotros y decirnos cómo nos debemos sentir.

Así que a veces - casi sin querer - acallamos nuestras palabras, dormimos nuestros cuerpos, anestesiamos nuestras mentes y nuestros corazones... pero no podemos olvidar que ésta es la forma más cobarde de vivir.

Estoy intentando aprender que resignarme a no conseguir todo lo que quiero es vivir a medias. Yo, que nunca me conformo, que nunca me acomodo, que siempre sigo caminando, buscando y aprendiendo (porque es la única forma en la que me entiendo), tengo un cachito de mi vida escondido por puro miedo. Mi reto es comprender que esa niña aterrada no soy yo, que yo soy demasiado grande para el miedo, demasiado fuerte para la melancolía, demasiado valiente para la resignación.

Cuando era pequeña, mis padres me enseñaron a no desistir nunca, a seguir caminando. Hoy, me lo siguen enseñando con su ejemplo cada día. Tengo la suerte de tener una vida llena de personas que me enseñan a seguir hacia delante, por muchas veces que tropiece en el camino.
Y ya es hora de echar a andar.