sábado, 31 de marzo de 2012

EL MILAGRO ERES TÚ


Ayer asistí a una muestra de mi antigua escuela de danza. Hace unos meses, decidí dejar de bailar por un tiempo, para dedicarme a otras actividades que consideraba más necesarias para el momento que estaba viviendo. No me equivoqué: el cambio era necesario y me aportó mucho y muy bueno. Sin embargo, tras ver a mis antiguos compañeros bailando ayer, recordé por qué la danza fue una parte tan importante de mi vida durante tanto tiempo.

Carlos Alvés, el profesor de danza que más me ha enseñado en estos años (www.carlosalves.es), dice que bailar es mucho más que un cuerpo en movimiento. Bailar es interpretar, es comunicación, es hablar con el cuerpo: una coreografía sin sentimiento no significa nada.

En mi opinión, la belleza de la danza radica en la historia que cuenta el bailarín, pero también en lo que cuenta sobre el bailarín. La danza es una de las expresiones más milagrosas del cuerpo humano. Por eso va mucho más allá que una simple actividad física y por eso es tan significativa para todo aquel que la practica.

Desde el principio de los tiempos, la danza ha sido un ritual sagrado, practicado por los chamanes, utilizado para invocar a los espíritus amigos, para expulsar a los malignos, para atraer lluvia, suerte y Amor. Hoy en día, es un modo de vida para muchos y una actividad impresicindble para otros que, aun sin dedicar todo nuestro tiempo a ello, tampoco podemos imaginar nuestra vida sin bailar. Y es que cuando bailamos movemos energía y, con la práctica, llegamos a tocar estados casi meditativos, en los que todo cambia y se recoloca, devolviendo sentido a nuestro mundo.


Cuando bailo - y cuando veo bailar - recuerdo la realidad del cuerpo humano. Desde aquella adolescente que medía dos cabezas más que todas sus compañeras de clase, hasta la mujer que soy hoy, demasiado alta y curvosa para los cánones de belleza de la sociedad en la que vivo, el proceso de reconciliación con mi cuerpo ha sido largo y duro. Pero el trabajo personal que he realizado durante todo estos años ha terminado dando sus frutos y, en los últimos meses, mi percepción ha cambiado por completo.


Mi cuerpo me permite levantarme todos los días y respirar el aire fresco de la mañana. Me permite dar largos paseos, correr, patinar y montar en bicicleta. Mi cuerpo se entrega al yoga y, mediante esta práctica, conecta con mi alma. Mi cuerpo baila y en el baile encuentra nuevas formas de expresarse, de superarse, de conseguir cosas que jamás pensó que conseguiría. Mi cuerpo siente dolor y malestar y con ello me avisa de que algo no está bien. Y lo que es aún más importante, es capaz de curarse, de luchar contra lo que está mal - incluso sin medicamentos - y superarlo. Mi cuerpo me hace sentir placer cuando ríe, cuando come, cuando ama y cuando lo aman. Me permite existir en este estado físico y me recuerda que estoy viva.

Mi cuerpo es milagroso. Y no entiendo por qué he tardado tantos años en comprenderlo.

Los humanos nos diferenciamos de los demás animales en que somos capaces de razonar. Nuestra mente es maravillosa, pero también puede ser una gran trampa. Hemos creado miles de formas de pensar erróneas. Nuestra psique colectiva está llena de prejuicios sobre nuestros cuerpos, nuestra forma de vida y nuestras relaciones. ¿Quién no ha pensado alguna vez en lo maravilloso que sería vivir sin nuestros líos mentales, como hacen los animales? Yo lo pienso todos los días, siempre que observo a mi perra - Julieta es feliz sin trabas ni proyecciones; mientras su cuerpo esté bien y sus sensaciones sean buenas, no necesita nada más.


Solemos asumir que somos seres más evolucionados y mejores que los demás animales. Pero tenemos muchas cosas que aprender de ellos... y si conseguimos aprovechar todo lo bueno de nuestra mente sin permitir que sus prejuicios nos condicionen, seremos capaces de comprender el verdadero milagro de nuestra existencia.

viernes, 16 de marzo de 2012

DI CUÁNDO


A veces, cuando como en casa de mis padres y mi madre me sirve una bebida, me dice: ¡di cuándo! Yo sigo la broma y siempre respondo diciendo la palabra cuándo una vez que tengo suficiente bebida en el vaso. Pues bien, hace unos días unas circunstancias laborales hicieron que me acordara de esta broma familiar. Una de mis compañeras de trabajo, una mujer perfeccionista, casi obsesiva, amiga de las horas extra y - muy a su pesar - de las pastillas contra el estrés y la depresión, me contó que ha tenido suficiente y que no piensa dedicar ni una hora extra ni un pensamiento más al trabajo. Dicho y hecho: su manera de trabajar ha cambiado tanto, que parece otra persona. Viéndolo, me vino a la mente ese ¡di cuándo! de mi madre... mi compañera, a su manera, también ha dicho cuándo y se ha plantado.

Extrapolando esto a otros aspectos de la vida, se me ocurre pensar que quizás deberíamos aprender a decir cuándo más a menudo. Mil y una razones nos separan de esa palabra mágica: pudor, sacrificio, objectivos, miedo, solidaridad... Sea por lo que sea, en ocasiones no sabemos decir basta cuando es necesario. El resultado, como cabría esperar, es que nuestro vaso se llena demasiado, con sus lógicas consecuencias.

A mí me costó mucho aprender que a veces hay que soltar. Por mucho que queramos algo o a alguien, por muy claros que tengamos nuestros objetivos - laborales, artísticos, personales - por muy dolorosa que sea la despedida... Es algo difícil de entender y de dominar, pero lo cierto es que hay ocasiones en las que el vaso no tiene capacidad para una sola gota más.


Pero, ¿cómo sabemos cuándo el vaso está demasiado lleno? ¿Cómo sabemos cuándo hay que dejar de insistir y encaminar nuestros pasos hacia otro lugar? Supongo que la respuesta está en cada uno de nosotros y en cada circunstancia que nos toca vivir. En mi caso, el dolor y el vacío que sentí por alejarme de lo que me importaba se vio compensado por el descanso, el alivio, la tranquilidad mental y emocional que obtuve al apartarme de algo que estaba viciado y que se había vuelto innecesariamente duro. Creo que la respuesta es instintiva y muy simple: si te sientes mejor cuando te alejas, tus pasos van en la dirección correcta.

Mi experiencia personal me ha enseñado que esos pasos, además, son de crecimiento: ponen a prueba nuestra capacidad para madurar, para aprender y para convertirnos en personas mejores, más capaces y más completas. Apartarnos de algo que nos importa mucho suele ir acompañado de cierta pérdida de identidad, parece que estamos volviendo a la casilla de salida y que tenemos que empezar de cero la búsqueda de nuestro sitio en el mundo. Es una sensación desconcertante y aterradora, pero lo mejor que podemos hacer con ella es darle la bienvenida, dejarla estar, sentirla y permitir que nos mueva.


La cultura popular habla mucho de fluir, de dejarnos llevar y permitir que la vida nos deje en nuestro lugar. En muchas ocasiones, hablamos de todo esto sin saber siquiera lo que significa en realidad. Sin embargo, yo he visto en los últimos meses que, si sabemos parar cuando hace falta, si dejamos de intentar forzar nuestra vidas hacia lo que no nos corresponde en ese momento, todo se hace mucho más sencillo y la vida se vuelve más dulce y más amable de lo que hubiéramos podido imaginar.

Pero lo más importante es que, al dejar a la vida hacer su trabajo, ésta se encarga realmente de llevarnos a donde tenemos que estar. Y curiosamente, a veces - sólo a veces - nos lleva de vuelta a eso mismo que tanto nos costaba soltar. Entonces nos damos cuenta de que nos vimos obligados a destruirlo para poder recomponerlo ahora, pieza por pieza, para crear algo mucho más grande, más limpio e infinitamente más bello de lo que nunca fue.