lunes, 28 de mayo de 2012

S.O.S: TE NECESITO

El sábado por la tarde pasé un par de horas en urgencias. Sabía que probablemente no me pasaba nada muy grave, pero me encontraba tan mal que decidí asegurarme, para mi propia tranquilidad. El diagnóstico fue el esperado: mi cuerpo simplemente reaccionaba frente al estrés y el agotamiento. No es la primera vez que me pasa y, por mucho que me prometa a mí misma que será la última, no pondría la mano en el fuego. El hecho es que cuando estoy un par de meses tranquila, sin hacer todas las cosas que me interesan, me aburro soberanamente. Necesito hacer cosas que me estimulen física, intelectual y emocionalmente. Sólo así me siento viva. Lo malo es que aún no he encontrado el término medio y, tras los meses de descanso que me tomé a raíz de mi problema de tiroides, he vuelto a la carga con fuerza (con demasiada fuerza) y he vuelto a pagar el precio.


La verdad es que pienso que hacer muchas cosas no tiene por qué ser tan agotador. La cuestión no es lo que hacemos, sino cómo lo hacemos. En los últimos dos o tres años, he ido aprendiendo a mantener la calma y a hacer las cosas disfrutando el proceso, por el simple hecho de hacerlas y sin preocuparme tanto por el resultado. A veces lo consigo y a veces no... depende del momento y de la situación, pero estoy en ello. Sin embargo, mi gran punto débil siempre ha sido pedir ayuda. Me cuesta muchísimo hacerlo y me he tenido que obligar a plantearme las razones por las que me cuesta tanto.

La cruda realidad es que, para personalidades controladoras como la mía, el hecho de pedir ayuda implica debilidad. Es decir, si hago quinientas cosas y nadie me ayuda y llego a todo, soy mejor y más fuerte. Da igual que en el proceso haya terminado en urgencias. Si hago quinientas cosas, pero en el proceso tengo que pedir y/o aceptar ayuda de otros, la cosa vale menos. Da igual que en el proceso me haya dado cuenta de cosas muy buenas sobre la persona que me ayuda y sobre mi relación con ella (y como ventaja añadida, NO haya acabado en urgencias).

Pues sí, como veis, la cosa estaba como para replantearse el asunto.

Y como en todas las ocasiones en las que me he puesto a pensar en las cosas con detenimiento, objetivamente y sin dejarme atar por mis propios prejuicios, he sacado mucho en claro. Ahora sé que dejarse ayudar no sólo da dignidad a uno mismo, sino que también se la da al que presta esa ayuda. Y es que cuando aceptamos la ayuda de los demás, realizamos un acto de humildad y devolvemos nuestra mente inquieta a la realidad: no somos dioses, sino humanos. Vivimos en sociedad. No estamos solos (aunque muchas veces lo parezca). Y cuando prestamos ayuda a los demás, comprendemos que somos útiles, que importamos y que el otro aprecia tenernos en su vida.


Hace pocas semanas, mi madre vino a comer conmigo y decidió acompañarme a hacer la compra. Recuerdo el inmenso alivio que sentí cuando me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, había alguien al otro lado de la cinta poniendo la compra en bolsas. Normalmente me siento como un dibujo animado en el que al personaje le salen mil brazos con los que lo hace todo a la vez: poner la compra en la cinta, recogerla, sacar la tarjeta, pagar, firmar... Cuando le comenté esto a mi madre, me dijo: ya sabes que me puedes llamar siempre que quieras para que te ayude, con la compra o con lo que sea. Y me sentí tan agradecida que se me saltaron las lágrimas. Pero, ¿por qué fue necesario que mi madre me recordara esto? ¿Por qué no contaba con esta ayuda antes de que me lo mencionara? ¿Acaso me resultaba tan difícil imaginar a alguien compartiendo alguna de mis responsabilidades del día a día?


Es posible que parte de la razón de mi ignorancia radique en el hecho de que me he preparado para vivir sola indefinidamente. Cuando dejé de compartir piso con mi hermana me hice a la idea de que existe la posibilidad de que siga viviendo sola siempre. Es una perspectiva que no me molesta en absoluto; de hecho, me resulta bastante atractiva. Pero es cierto que, en muchas ocasiones, se echan de menos muchos de los aspectos de compartir la vida con otra persona. Esto en sí mismo ha sido parte de mi reflexión en los últimos tiempos y también parte de cómo he llegado a entender la belleza y la importancia de dejarme ayudar por los que me rodean.

Así que animo a todos los lectores a que hagan este gran ejercicio de ayudar y dejarse ayudar. Lo olvidamos muy a menudo y merece la pena recordarlo. Animo a que madres e hijas hagan la compra juntas, a que los padres hagan trabajos de bricolaje imposibles, a que hermanos y hermanas cuiden de mascotas, a que los profesores pongan de su tiempo libre para ayudar a los alumnos que lo necesitan... Y sobre todo, animo a que todos practiquemos la gratitud hacia los que nos ayudan y - ¿cómo no? - también hacia los que nos permiten ayudar.


miércoles, 2 de mayo de 2012

PASEMOS AL PLAN B


He sido educada para organizarme con cuidado, para tener un plan concreto, las ideas claras y la mente fría. Esto último no lo he llegado a conseguir hasta ahora y, sinceramente, creo que no quiero llegar a conseguirlo nunca. Lo de organizarme con cuidado sí que lo he llevado (más que) a rajatabla, desde saber los capítulos exactos del libro de matemáticas que repasaría cada día en octavo de EGB hasta tener el buzón de entrada de mi correo electrónico casi permanentemente limpio, ejecutando y archivando cada mensaje lo más rápido posible.

Un buen día, me di cuenta de que toda esta organización tiene un lado muy negativo. Llevada al extremo, puede llegar a dificultar el día a día... todos tenemos nuestras manías y la mayoría de las mías tienen que ver con el orden. Me resulta muy complicado trabajar en una mesa desordenada, cada cierto tiempo siento la imperiosa necesidad de ordenar mis cajones para no volverme loca y si la señora de la limpieza mueve de sitio los cacharros de mi cocina, mi primer impulso es dejar todo lo que estoy haciendo para volver a ponerlos donde estaban.

En los últimos meses, he intentado poner freno a todo esto, obligándome a permitir que el desorden entre en mi vida. Afortunadamente, soy muy obstinada y lo estoy consiguiendo. Como con todo, lo difícil es empezar. Una vez que compruebas por primera vez que el mundo - curiosamente - no se termina cuando el caos reina en tu cocina, lo demás viene prácticamente rodado.

El caso es que esta obsesión por el orden viene acompañada (o quizás debería decir que es un síntoma inequívoco) de una necesidad casi obsesiva de controlar la vida. Y al frenar tu obsesión por el orden, también te das cuenta de que la vida es totalmente incontrolable. Y esto trae consigo una desconcertante mezcla de impotencia y de liberación. Porque lo cierto es que ninguno de nosotros sabe lo que va a pasar mañana, ni dentro de cinco minutos... y por muchos cajones que ordenemos y por muchos planes detallados que hagamos, la vida tiene su propio camino.

Nos gusta planear porque con ello sentimos que vamos en una dirección concreta. Planear es soñar. Seguimos siendo esos niños que soñaban con princesas, caballeros y dragones derrotados... hoy lo seguimos haciendo con nuestros planes laborales, sentimentales y familiares. Y eso es maravilloso. Pero quizás sea importante recordar que, en más de una ocasión, nos va a tocar cambiar de planes, aceptar que nuestro camino no es el correcto y empezar de nuevo. Al igual que con el caos de la cocina, el mundo no se acaba por pasar al plan B (ni al C, ni al D).


Nuestro mundo está lleno de planes truncados: el proyecto que no funciona, la historia de amor interrumpida, el hijo que no llega, la enfermedad repentina, los accidentes físicos y emocionales, la soledad... un mundo de deseos y objetivos que parecen estar fuera de nuestro alcance. Lo que nos dicen todos esos sueños rotos es que hay ocasiones en las que, simplemente, tenemos que relajarnos y dejarnos llevar. Liberarnos de ese quiero y no puedo nos da paz y alas para volar más lejos.

Así que, en lugar de llorar o preocuparte por todo eso que no llega, sal a dar un paseo. Tómate una cerveza. Disfruta del sol y disfruta también de la lluvia... porque debes saber que no tienes control sobre la naturaleza, ni sobre el paso del tiempo, ni sobre la muerte, ni sobre el odio ni sobre el Amor. Lo único que podemos controlar es lo que hacemos con este preciso instante que estamos viviendo. Lo único que podemos hacer es eso: vivir. Sin dejar nunca de soñar.

Hace unos meses nunca hubiese dicho esto, pero la verdad es que el caos de mi cocina me ha hecho más feliz. Porque me ha enseñado que a veces hay que dejar de intentar nadar contracorriente. Y que quizás - solamente quizás - ese plan B resulte ser algo mucho mejor de lo que nunca llegamos a pensar.