miércoles, 28 de noviembre de 2012

HERIDAS DE BATALLA


Hace algunos años, di un giro a mi forma de mirar la vida. Ciertos acontecimientos, que llevaron a ciertas decisiones, que a su vez llevaron a nuevos hechos decisivos para mí, hicieron que cambiara mi perspectiva sobre mis circunstancias, sobre el mundo que me rodea y sobre mi forma de vivirlo. Desde entonces, el miedo cada vez tiene menos cabida en mi existencia. O quizás lo correcto sería decir que sigue existiendo, que levanta la cabeza cada cierto tiempo y me mira amenazante... y yo le hago un corte de mangas y sigo adelante.

Cuando hablo con otras personas de esta filosofía, me encuentro con opiniones de todo tipo. Hay quien piensa que siempre es mejor ser cauto y no lanzarse al vacío si hay riesgo de sufrir. Comprendo perfectamente esta postura, pero hace tiempo que decidí que no la quiero para mi vida. Siempre elijo vivir una experiencia deseada antes que protegerme del posible dolor que me pueda causar. No es que no calcule bien la magnitud potencial de ese dolor - es simplemente que elijo conscientemente arriesgarme a sentirlo. Supongo que se podría decir que no sólo me lanzo al vacío, sino que a veces lo hago sin paracaídas y sin red. Y creo que no hace falta decir que he sufrido las consecuencias muchísimas veces: tengo el alma llena de arañazos y cicatrices que lo demuestran. Sin embargo - contra todo pronóstico - está más viva que nunca.


No pretendo subestimar mis heridas de batalla. Me han llegado a doler hasta rozar la desesperación. Y durante ese proceso, siempre hago mil pactos conmigo misma y a Dios pongo por testigo de que nunca más me entregaré a mi pasión de la misma forma. Pero incluso mientras esos pensamientos pasan por mi cabeza, sé en el fondo de mi corazón que no son reales. Sé que nunca dejaré de entregarme a la vida con esa desmesura; si lo hiciera, dejaría de ser yo.

Siempre que pienso en mis supuestos errores del pasado, me pregunto si actuaría de la misma forma si volviera atrás, sabiendo lo que sé hoy y con mi madurez actual. Y en todos los casos, la respuesta es . Y es que si nuestros deseos no hacen peligrar nuestra vida o nuestra salud y no perjudican o engañan a otras personas, no podemos permitir que nuestros miedos personales nos frenen.

Tal y como escribió Eve Ensler en Los Monólogos de la Vagina, el mundo es un lugar difícil y maravilloso a la vez. Creo que merece la pena vivirlo de manera que, cuando lleguemos al final de nuestra existencia, podamos mirar atrás y no arrepentirnos de lo que no hemos llegado a hacer por miedo, pudor o prejuicio, sino de lo que hemos hecho con desgana, del presente desaprovechado y de la desidia.


Por otro lado, al apasionarnos por la vida, nuestra alegría y agradecimiento también traen claridad a nuestra mente. Para mí esto ha supuesto, entre muchas otras cosas, darme cuenta de que esos saltos al vacío pueden ser sin paracaídas, pero en realidad nunca son sin red. Siempre he tenido la fortuna de tener al menos a una persona que se ha encargado de abrir los brazos para cogerme ... y en la mayoría de las ocasiones, a más de una.

Supongo que la respuesta para cada uno de nosotros es elegir cómo queremos vivir y ser consecuentes con ello, sea cual sea nuestra decisión. Puede que mi elección no sea la más fácil, pero es la que hace latir mi alma, la que enciende mi piel y da el brillo a mi mirada. Simplemente, no sé vivir de otra manera. Tomando prestadas las palabras del gran Mario Benedetti:

Todo es adrede: los celos y el recelo, sospechas y codicias, odios en desmesura, el rencor y la pugna. La consigna es someternos, mentirnos el futuro, reconocernos nada.
Todo es adrede y por eso construyen ideologías/basura donde intentan moler las virutas de vida. De la vida. La nuestra. Ah, pero no podrán. También nosotros creamos nuestro adrede. Aposta lo gastamos. Y adrede ya sabemos cómo sobrevivir.



miércoles, 14 de noviembre de 2012

MAGIA


Cuando era pequeña, solía inventarme historias de hadas y duendes. Lo hacía sobre todo para gastar bromas a mis amigas y para jugar en el patio del recreo pero, en el fondo, una parte de mí creía en ellas. Y es que cuando somos niños, los seres mágicos y los cuentos fantásticos son parte natural de nuestro ser. Pero a medida que vamos creciendo, el mundo se empeña en que nos deshagamos de ese mundo paralelo y volvamos a la realidad.

Muchas veces me he preguntado qué pasaría si no enseñáramos a los niños que su mundo imaginario es irreal. Si no les repitiéramos una y otra vez que ese ser al que ven andando por casa no es real, que los amigos invisibles con los que hablan no existen o que ese mundo al que escapan es una mera ilusión, ¿quién sabe en qué adultos se convertirían? Después de todo, ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que es real y lo que no?

Hoy en día, si un adulto sigue creyendo en la magia, se le tacha de iluso, sentimental, loco. Pero en los tiempos que corren, se me ocurre pensar que la verdadera locura es no creer... Nuestro mundo es cada vez más cruel, más despiadado, más triste. La crisis se agrava, la pobreza aumenta y la solidaridad y la ayuda merman cada día. ¿De verdad creemos que es posible sobrevivir en este mundo sin creer - aunque sea un poquito - en el poder de la magia?


Lo que ocurre es que malentendemos el concepto de magia, de la misma forma en la que malentendemos el concepto de amor. Para los críticos feroces de nuestro mundo, el que cree en el amor - ese amor ilógico e incurable, el que nos empuja a hacer locuras y nos deja cara de tontos por tiempo indefinido - es un idiota romántico condenado al fracaso y a la decepción. El mundo se asegura cada día de convencernos un poquito más de su verdad: que ese amor no existe, que no sirve y que si no queremos sufrir debemos ser más inteligentes al respecto.

Resulta que, en este caso, no quiero ser inteligente. Quiero seguir creyendo en la magia y quiero seguir creyendo en el amor. Lo cierto es que los veo a mi alrededor todos los días. No son un invento: existen. Si dejamos de pensar en la magia como un polvo de estrellas de colores cayendo sobre nuestras cabezas, comprobaremos que siempre está allí: en la mirada de un niño, en la belleza de un paisaje o en el amor de un perro hacia su amo. ¿Por qué buscar la magia en universos paralelos cuando la tenemos justo aquí, al alcance de nuestra mano?

Del mismo modo, si dejamos de pensar en el amor como una película sentimental de Hollywood, veremos claramente que siempre está presente: en los adolescentes que lo descubren por primera vez, en los ancianos que llevan juntos cincuenta años o a veces, incluso, en una segunda oportunidad.


Durante muchos años, he intentado dejar de creer en la llegada de ese amor a mi vida y, con el tiempo, he estado a punto de conseguirlo. En los últimos tiempos, he logrado tapar esos sueños con otros inventados que siempre acaban cayendo por su propio peso. Pero como esa niña que pensaba que el patio del recreo era un aburrimiento sin sus historias mágicas, mi yo adulto se niega a condenarse a sí mismo a una vida gris sin ese amor tan buscado.

Es cierto, las estrellas de colores no aparecerán de la nada. El mundo no funciona así. Somos nosotros los que damos las pinceladas de color a nuestras vidas. Y esto solamente se logra manteniendo la fe y sabiendo que los cuentos de hadas no existen por arte de magia: los creamos nosotros con cada paso del camino.