domingo, 30 de diciembre de 2012

LOS MEJORES DÍAS DE NUESTRA VIDA


Me ha tocado la lotería de Navidad. Han sido sólo cien euros, que sin duda no me sacan de pobre, pero que se agradecen. Más aún en estas fechas llenas de gastos y excesos impuestos que no dan tregua, ni siquiera en crisis. El caso es que, en todos y cada uno de los nueve años que llevo trabajando en mi actual empresa, he comprado un décimo de Navidad, por si las moscas. Y éste es el primer año que hemos tenido algo de suerte. Es una mera cuestión de probabilidad matemática: lo más normal es que no te toque. Pero seguimos jugando, puesto que la otra cara de la moneda es que a alguien le tiene que tocar cada año... y ese alguien puede ser cualquiera de nosotros.

En estos días en los que el cambio de año se huele en el aire y las esperanzas de cosas mejores revolotean como mariposas en las conversaciones y las miradas de todos, he estado pensando mucho en cómo manejamos nuestras expectativas. Nos gusta pensar que tenemos el control suficiente sobre lo que nos acontece, sobre lo que entra y sale de nuestro paso por la Tierra... pero la realidad no es ésa. La verdad es que lo que controlamos es un porcentaje relativamente pequeño de lo que nos ocurre. El azar juega un papel importante - quizás demasiado importante para nuestro gusto - en el camino que sigue nuestra existencia. Como si de un juego de lotería se tratase, no tenemos manera de predecir lo que nos pasará mañana. Lo único que podemos hacer es conjeturar en base a probabilidades (es muy probable que mañana me levante y vaya a trabajar como todos los días, es muy poco probable que herede cien millones de euros, lo más probable es que me encuentre bien de salud, etc...). Sin embargo, la realidad es que estas probabilidades sólo son eso: posibilidades que siempre pueden ser sustituidas por otras cuando menos lo esperamos.


Lo malo es que tendemos a vivir nuestras vidas como si la mayoría de nuestras probabilidades fueran certezas. Inconscientemente, pensamos que nada va a cambiar, que todo va a seguir igual, que tanto lo bueno como lo malo que tenemos siempre va a estar con nosotros. Es falso: la vida cambia en un solo instante. El problema es que lo olvidamos demasiado a menudo. Vivimos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, cuando deberíamos vivir como si fuéramos a morir mañana. Paulo Coelho escribió: Todos moriremos algún día. Es mejor hacer como los viejos indios yaquis: usar la muerte como una consejera. Preguntarse siempre: "Ya que voy a morir, ¿qué debo hacer ahora?".

No es la primera vez que menciono a los indios yaquis en este blog. Y es que pienso que su filosofía de vida es la más recomendable... pero qué difícil es a veces conseguir aplicarla. Nuestros miedos, nuestras proyecciones hacia el pasado y el futuro, nuestra ansiedad por no tener todo lo que nos gustaría, nuestra prisa por llegar a donde queremos... hay miles de excusas para postergar la vida y pasar por ella de puntillas. Hay miles de razones para protegernos demasiado y miles de maneras de sufrir lo suficiente como para no darnos cuenta de que estos días - los que estamos viviendo - son los mejores días de nuestra vida.


Tienes tiempo para hacer todo lo que quieres, pero comienza a hacerlo. Tienes tiempo para amar con todas tus fuerzas, pero ama como si fuera el último día de tu vida. Tienes tiempo para conseguir todo lo que sueñas, pero disfruta de lo que te dan hoy, puesto que el hoy es tu única certeza.

En estos tiempos difíciles, las conversaciones de fin de año se centran en deseos de más alegría, más felicidad y una vida mejor para el 2013. Pero a pesar de la situación actual, hay que recordar que la vida sigue siendo ahora mismo. Proyectar hacia el futuro con demasiada intensidad nos puede hacer olvidar que la alegría real nace de nosotros mismos. Y por lo tanto, también está aquí hoy.
Merece la pena estar atentos para no perdérnosla.
¡Feliz 2013!





jueves, 13 de diciembre de 2012

EL EGO Y TODOS SUS COMPAÑEROS


Una de las cosas que he ido aprendiendo durante mis años en el teatro es que lo que se muestra de cara al público, lo que se ve desde fuera, no es más que una pequeñísima parte de la realidad, un mero fragmento de un todo mucho más amplio de lo que podríamos imaginar. El teatro - como todas las artes escénicas - es efímero: lo que se crea sólo permanece un momento y después desaparece para siempre. Nunca se volverá a repetir exactamente de la misma forma – esa interpretación, esa réplica, ese sentimiento nunca serán iguales. En esto radica su belleza, pero también la frustración con la que a veces se vive el oficio.

Por otro lado, detrás de ese mundo mágico que se crea sobre el escenario, exclusivo e inigualable, para ese público, en ese preciso instante, hay una cantidad de trabajo extraordinaria. Memorizar textos imposibles, las horas de ensayo, la búsqueda del personaje, la preparación del attrezzo, de la escenografía y del vestuario, el maquillaje, los efectos especiales... el trabajo del actor es relativamente agradecido, porque tras el esfuerzo viene el aplauso (y recibir el aplauso del público es una de las sensaciones más gratificantes que existe en el mundo). Sin embargo, el teatro está lleno de personas que trabajan tanto o más que los actores y que casi nunca reciben esa recompensa. Directores, productores, maquilladores, técnicos y encargados de backstage... son esos seres silenciosos que siempre están entre bambalinas, vestidos de negro y asegurándose de pasar totalmente desapercibidos. Pero la realidad es que, sin ellos, el teatro no existiría.


Alguna vez ya he mencionado en este blog que jamás he trabajado en una obra de teatro sin complicaciones, jamás he estado en una compañía sin problemas. Siempre los hay y es imposible evitarlos. En el teatro, como en todas las artes, ya sea por exceso o por carencia de aplausos, se manejan unos egos descomunales. Esto es parte de nuestra condición humana y se eleva a la máxima potencia en el mundo artístico. Los artistas tenemos cosas tan maravillosas como la pasión, la entrega y una sensibilidad maximizada gracias a años de oficio, pero nuestro lado oscuro es gigantesco y terrible e intenta salir a la luz con cada nuevo proyecto. De cada uno de nosotros depende el aprender a controlarlo.

En cualquier caso, la realidad es que en el teatro, como en la vida, lo que se aprecia a simple vista nunca cuenta la historia completa... detrás del telón de cada escenario, al igual que tras las puertas cerradas de cada hogar, hay egos y humildad silenciosa, Amor y odio, envidias y admiración, puñaladas traicioneras y actos de generosidad... un sinfín de pequeñas historias que completan el todo. En cada nueva vivencia, nos amenazan nuestro ego y todos sus compañeros: traumas, celos, miedo... fantasmas del pasado y del presente que nos anclan y no nos permiten progresar.


Quizás la única manera de asegurarnos de que no nos impiden seguir caminando es recordarnos a nosotros mismos – cada día y todas las veces que sean necesarias – que sólo son eso: fantasmas. No nos pueden hacer daño a menos que se lo permitamos. Las invenciones de nuestro ego sólo sirven para llenarnos de heridas y telarañas. Y el pasado es como un lastre que pesa – implacable - sobre nuestras posibilidades de comenzar de nuevo.

Puede que sea difícil que nuestros fantasmas se evaporen para siempre, pero nuestra determinación sí que puede conseguir dormirlos indefinidamente. Nuestro reto – y la llave a una parte importante de nuestra felicidad – es plantarles cara cada vez que intenten despertar, luchar contra ellos con nuestras mejores armas y seguir creando ese mundo en el que nuestro bienestar es mucho más importante que su existencia.