domingo, 31 de marzo de 2013

DOLCE FAR NIENTE...



Dicen que es fácil acostumbrarse a lo bueno. Por eso las vacaciones se hacen cortas, los ratos buenos se pasan volando y, siempre que estamos a gusto en una situación, desearíamos prolongarla hasta el infinito. Por otro lado, y dependiendo de las circunstancias, a veces también es muy fácil perderse en la vorágine del día a día, en el estrés del trabajo y las responsabilidades... Y es que las responsabilidades, entre otras cosas, tienen la terrible manía de multiplicarse espontáneamente: cuantas más aceptas, más aparecen. Por eso, si eres una persona activa, es muy probable que acabes llenando tus días de tal manera que no te quede tiempo para parar, descansar y disfrutar un poco del estupendo arte del dolce far niente.

Personalmente, pienso que la vida es cruelmente corta si tenemos en cuenta todo lo interesante, divertido y fascinante que nos ofrece para hacer... ¿cómo se supone que debemos encontrar el tiempo para hacer todo lo que queremos? ¿Cómo hacer para no perdernos nada por el camino? El hecho es que cuanto más vivo, más me planteo esta pregunta y, cuanto más experimento la vida, más deseo vivirla al máximo. Es como si me encontrara en una noria que no deja de girar y que, además, gira más y más rápido en directa proporción a la cantidad de cosas que añado a mi existencia. Es una sensación tremendamente emocionante, pero también abrumadora y - en ocasiones - bastante agotadora.

Entonces, ¿cómo saber cuándo debemos parar? ¿Cuándo merece la pena dejar de hacer, para poder tener la oportunidad de contemplar? Me he hecho esta pregunta durante esta Semana Santa. Tenía la semana libre (al menos en lo que se refiere a lo laboral) así que decidí pasar unos días con mis padres en su casa de la sierra. Me sorprendió lo mucho que me costó cortar el hilo del trabajo, las actividades y demás responsabilidades de mi vida diaria. Me pasé dos días corriendo de un lado a otro como una loca para dejar cosas hechas antes de marcharme y, una vez que subí al coche con mi perrita Julieta, subieron con nosotras mis dos móviles, mi portátil, una cantidad ridícula de cargadores, dos cuadernos de notas y el guión de la obra de teatro que estoy dirigiendo. Estaba claro que mi prioridad para la semana no era precisamente descansar.



El caso es que a veces no nos damos cuenta de lo cansados que estamos hasta que algo nos obliga a parar. Entonces nuestro cuerpo reacciona y nos hace ver que realmente necesitábamos ese alto en el camino... Yo amo de verdad todas las cosas que ocupan mi vida. Todo lo que está aquí, lo está porque yo así lo he elegido y no cambiaría ni eliminaría ninguna de las actividades a las que me dedico. Por eso, no me siento agotada, frustrada ni harta en ningún momento, ni siquiera cuando llego a casa a medianoche, tras un día entero sin parar y sabiendo que mañana debo levantarme a las siete en punto para empezar de nuevo. Ni siquiera cuando mis fines de semana desaparecen en un remolino de madrugones continuos y actividades que se alargan durante horas.



Habiendo dicho esto, admito que saber parar y permitirme un descanso nunca ha sido mi punto fuerte. Por eso, creo que tuve suerte cuando, durante el primer día que pasé en casa de mis padres, mi conexión a internet decidió dejar de funcionar repentinamente. Llevaba unas dos horas y media al teléfono con el servicio técnico de Vodafone cuando me di cuenta de lo ridícula que era la situación: estaba en la sierra, hacía un tiempo estupendo, no había pasado tiempo de calidad con mis padres desde hacía meses y los paseos con Julieta se habían ido volviendo cada vez más y más cortos por las prisas del día a día. Entonces entendí que podía utilizar ese fallo técnico como una llamada de atención, una oportunidad para parar, revaluar y hacer las cosas de forma diferente.

Colgué el teléfono, cerré el portátil y me senté en el salón a charlar con mis padres. En los días que siguieron, me dediqué a dar larguísimos paseos con Julieta, a comer bien, a dormir mucho y a disfrutar - por una vez - de no hacer absolutamente nada. No es algo que pueda ni quiera hacer siempre, pero mi cuerpo y mi mente lo necesitaban (las doce horas que dormía cada día fueron buena prueba de ello) y tanto yo misma como todos a mi alrededor - incluída Julieta - lo agradecimos.



Ahora estoy de vuelta en Madrid, es Domingo y mañana hay que volver a la vida real. Y me apetece hacerlo. Pero estoy intentando dejar que un poquito de dolce far niente se cuele en los pequeños espacios de tiempo que me permiten mis ajetreados días. Y es que hay ocasiones en las que lo más fascinante y placentero que nos ofrece la vida es el hecho de parar, mirar alrededor y simplemente contemplar - durante un rato - nuestra milagrosa existencia.

miércoles, 13 de marzo de 2013

AFORTUNADA



Mi hermana se ha casado. A la alegría que viene de la mano de cualquier boda se une la felicidad por el hecho de que esto es algo que ella había deseado desde hace tiempo, así como el placer de comprobar - en vivo y en directo y sin lugar a dudas - el gran amor que sienten el uno por el otro ella y su recién estrenado marido.

En los días anteriores a la boda, llovió mucho en Madrid, algo a lo que no estamos acostumbrados y que en este caso venía en el momento menos propicio. Dejamos de contar las veces que oímos a alguien decir: novia mojada, novia afortunada y nos resignamos a adaptarnos a lo que viniera puesto que, después de todo, estábamos celebrando una boda en invierno y, en cualquier caso, las posibles consecuencias tampoco eran graves.

El día de la boda, mi madre y yo nos levantamos temprano y comprobamos que, efectivamente, llovía más que nunca. Sin embargo, en la hora que tardamos en arreglarnos y prepararnos para salir de casa, pasó lo inesperado: las nubes desaparecieron como por arte de magia, el cielo encapotado dio paso a un cielo azul perfecto y el sol comenzó a brillar como en un día de primavera. Así que finalmente no hubo novia mojada y, sin embargo, no hizo falta mucho esfuerzo para ver que era una novia realmente afortunada. Durante la ceremonia y la celebración, yo no podía dejar de pensar en la suerte que teníamos todos, los novios, sus familias, sus seres queridos... suerte de estar allí, de querernos, de poder celebrar la felicidad de los nuestros, de estar sanos, de estar presentes, de estar juntos.



Mi familia ha recorrido muchos y muy arduos caminos desde nuestra salida de Irán hasta hoy... pero nunca - ni en los peores momentos - hemos dejado de ser una familia realmente afortunada: por tenernos los unos a los otros, así como por tener la fuerza y el valor de labrarnos una vida con cada nuevo día. Hasta hace poco tiempo, tenía que recordarme esto a mí misma una y otra vez, porque se me olvidaba demasiado a menudo. Pero ahora, tras estos años de trabajo personal, lo tengo presente de manera casi permanente y soy cada vez más consciente de ello.

Como era de esperar, en la boda de mi hermana me hicieron la misma pregunta unas cincuenta veces: y tú, ¿para cuándo? Yo, que nunca he creído en el matrimonio y que no me he vuelto a imaginar a mí misma casándome desde que tenía ocho años y jugaba a la bodas con mis amigas, oí lo mismo tantas veces que tuve que terminar haciendo un huequito en mi mente para el tema.



Yo, que no creo en el para siempre; yo, que ansío ser cada vez más libre; yo, que siempre he sido la mujer que los hombres desean, pero que ningún hombre ama... ¿qué significado tiene realmente ese para cuándo en mi existencia? ¿Me molesta que la respuesta más probable a esa pregunta sea para nunca? Y lo que es más importante, ¿estoy dispuesta a sacrificar aquellas partes de mí que convierten esa respuesta en realidad?

Los últimos días han hecho que me replantee las cosas una vez más. Y aunque me resulte cansado y tedioso tener que volver siempre sobre el mismo tema en mi cabeza, creo que es positivo que sea capaz de volver a plantearme mis decisiones y de abrirme a otras posibilidades. Aún más positivo es el hecho de que mi conclusión siempre es la misma. En estos días he vuelto a confirmar que elijo (una y cien veces) ser fiel a mí misma antes que enterrarme y esconderme para evitar estar sola.

Puede que las posibles consecuencias de mi elección no me entusiasmen, pero las acepto. En lugar de derrumbar una parte de mí, elijo derrumbar los prejuicios, las ideas preconcebidas y el anquilosado inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Y que la vida, que siempre nos ha dejado a mí y a mis seres queridos donde teníamos que estar, se encargue de hacer el resto.