miércoles, 31 de julio de 2013

RITUAL Y CELEBRACIÓN

Ayer se cumplieron cuarenta días desde la muerte de mi padre. En Irán, siguiendo las tradiciones del rito musulmán, los cuarenta días se celebran yendo al cementerio y llevando flores, dátiles y halva... También se reparte comida entre los pobres o se da dinero a alguna organización de caridad. Lo cierto es que yo no había vuelto al cementerio desde el día en el que esparcimos las cenizas. No me he sentido preparada para hacerlo y, por otro lado, no me parece necesario visitar el cementerio para estar con mi padre. Por lo que a mí respecta, él no está allí desde que abandonó su cuerpo físico. En realidad, yo le sigo sintiendo a mi lado en cada momento, me acompaña allá donde voy. Le siento envolviéndome como un escudo de protección que casi puedo palpar.

Al levantarme ayer sabiendo que tocaba ir al cementerio, sentí angustia. Y es que el acto de visitar a nuestros muertos también lo vivimos como algo triste, entramos en el cementerio con solemnidad, serios, nos quedamos en silencio y después lloramos desconsolados delante de una tumba o de unas cenizas. Pensando en ello ayer, me di cuenta de que esta práctica, en realidad, no tiene ningún sentido. Comprendo que es uno de tantos rituales que hemos creado y que el ser humano necesita en ciertos momentos de la vida. Pero quizás habría que perder el miedo a crear nuevos rituales, a personalizarlos, a vivirlos como nos dicte nuestro corazón y no como se supone que debemos hacerlo. Mi padre no era una persona triste. Su vida tampoco lo fue. Ni nuestra relación. Por lo tanto, no creo que deba recordarle con lágrimas amargas de tristeza.


Ayer me planteé no ir al cementerio, pero finalmente decidí honrar la tradición. Sin embargo, lo hice a mi manera. Cuando llegué al sitio donde están esparcidas sus cenizas, no abrí el camino a la tristeza de haberle perdido. En lugar de eso, recreé en mi mente recuerdos felices de él: momentos en los que reía su risa contagiosa, momentos en los que cantaba, bailaba, hacía el payaso, momentos felices o importantes de la vida que compartimos... Y en lugar de llorar, sonreí.

Facundo Cabral decía que en la vida no perdemos nada, porque todo nos fue dado. También decía que no perdemos a nadie, porque el que muere solamente se nos adelanta, ya que por ese mismo camino vamos todos. En este tiempo he estado pensando en este concepto de pérdida de un ser querido y, aunque la sensación es totalmente natural e inevitable, creo que estoy de acuerdo con la opinión de Cabral. Por muy triste o angustioso que sea el vacío que deja esa persona, no debemos olvidar que la muerte es una parte más de la vida. Y creo que merece la pena intentar mirar las cosas desde otra perspectiva y decidir vivir celebrando la maravillosa existencia de quien ya no está físicamente con nosotros. Nada va a hacer desaparecer ese vacío, pero nosotros tenemos el poder de decidir cómo vivimos con ello.

El escudo de protección que siento a mi alrededor desde que mi padre murió es la energía de su Amor. Y eso es lo único que sobrevive a todos y a todo, lo que nunca desaparece, lo que prevalece sobre los agobios, prejuicios y angustias de nuestra mente, lo único que queda cuando lo físico y lo material ya no están. Todo lo demás es prestado, pasajero.

Si conseguimos recordar la esencia de lo que realmente importa, todo lo que vivimos tiene sentido.

martes, 16 de julio de 2013

PIEDRAS EN EL CAMINO

La muerte de un ser querido nos cambia. Como ocurre con cualquier acontecimiento importante, experimentar la muerte tan de cerca mueve muchas cosas en nuestro interior. Me ha sorprendido descubrir que nos puede hacer mucho más fuertes, más sensibles, más empáticos, más humanos. También puede hacer que demos más valor a nuestra existencia, que la cuidemos y disfrutemos más. Sin embargo, lo cierto es que el ser humano (sobre todo en occidente) tiene una relación bastante malsana con la muerte. No la solemos aceptar como lo que es: una parte natural de la vida, una transición exactamente igual a la de nacer. El despojarnos de este traje que es nuestra forma física se convierte por lo tanto en una gran tragedia de nuestra existencia. Tanto es así, que algunos viven el resto de sus vidas enganchados por completo al vacío que ha dejado la persona que se ha marchado.


El dolor, la tristeza y la nostalgia que acompañan a la pérdida pueden venir de la mano de muchas - y muy turbulentas - sensaciones: miedo, descontrol, obsesiones, hipocondria. Así como todo lo mejor de nosotros puede salir a la luz en estas difíciles situaciones, lo peor también está allí, acechando, esperando para mostrar su feo rostro y para apoderarse de nosotros en cuanto bajemos la guardia. Es muy fácil caer en la trampa. Nuestras defensas (tanto físicas como emocionales) están bajo mínimos y nos sentimos débiles (aunque no lo seamos). Entonces empiezan a atormentarnos decenas de pensamientos que se suceden en nuestra mente como imágenes de una película: el mundo es un lugar cruel y lleno de peligros, todo lo que tenemos puede ser destruido en cualquier momento, nuestra salud de hoy no garantiza la de mañana y quién sabe qué será de todos nuestros sueños, planes e ilusiones dentro de un año... la muerte amenaza con quitarnos todo lo que nos importa en cualquier momento.

Lo curioso de todo esto es que es la realidad. Es totalmente cierto que no sabemos lo que nos va a ocurrir mañana. Siempre he dicho que ésta es una verdad de la que debemos ser conscientes, siempre, no sólo cuando nos enfrentamos con la muerte de cerca. Lo importante es tenerla presente en todo momento y vivir nuestra vida hoy, porque el mañana no es una garantía. Nada lo es. Lo único que tenemos es el ahora.

Pero en las últimas semanas me he dado cuenta de que, aunque vivamos de esta manera (yo siempre intento hacerlo), jamás somos tan perfectamente conscientes de ello como cuando nos encontramos con la muerte de verdad. Y es que experimentar la muerte de quienes amamos hace que nos enfrentemos también a nuestra propia mortalidad. Sin distracciones. Sin pretextos. De pronto la tenemos aquí, ante nosotros, tan clara, tan cercana y tan irremediable que nos asusta.


¿Y qué hacer con esta realidad? ¿Protegernos al máximo, preocuparnos hasta la saciedad por nuestras posibles enfermedades, accidentes y demás tragedias? O por el contrario, ¿vivir deprisa, sin pararnos a pensar, como si no hubiera un mañana? Lo que me ha quedado totalmente claro en estas semanas es que la vida tiene su propio plan, que hay cosas en las que uno - simplemente - no puede burlar al destino, que lo que tenga que pasar, pasará, y no será ni un momento antes ni un momento después de cuando toca. Tan sencillo como eso. ¿Y cuál es nuestro trabajo? Pues vivir. Cuidarnos, por supuesto. Disfrutar, sin duda. Pero sobre todo, tener claro lo que merece la pena, los sentimientos que hay que cuidar, las sensaciones que hay que controlar, las acciones que hay que tomar y cuándo debemos olvidarnos de todo eso, dejarnos ir y dejar a la vida hacer.


Quien dijo que no somos lo que nos pasa, sino lo que sentimos y hacemos con lo que nos pasa, sabía de lo que hablaba. Y lo que he aprendido es que siempre, siempre, hay una opción mejor que quedarnos quietos y dejarnos vencer. SIEMPRE. Hay que seguir caminando, aunque vayamos más lentos, aunque parezca que no avanzamos, aunque el camino sea duro y gris, aunque esté lleno de piedras que dificultan nuestro trayecto. Mientras no nos paremos, llegará un día en el que, contra todo pronóstico, nuestro corazón comenzará a latir como antes y volveremos a sentirnos bien.

Como dijo Fernando Pessoa: ¿Piedras en el camino? Las guardo todas... algún día construiré un castillo.