martes, 30 de diciembre de 2014

EN MUCHAS DIRECCIONES

Se termina otro año. A veces me resulta realmente terrorífico lo rápido que pasa el tiempo. Cada vez más. Cuando éramos pequeños, un día era una eternidad. Nos parecía que no íbamos a soportar tener que esperar hasta el día siguiente (nuestro cumpleaños, Navidad, la vuelta al cole, el comienzo de las vacaciones), porque cada minuto era elástico y se estiraba hasta el infinito. Los veranos - esos mismos con los que ahora haríamos mil y una cosas maravillosas - se nos hacían eternos porque nos aburríamos como setas. Queríamos volver al cole, ver a nuestros amigos, jugar, comprar libros que olían a nuevo, lápices con la punta perfectamente afilada y cuadernos impolutos.


Pero cuantos más años cumplimos, más veloz se nos antoja el tiempo. Un día de veinticuatro horas es corto para hacer todo lo que queremos y un año vuela a una velocidad que da vértigo. Mi frustración personal con todo esto es que el tiempo es demasiado rápido y la vida - sin embargo - parece lentísima. Al menos ésa es mi impresión. El tiempo pasa, inexorable, y las cosas que tengo entre manos, las que me gustaría hacer, mis proyectos y mis sueños, parecen progresar a velocidad de tortuga. 

Siempre se dice que la razón por la cual los niños perciben el tiempo de una manera tan diferente es que han vivido menos años y, por lo tanto, sus referencias temporales son distintas a las de un adulto. No dudo de que así sea. Pero también se me ocurre que los niños lo perciben todo de manera diferente porque viven en un micro-mundo radicalmente distinto al nuestro. Ellos son puros, nuevos, aún no están contaminados por objetivos, prejuicios y programaciones mentales. Y me parece que quizás ésta sea otra razón por la cual la vida les parece más larga: porque no tienen más planes que vivirla.

Estos días he estado disfrutando de algo de tiempo de descanso. He tenido algunos días de vacaciones en la oficina y eso me ha permitido dormir, recuperar fuerzas y plantearme las cosas de una manera lógica y coherente, sin el atenuante del cansancio y el estrés nublando mi juicio. Distanciarme del remolino de trabajo en el que he vivido inmersa durante todo este año me ha venido muy bien pero, por otro lado, también ha resultado algo peligroso... porque cuando paramos y nos damos tiempo de pensar y de observar nuestra vida, corremos el riesgo de caer en la duda, en la impaciencia y en la desesperanza. 


Sin embargo, yo finalmente he llegado a una gran conclusión: mi mejor opción, la que más feliz me va a hacer, es aceptar esa supuesta lentitud en mis sueños y objetivos, abrazarla como a una amiga y dejarme llevar por su vaivén. Y es que, por mucho que me impaciente, por mucho que piense, me desespere y siga planeando como una loca, las cosas no van a ir más rápido de lo que deben. La vida va a su ritmo y eso no lo puedo cambiar. Por supuesto que seguiré trabajando y creando mi camino, pero he decidido aparcar las frustraciones. No las quiero. No me sirven para nada. Lo único que consiguen es evitar que disfrute de mi día a día. Y la realidad (¿para qué engañarnos?) es que si perdemos la felicidad del camino, lo perdemos todo. 

Federico Fellini decía: "hay que vivir de manera esférica, en muchas direcciones. Nunca pierdas tu entusiasmo infantil... y las cosas llegarán a tu vida". No se me ocurre mejor consejo para comenzar un nuevo año. No sé cuándo llegaré a mis objetivos soñados. Lo único que sé es que la esfera de mi vida es rica y emocionante y está llena de cosas que nada tienen que ver con esos objetivos. Por lo tanto, mi mejor baza es comenzar el 2015 con el entusiasmo de una niña... 
... y los objetivos, que vengan: aquí los espero.
¡Feliz 2015 a todos!


jueves, 27 de noviembre de 2014

ÁMAME COMO QUIERAS


Hace unos días cumplí treinta y cinco años. Entre las numerosas felicitaciones (es lo que tiene la era de Facebook, que todo evento o fecha señalada se eleva a la enésima potencia) alguien me preguntó si me sentía más sabia. No era más que una broma, un comentario divertido añadido al mensaje de felicitación, pero me hizo pensar. ¿Me he vuelto más sabia con los años? ¿He aprendido algo importante? ¿O, mas bien, he seguido cometiendo los mismos errores que cometía en mi veintena? ¿Habrá cosas que nunca aprenderé, que me seguirán pesando sobre los hombros año tras año, sin que pueda evitarlo?

El caso es que los treinta y cinco me han pillado de sorpresa, como si no me hubiese dado cuenta hasta ahora de que me iba haciendo cada año un poquito mayor. En los días anteriores a la fecha, de pronto fui tremendamente consciente de que no voy a ser joven para siempre, de que el tiempo va pasando, implacable, llevándose consigo deseos y sueños por cumplir. Y me pareció de repente que podía haber hecho mucho más con estos años, que podía haber disfrutado más, haberme preocupado menos, haber sido más alegre, menos seria, más tontorrona, menos responsable.

Sin embargo, lo que suele ocurrir en estos casos es que, tras el agobio inicial, tras el día señalado, tras la fiesta,  tras las emociones y los regalos y los deseos cumpleañeros... todo vuelve a su cauce y podemos recapacitar. Y sólo entonces podemos hacer un análisis real y sincero de los años que hemos dejado atrás.


Y, al hacerlo, yo me he dado cuenta de que - afortunadamente - he vivido como he querido vivir. Es cierto que he tenido (y sigo teniendo) mis preocupaciones excesivas, mis paranoias, mis neurosis... Pero, al fin y al cabo, cuando he querido conseguir algo, he ido a por ello; cuando he querido vivir una experiencia, lo he hecho, sin esperar que llegara a través de otra persona o caída del cielo por milagro.

Durante mi mini-crisis existencial, tuve la idea de hacer una lista de treinta y cinco sueños que quiero cumplir durante este año. Y la verdad es que me costó una barbaridad redactarla. La razón fue, precisamente, que no me suelo dejar cosas pendientes para más tarde: si tengo un sueño, lo cumplo (o al menos lo intento). Y aunque esto resultara frustrante durante la redacción de la lista, fue maravilloso darme cuenta de que era así porque cumplo mis sueños día a día.

En estos días también he recordado - más que nunca - que mi vida siempre ha estado llena de Amor. Ha venido de cientos de maneras distintas, pero siempre ha estado aquí, omnipresente en mi existencia, fuerte, infinito e inamovible. Y quizás lo que sí he aprendido en estos años (será que sí me he vuelto algo más sabia) es que todas esas formas de Amor son únicas e irrepetibles y que cada ser que habita a nuestro lado nos ama como sabe, como puede, como quiere. Y así es como tiene que ser. Padres, madres, hermanos, parejas, animales, amigos que siempre están presentes, hijos, compañeros, amigos lejanos, amigos que vuelven... todos nos quieren a su manera, igual que nosotros les queremos a la nuestra. Solamente cuando entendemos esto, somos capaces de dejarnos amar con libertad y de devolver ese amor de manera completa, sin condiciones, sin ataduras y sin caducidad.

Y se me ocurre que, en mi treinta y cinco cumpleaños, ser consciente de esto es sin duda alguna el mejor de los regalos.


lunes, 27 de octubre de 2014

SE HACE CAMINO AL ANDAR


Hace unos días se cumplieron seis meses desde que me cambié de trabajo. El cambio vino casi sin querer, inesperado. Mi idea original era continuar en mi empresa de hace diez años hasta que pudiera dar el salto a mi propio proyecto profesional. Pero si algo me ha quedado claro en los últimos tiempos es que la vida casi nunca sale como nos habíamos imaginado. Para bien o para mal, ella te lleva por su propio camino y los planes... bueno, los planes son sólo eso. 

El caso es que desde que comencé en esta nueva empresa, tomé la decisión de pasar un día a la semana en la oficina de Madrid (en lugar de trabajar en casa, como hago normalmente) para tener algo de contacto con mis compañeros y hacer un poquito de vida social en el contexto laboral. No me arrepiento de la decisión. Afortunadamente, el ambiente en mi nueva empresa es bueno, mis compañeros son amables y divertidos y, en general, me gusta pasar esa pequeña parte de mi semana laboral con ellos. 

El único contratiempo, en mi caso, ha venido a la hora comer. Siendo vegana, la oferta alimenticia en los locales que rodean nuestra oficina es mas bien escasa para mí. Mis compañeros, que sin compartir mis principios y mi forma de vida se han mostrado siempre totalmente respetuosos con todo ello, han intentado por todos los medios buscar un sitio donde podamos comer todos con tranquilidad. Pero, poco a poco, hemos tenido que ir descartando hasta llegar a la conclusión de que, aparentemente, la cosa es imposible. Evidentemente, esto no me agrada, porque la razón por la que vengo a la oficina es precisamente poder pasar tiempo de calidad con mis compañeros (y hacerlo cuando todos tenemos las cabezas metidas en la pantalla del ordenador no es ideal). Sin embargo, en ningún momento me he sentido frustrada, enfadada o triste por la situación: ni viéndome obligada a comer sola, ni teniendo que aguantar los malos modos de algunos camareros. La razón es, básicamente, mi total convencimiento acerca de la forma de vida que he escogido. Hoy, sentada en el parque que rodea nuestro edificio, disfrutando de mi comida y de un sol maravilloso, pensaba en todas las otras personas que, como yo, eligen cada día vivir de manera consecuente con las cosas en las que creen y se me ocurría que, paso a paso, persona a persona, irán cambiando las cosas. De hecho, ya se ven muchos cambios en las ofertas alimenticias de restaurantes y tiendas de nuestro país. El cambio es lento (lucha contra siglos de hábitos alimenticios y culturales) pero yo estoy convencida de que, aunque a veces parezca que todo es en balde, el camino se hace andando y nunca hay que desistir.


Esto es aplicable a todos los ámbitos de nuestra vida. Personalmente, acabo de pasar unas semanas complicadas, tristes... de esas épocas en las que realmente no sabes lo que quieres, por qué lo quieres, a dónde dirigirte ni cómo llegar. Pero gracias a ello también he acabado entendiendo por fin lo que quiere decir eso de que la felicidad es una decisión. Siempre había creído entenderlo, pero lo hacía desde un lugar intelectual, cerebral. En estos días lo he entendido de manera visceral, instintiva. 

Hace poco, mi amiga Yolanda compartió un artículo conmigo que hablaba de echarle ganas a la vida; decía lo siguiente: 

Las ganas de levantarte por la mañana después de un mes de infierno y decir "hoy sí, hoy me como el mundo". Y te lo comes. Punto. Así de fácil. *

Y es que realmente es así. Así de fácil. Porque como andemos esperando a que la vida se nos arregle para ser felices, vamos listos. Es más, si andamos esperando a resolver cosas en nuestra cabeza para ser felices, también estamos perdidos. Yo solía necesitar tenerlo todo claro en mi mente para poder estar tranquila. Andaba todo el día resolviendo, haciendo esquemas y planes en mi cabeza. Y hasta que no quedaba todo claro - aunque sólo estuviera claro en mi cabeza - no me quedaba a gusto. Pero he entendido el increíble peligro de hacer esto: y es que mientras tú te haces tus esquemas mentales - como quien no quiere la cosa - la vida pasa de largo y tú ni te has enterado. 

No hay caminos establecidos. Hasta los que se dibujan nítidos delante de nosotros cambian en un segundo. El asfalto se convierte en arenas movedizas, la luz se vuelve oscuridad, el sol da paso a lluvia torrencial. Todo, de un momento a otro. Hay que recordar que el camino no está delante de nosotros: nosotros somos el camino. Lo creamos al andar. Por eso hay que seguir levantándose tras ese mes difícil y decidir comerte el mundo. Por eso hay que seguir saliendo de casa aunque lo que nos apetezca sea meternos bajo el edredón y que nos avisen cuando la realidad se vuelva bonita. Por eso hay que crear momentos felices, porque nadie es responsable de nuestra felicidad excepto nosotros mismos. La verdadera libertad está en tomar esa decisión cada mañana, en borrar el camino y dibujarlo de nuevo con nuestros propios pasos. Y entonces, sólo entonces - de manera totalmente mágica y espectacular - toda nuestra realidad cambia.


Artículo completo: http://loqueellosnosaben.com/2014/10/23/las-cosas-que-no-tienen-precio/

domingo, 21 de septiembre de 2014

LOS AÑOS DORADOS


Mi madre se va a ir de vacaciones a Galicia. Se va con el Imserso y le sale por dos duros. El otro día me lo contaba y yo me maravillaba - una vez más - de la vida tranquila y feliz que lleva ahora, sin grandes responsabilidades, sin estrés, sin horarios de trabajo imposibles... Claro que, para conseguir esto, ha estado toda la vida trabajando: levantándose a las cinco de la mañana para coger dos autobuses al trabajo y lidiando con niños de colegio todo el día, para luego coger de nuevo esos dos autobuses y volver a casa para hacer la cena, lidiar con dos hijas, hacer la comida del día siguiente e irse a la cama a medianoche, para repetir todo el proceso otra vez al día siguiente.

El otro día me puse a pensar en lo injusto que es eso. No me refiero a que no me parezca bien que, para disfrutar de la jubilación, tengamos que trabajar. A lo que me refiero es a la injusticia vital de que los mejores años, los años dorados, los que transcurren sin responsabilidades laborales, los que nos sirven para descansar, para disfrutar, para dedicarnos a la buena vida, vengan tan tarde, que vengan al final, cuando menos podemos disfrutarlos, porque ni el cuerpo ni las ganas nos dan ya para todo lo que nos daban cuando teníamos treinta.

En estos meses en los que me he dedicado en cuerpo y alma a lanzar mi nuevo proyecto profesional, he pensado mucho en todo esto. En cómo nos dejamos la piel trabajando, corriendo tras nuestros sueños (sean los que sean) durante los mejores años de nuestra vida. Estoy a punto de cumplir treinta y cinco años, lo cual para mí (no me preguntéis por qué) marca un hito, una separación, el fin de una parte de mi vida y el comienzo de otra. Creo firmemente en que éstos son, sin duda, los mejores años de mi vida: soy joven, estoy sana y en forma y tengo energía máxima para dedicarme a lo que yo quiera. A veces, cuando termino mi día a las 02:00 de la madrugada, agotada de mirar la pantalla del ordenador, agotada de cursos de formación, de diseño de páginas web, de publicidad, de buscar maneras de captar clientes, de hurgar buscando la mejor estrategia de marketing... me pregunto si realmente merece la pena, si esto es lo que se supone que tengo que estar haciendo con mis mejores años. ¿Realmente me toca pasarme los Sábados por la noche metida en foros de discusión de un curso de nutrición? ¿Me toca sacrificar mis vacaciones de verano para dedicarme a fomentar mi empresa? ¿Realmente me toca invertir toda la energía fresca y arrolladora de mis treinta y cinco años en este sueño?

¿O quizás haría mejor despreocupándome de todo? Podría dejar de ahorrar para la empresa y dedicar todo mi dinero a viajar durante las vacaciones, como he hecho hasta ahora. Podría dejar de preocuparme todos los días por algo, de perder sueño pensando en el siguiente paso. Podría pasar mis fines de semana saliendo a tomar copas (las más caras, porque no haría falta mirar el dinero), quedando con mis amigos, yendo al cine y al teatro. Me pondría guapa todos los días porque siempre habría algún sitio donde ir, alguna quedada a la que acudir. Los moños mal hechos y las gafas y la ropa cómoda de estar en casa (delante del maldito ordenador) pasarían a la historia. Saldría y viviría Madrid y bailaría en sus calles y quizás hasta conocería a alguien que bailara conmigo... y quizás, algún día, dejaría de dormir sola.


Pero no estoy haciendo nada de eso. Éstos, los mejores años de mi vida, los estoy dedicando a algo muy bonito, pero muy difícil y muy solitario. Es algo que sé que quiero, sin la menor duda... y sin embargo... qué duro se hace a veces.

No voy a cambiar mi estrategia porque sé que estoy haciendo lo correcto, lo que realmente quiero hacer, lo que me toca. Pero me he dado cuenta de que debo evitar que estos años se desperdicien en el intento. Es algo que me cuesta mucho: una vez que comienzo a correr, es difícil pararme. Pero en el fondo sé también que la única manera de que esto salga adelante, la manera de que funcione y, sobre todo, de que merezca la pena, es disfrutar el camino.

Así que quizás tenga que adaptarme un poco. Ponerme un moño bien hecho y pintarme los labios todos los días, aunque sólo salga a comprar el pan. Alejarme un poco, aunque sólo sea un fin de semana. Dar descanso a mis ojos mirando la pantalla de un cine en lugar de la de un ordenador. Y bailar en las calles de Madrid, aunque lo haga sola.

Puede que estos años no sean como me los había imaginado, pero eso no quiere decir que tengan que brillar menos. Se me ocurre que lo único realmente importante es que nuestras decisiones vitales vengan directamente desde nuestro corazón. Si estamos convencidos de eso, lo mejor que podemos hacer es seguir viviéndolas... e intentar disfrutar al máximo de las imperfecciones de nuestro camino.




lunes, 18 de agosto de 2014

EL COMPROMISO


Hace unos días, tuve una cita. No era exactamente una cita a ciegas, pero el hombre en cuestión y yo casi no nos conocíamos (sólo de vista), así que se puede decir que era algo muy parecido. Quedamos en una terraza del centro para tomar unas cervezas. Y a mí me pasó algo diferente en esta cita. Algo que nunca me había pasado antes. Por primera vez, en toda mi vida, no me pasé la cita pensando en si le estaría gustando a ese hombre o no. En lo único en lo que pensé en ese par de horas fue en si él me estaba gustando a mí. 

Creo que en general todos, en una situación así, intentamos agradar. Pero cuando eres una persona con un largo historial de decepciones e inseguridades en el terreno sentimental, ese intentar agradar se convierte en una verdadera trampa de la cual es muy difícil escapar. Por lo tanto, el patrón se repite, una y otra vez, cita tras cita. Es una bola de nieve que no deja de crecer, un pequeño gran desastre. Por eso, para mí fue toda una alegría volver a casa y darme cuenta de que al fin había roto ese patrón. 

Lo curioso de dejar de pensar en cómo agradar y fijarte en lo que está pasando a tu alrededor, es que te abre muchísimo los ojos a la realidad. De esta forma, fui capaz de darme cuenta (a tiempo) de que ese hombre no me hizo ni una pregunta sobre mí durante todo el tiempo que pasamos juntos. No me preguntó a qué me dedico ni a qué me gustaría dedicarme, no me preguntó nada sobre mi familia, ni sobre mis pasiones, mis gustos, mis sueños, mis aspiraciones. Nada. Cero. Las pocas preguntas que me hizo tenían un propósito claro: dirigir la conversación hacia él y hacia lo que a él le interesaba. 

Por eso, cuando quedó claro que quería que nos viéramos otra vez, yo sabía con seguridad que no era precisamente por mi arrolladora personalidad. En los días que siguieron a esa cita, aproveché el molde roto de mi patrón sentimental para revisitar mis anteriores relaciones. Pensé en todos los hombres que, como éste, pasaron horas sentados al otro lado de la mesa de un restaurante, haciendo conversación mediocre, porque en lo único en lo que estaban pensando era en quitarme la ropa. Pensé en todos aquellos que nunca me preguntaron nada real sobre mí, que decidieron que no merecía la pena conocerme. Pensé en todos los que me han visto y me ven como una tía buena, una pin-up, una foto sensual, un objeto erótico, sin ir más allá. Pero sobre todo, pensé en mí, en mi parte de responsabilidad en mi historial sentimental. Y me di cuenta de que, aunque yo no soy responsable de lo que piensan, sienten o hacen los demás, sí soy responsable de lo que les permito que me hagan sentir a mí. Pensé en todas aquellas veces en las que, en lugar de comprometerme conmigo misma, con mis deseos y con mis valores, lo hice con la situación en la que estaba, ignorando mis propios límites y, por lo tanto, no haciéndolos respetar. 

Y entonces vi claramente cómo, delante de mis propios ojos, el molde de ese patrón de relaciones indeseables caía al suelo y se hacía mil añicos con un estruendo espectacular. 

Y es que a veces, ya sea en el terreno sentimental, ya sea en el laboral, en el familiar o en cualquier otro, sin darnos cuenta, creamos nuestra propia realidad de la peor forma posible. Vamos empujando nuestros límites, moviéndolos, abriéndolos, cada vez un poquito más, sin entender que, cada vez que lo hacemos, estamos siendo infieles a la relación más importante de nuestras vidas: la que tenemos con nosotros mismos. Puede que suene trillado y algo cliché, pero el hecho es que una vez que comprendemos esto de verdad, nuestra realidad da un giro de 180 grados. 

Mi compromiso conmigo misma ya no me permite alargar citas que me aburren, ni aceptar cosas que no me convencen, ni cerrar la boca cuando tengo algo que decir. Mi compromiso es el que hace que no aguante ni un comentario lascivo en la calle sin responder, que haya perdido el miedo a parecer borde, feminista, maleducada, burda. También es el que hace que me siga poniendo lo que me da la gana, que disfrute de mi cuerpo, que viva con orgullo mi belleza. Porque mi compromiso no tiene que ver con los hombres que han pasado por mi vida ni con los que pasarán; no tiene nada que ver con el que se siente con derecho a silbarme por la calle como si fuera un perro, ni con el que decide que si soy sexual no puedo ser también intelectual/emocional/pareja/madre/persona. Tampoco tiene que ver con los que se permiten decirme que debería esconder mi sexualidad para que los hombres me tomen en serio. No tiene que ver con ninguna de estas personas. 

Mi compromiso tiene que ver conmigo. De alguna manera, con tiempo y esfuerzo, he llegado a este punto de equilibrio y me he jurado completa fidelidad: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en mis aciertos y en mis errores, cuando me adore y cuando me odie, cuando esté gorda, cuando esté flaca, cuando me vea fea y cuando me vea guapa... me he entregado a mí misma y he prometido amarme y honrarme, pase lo que pase, durante todos los días de mi vida.



domingo, 20 de julio de 2014

MENTE MARAVILLOSA, MALDITA MENTE


El ser humano es un animal relativamente evolucionado, particularmente en lo que se refiere al raciocinio, a la capacidad de nuestro cerebro para asimilar información, recordar, razonar y pensar de manera lógica. Desafortunadamente, esta misma capacidad nos hace vulnerables: lo que pensamos sobre las cosas que nos ocurren durante nuestra existencia determina lo que sentimos. Y lo que sentimos, en muchas ocasiones, produce en nosotros un sufrimiento emocional que otros animales quizás no lleguen a sentir de la misma forma. Porque, tal y como las demás especies sienten empatía, amor, miedo, tristeza y todo el espectro de emociones que sentimos los humanos, se libran de ese come come, de esa pequeña gran maldición de nuestro cerebro, que es capaz de dar vueltas a un mismo tema hasta el infinito y más allá. 
Somos vulnerables, porque a veces somos incapaces de dejar el pasado donde le corresponde, de obviar el futuro hasta que llegue o de evitar pasarnos la noche despiertos preocupándonos por cosas que quizás nunca ocurran y que, de cualquier forma, no podemos controlar. ¿Qué queréis que os diga? Hay pocos regalos que no vengan con ataduras, y ésta es la gran atadura de ese maravilloso regalo que es nuestra mente. 

A menudo me pregunto si será realmente posible dejarlo estar. Simplemente, soltar. Soltarlo todo. Nuestros miedos, nuestras inseguridades, nuestras pequeñas y grandes desgracias. Tirarlo todo por la ventana y, sencillamente, vivir. Creo que no he conocido a ninguna persona de mi mundo que lo haya logrado por completo. Hay gente que se acerca y pienso que cada uno de nosotros se acerca un poquito más en ciertos momentos de la vida. Por lo demás, la atadura es fuerte y difícil de romper. 

A veces, experimentamos pequeñas victorias. Por mi parte, en las últimas semanas - a base de varios encontronazos bastante desagradables - creo que por fin he aprendido a que no me importe lo que piense la gente de mí. No ha sido cosa de un día, pero estos encontronazos han sido la chispa que al fin ha desatado el cambio. Por fin he perdido el miedo a decir No, el miedo al qué dirán, a lo que pueden pensar de mí, a decepcionar a unos o a otros. 

Del mismo modo, tras mucho tira y afloja conmigo misma con respecto a mi aspecto físico, durante el cual he ido cambiando mis hábitos alimenticios y mi rutina de ejercicio, así como los caminos por los que merodea mi mente, ahora siento que al fin estoy llegando a un punto de equilibrio perfecto, tanto de salud como de belleza. Estoy a gusto en mi piel, me siento ligera y sana y ya casi ni me maquillo, simplemente porque me parece que no lo necesito.  

Pero sigo siendo víctima de mi mente en muchos otros aspectos. Sigo preocupada por mi futuro profesional. Doy vueltas a mis opciones todos los días, busco caminos que desecho enseguida y encuentro otros que en el momento me parecen acertados y que días después también desecho sin remedio.  Sigo desolada por mi soledad, por la injusticia de tener que hacer todos mis caminos sin alguien a mi lado. Sobre todo, me entristece la posibilidad, cada vez más realista, de que esto ya no vaya a cambiar. Mi mente es una continua batalla entre la frustración y la resignación, tras la cual, gane quien gane, siempre me quedo exhausta, vacía de toda energía. 

Sin embargo, se me ocurre que si mi mente - esa mente maravillosa, esa maldita mente - es capaz de llevarme por sitios tan oscuros, tiene que ser necesariamente cierto que también me pueda llevar por mundos claros llenos de luz. Después de todo, es esta misma mente la que ha conseguido que me dé igual la mirada del otro sobre mí, los comentarios crueles de quien se hace llamar amigo, los juicios que tan gratuitamente se permite la gente formular. Esta misma mente es la que ha conseguido que encuentre mi equilibrio físico-emocional. Esta mente me ha hecho buscar, indagar, estudiar, hasta encontrar mi vocación en mi vida profesional. Y quiero pensar que, aunque en estos momentos deambule por un túnel oscuro, va a ser esta misma fantástica mente la que me acabe sacando de allí, para mostrarme al fin ese mundo de luz que tanto busco. 


martes, 17 de junio de 2014

QUERIDO PAPÁ


Hoy es tu cumpleaños. Si continuaras habitando esta realidad, cumplirías 76 años. Pero, aunque me parezca imposible, dentro de unos días también se cumple ya un año desde que decidiste abandonar tu cuerpo físico. Lo hiciste sin grandes ostentaciones, como el caballero que siempre fuiste: nos esperaste y después, simplemente, cerraste los ojos y volviste a ser alma y luz.

Y - en contra de todos mis pronósticos - el mundo siguió girando.

Uno deja de comprender la vida cuando pierde a la persona que más importa, a su eje, a su roca. Recuerdo haber pensado que no sé cómo vivir en un mundo en el que tú no existes. Y, sin embargo, esa sensación no es lo que más recuerdo de aquellos momentos. Lo que más recuerdo - y lo que con más fuerza y con más frecuencia me ha acompañado durante estos meses - es el Amor. El Amor entre nosotros y también el que vino de fuera, tan sólido, tan rotundo y en cierto modo tan inesperado. En los días de tu despedida, el Amor en nuestra familia, unido al de las personas que nos acompañaron, nos rodeó como un escudo protector inamovible, con una fuerza que hubiese podido mover montañas. Y ahora lo entiendo: fue esto, precisamente, lo que permitió que el mundo no dejara de girar.

Cuántas cosas han pasado en este año, papá... Ha sido terrible y fantástico, intenso, turbulento, triste, maravilloso. Muchas de las personas que nos acompañaron en esos días han vivido cosas que les han cambiado por completo la existencia: bodas, cambios de trabajo, de ciudad, de país, enfermedades, embarazos, nacimientos, muertes... tantas cosas que cambian, tantas personas que se reinventan a sí mismas día tras día...

Sí, la vida sigue. Estabas tan preocupado por nosotras, por lo que pasaría cuando ya no estuvieras. Pero te lo prometí y he cumplido mi promesa: estamos bien, seguimos adelante. Echo de menos hablar contigo, nuestras largas conversaciones por teléfono, lo orgulloso que estabas de mi trabajo, las risas, los abrazos. Te podría contar todas las cosas que han pasado en mi vida durante estos meses: reforma, trabajo nuevo, proyecto profesional, una historia de amor, viajes, bodas, velatorios, alegrías, celebraciones, amigos que han venido y otros que se han ido, las obras de teatro, la tristeza, la búsqueda, la confusión, la preocupación, la paz, la felicidad, el Amor... Te lo podría contar todo, pero sé que no es necesario, porque tú ya lo sabes.

Cuando me visitas en sueños, me dices que te tienes que marchar, que ya no puedes estar aquí. Creo que te refieres a dentro de mi cabeza, en mi mente analítica, en la que se preocupa y se obsesiona y da vueltas a pensamientos sin sentido. Esto es lo que debo dejar marchar para conectar con lo que verdaderamente importa y para dejar que la vida entre de lleno, sin barreras. Esa vida que me regalaste con el esfuerzo de años, la vida que nació de ti y de la que formarás parte para siempre.

No, no hace falta que te cuente nada, porque tú ya lo sabes. Simplemente, voy a seguir construyendo mi vida sobre esa base segura, sólida y fuerte que me diste. Sólo eso, y regalarte mi alegría, para que te acompañe en ese vuelo en el que todo lo ves.

Te quiero mucho.


 

jueves, 29 de mayo de 2014

EN LOS OJOS DEL QUE MIRA


Dicen que la belleza está en los ojos del que mira. Lo que en realidad quieren decir es que está en nuestra mente, en nuestra percepción de lo que nos rodea. Estos días he estado pensando mucho en nuestra percepción de la vida y en lo que ésta implica con respecto a cómo la vivimos. Nuestra realidad está completamente condicionada, no tanto por lo que nos pasa, sino por lo que pensamos acerca de lo que nos pasa y por lo que esos pensamientos nos hacen sentir. Así, nuestra mente se puede convertir en nuestro mayor aliado o en nuestro peor enemigo.

Es muy tentador asumir que las personas que le dan un enfoque positivo a todo lo que les pasa, que buscan un aprendizaje en cada situación difícil y que permanecen optimistas frente a la adversidad, son unos ilusos que no desean aceptar la dura realidad de nuestro mundo. Sin embargo, habiendo pasado años enseñándome a mí misma a convertirme en una de estas personas, puedo decir con total certeza que esta actitud nos hace más fuertes y más resilientes frente a los problemas, tanto físicos como emocionales.

El escritor Andrew Solomon dijo hace poco en una charla TED que una muy buena manera de repogramar nuestro cerebro es cambiar la palabra PERO por la palabra Y. Por ejemplo, en lugar de decir: Estoy aquí pero tengo cáncer, podríamos decir: Tengo cáncer... y estoy aquí. Es realmente llamativa la manera en la que este pequeño cambio modifica por completo nuestra percepción y, por lo tanto, nuestro ánimo.


Esta misma mañana he asistido a un curso sobre conciliación de vida laboral/personal. Ha sido un curso interesante y muy interactivo, en el que todos hemos podido aportar nuestro granito de arena a la conversación. Mi granito ha sido un consejo de mi terapeuta, uno de los más útiles que me ha dado hasta ahora: evitar los términos absolutos (todo, nada, siempre, nunca, todos, nadie...) Intento recordarlo y ponerlo en práctica en mi día a día, pero qué fácil es olvidarlo en la vorágine de nuestros deseos y obsesiones. Personalmente, he conseguido aplicarlo en muchos ámbitos de mi vida, en los que creo que me he convertido en una persona valiente, optimista y emprendedora. Sin embargo, hay otros ámbitos en los que me siguen consumiendo el miedo y las dudas.

No me reconozco en esa muñequita frágil que da todo por perdido y desiste de su intento por conseguir lo que desea. No me parece que esa niña asustada y cobarde sea yo, pero lo cierto es que lo es. Esa niña es tan parte de mí como lo es la mujer emprendedora y valiente que arriesga sin miedo para llegar a su objetivo. Creo que comprender esto ha sido el paso decisivo para empezar a cambiarlo. La gran ventaja es que sé que tengo la capacidad para ver las cosas desde otra perspectiva, así que lo único que falta es ponerlo en práctica.

Maya Angelou - que falleció ayer tras una larga y fructífera vida en la que se reinventó a sí misma por completo, en un ejemplo de fuerza, vitalidad y auto-confianza - dijo una vez: A todas aquellas personas que ya no creen en el amor, les digo - confiad un poco en la vida. Es un mensaje de esperanza. Y al leerlo ayer en las redes sociales se me ocurrió que confiar en la vida y mantener nuestras esperanzas a pesar de las circunstancias es una muestra de extrema valentía.

Puede que nos parezca que aceptar que algo no es como nos gustaría es un acto de madurez, pero en realidad es un acto de cobardía. Es mucho más fácil y cómodo aceptar que nada va a cambiar y no arriesgarnos a que nuestro corazón se vuelva a romper en mil pedazos. Lo valiente es aprender de la vida y, al mismo tiempo, mantener la esperanza, con la certeza de que - en caso de necesidad - siempre tendremos la fortaleza de volver a recoger los pedazos y comenzar de nuevo.

miércoles, 30 de abril de 2014

VIVIR EN PEQUEÑO

Este año ha comenzado fuerte, lleno de cambios, de emociones fuertes y de sentimientos mezclados. Mi decisión de reformar mi casa ha traído consigo una ola de movimiento que ha sacado mi vida de su eje, ha hecho que me replantee las cosas y me ha hecho sentir fuera de equilibrio, emocionada, asustada, triste, contenta, enfadada y llena de ilusión, todo seguido y mezclado y en un periodo de tiempo muy corto. Esta montaña rusa de sentimientos, unida al desgaste de energía y al tiempo que supone una reforma y acompañada además por un cambio de trabajo intenso y estresante, me ha dejado realmente agotada.

Como con todo gran gasto, la reforma no ha venido sin los típicos remordimientos del comprador. En los picos de mi cansancio, me he arrepentido mil veces de haberme atrevido a realizar este cambio... solo que nunca ha sido un arrepentimiento real. Incluso en los momentos de mayor agobio, en el fondo he sabido con certeza que he hecho lo correcto, al igual que he tenido claro en todo momento que el cambio laboral ha sido también un paso en la dirección adecuada.


Somos animales de costumbres y los grandes cambios siempre nos descolocan y nos asustan. Sin embargo, casi siempre merecen la pena. Lo que ocurre es que no vivimos en una sociedad que favorezca el cambio; nos educan para buscar la estabilidad, para temer a los riesgos. Nuestros padres, con la mejor de sus intenciones, nos enseñan a buscar la seguridad y cualquier cosa que nos saque de ese camino parece una mala idea.

El caso es que, en general, las cosas que se hacen a lo grande nos ponen nerviosos. Hay mucha gente - demasiada - que prefiere vivir en pequeño y que las personas que tienen alrededor también lo hagan. La razón principal por la cual dejé mi anterior empresa fue la envidia de un par de personas que no soportaban que yo viviera en grande mientras ellas lo hacían en miniatura. Desafortunadamente, esto es bastante común y, en demasiadas ocasiones sentimos que tenemos que ponernos un disfraz que nos haga más pequeños a los ojos de los demás para poder protegernos.

Lo que he entendido en las últimas semanas es que, aunque hacer las cosas a lo grande supone un gran gasto (en dinero, en energía, en tiempo, en riesgo), también supone una gran ganancia: una ganancia personal y enriquecedora que nos lleva a otro nivel en nuestra existencia. También he entendido que lo realmente agotador, lo que nos deja hechos polvo, lo que nos hunde cada vez más, es precisamente lo contrario: hacernos pequeños, contener nuestras pasiones, esconder nuestros deseos, aplastar nuestras ganas. Lo que nos agota es ponernos una máscara ordinaria para esconder que, en realidad, somos absolutamente extraordinarios.

Creo que merece la pena hacer el esfuerzo. Salir del eje. Buscar otro camino. Arriesgarnos. Hacernos gigantes. Porque aunque nos haga perder algo de sueño por el miedo a lo desconocido, aunque nos haga llorar de vez en cuando de puro cansancio, sospecho que, si no nos encerramos a nosotros mismos en cajas pequeñitas, si comprendemos al fin la magnitud de lo que somos, comenzaremos a hacer maravillas...


domingo, 16 de marzo de 2014

A EXAMEN


Cuando estaba en la universidad, tenía un profesor muy joven y guapo del que andaba medio enamorada. Buscaba pasar tiempo con él y algunas veces comíamos juntos entre clases. Todo quedó en algo platónico: yo era muy joven y muy tímida y él tenía poco interés. Sin embargo, me sigo acordando mucho de él, sobre todo por una conversación que tuvimos en la última semana antes de licenciarme. Recuerdo que me encontré con él en un pasillo de la facultad y se interesó por mis exámenes finales. Le dije que solamente me quedaba uno y comenté: Y después, nunca más voy a tener que examinarme de nuevo. Él me miró sonriendo y dijo: Siento decepcionarte, pero aunque no tengas que sentarte en una clase a escribir durante horas, vas a estar examinándote durante toda tu vida. Serás evaluada continuamente, de todas las maneras posibles, siempre.

La idea era tan decepcionante y tan aterradora que en aquel momento decidí, simplemente, ignorarla. Pero evidentemente, mi profesor tenía razón. Me di cuenta en cuanto salí al mundo real, en cuanto dejé el pequeño mundo protegido y lleno de posibilidades e ilusiones por realizar que era la universidad. Lo más curioso es que, mientras estudiaba la carrera, me parecía que mi mundo era complicado, duro, injusto. ¿Quién me hubiese dicho que, en comparación con el mundo real, mi época universitaria sería un cuento de hadas? Si lo hubiese sabido en su momento, si hubiese comprendido entonces lo que comprendo ahora sobre la vida, la habría disfrutado mucho más, no habría tenido tantos problemas imaginarios, no habría dado tanta importancia a las notas, a esa perfección inalcanzable, a esos benditos exámenes que tanto nos agobiaban.


En las últimas semanas he tenido - sin comerlo ni beberlo - un curso acelerado sobre estar a examen en la vida. Me he dado cuenta de que aún me quedan muchas cosas por aprender, acerca de la gente, acerca del mundo que me rodea y, sobre todo, acerca de mí misma. He recordado cuánta razón tenía mi profesor al decirme que jamás dejaré de ser evaluada. Y es que estamos bajo escrutinio en todo momento: en el trabajo, cuando caminamos por la calle, cuando entramos en una sala llena de gente, cuando hablamos en público, cuando salimos por la noche... Nuestros jefes, nuestros compañeros, la vecina del quinto y nuestra potencial futura pareja siempre nos estarán observando, sopesando, evaluando nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades.

Y a veces es difícil aprobar el examen. No siempre depende de nosotros, hay decenas de factores que pueden influir en la nota: la subjetividad del examinador, los conflictos de intereses, las envidias, los gustos y los objetivos ajenos... En el mundo real, hay ocasiones en las que, por muy bien preparada que llevemos la lección, acabamos suspendiendo. Ésa es la verdad.


Afortunadamente, si tenemos un poco de inteligencia emocional, algo de fuerza y paciencia con nosotros mismos, el mundo real también nos equipa con las herramientas necesarias para lidiar con esos suspensos. Debemos aprender a confiar en nuestras habilidades, a aprovechar nuestros puntos fuertes y a manejar nuestras debilidades de manera efectiva, independientemente de lo que piensen o digan los demás. No es tarea fácil y, además, la aprendemos a base de golpes, pero el aprendizaje nos lleva a ser personas más eficientes, más completas y, sobre todo, más felices.

Lo cierto es que, en este mundo de constantes evaluaciones, los examinadores más duros somos nosotros mismos. No siempre es fácil ignorar las opiniones y puntuaciones de los demás y confiar a pies juntillas en lo que somos. Por eso, somos capaces de convertirnos en nuestros peores enemigos, en darnos un cero, en regañarnos por haberlo hecho mal, en sentirnos como niños pequeños que se dejan la asignatura para Septiembre. Pero si conseguimos distanciarnos de nuestro estado emocional, separarnos de lo que viene de fuera y recordar la realidad de lo que somos, podremos cuidar un poco más a ese niño interior que todos seguimos cobijando: hablarle con amabilidad, hacerle entender lo que vale, explicarle lo que realmente importa y lanzarle de nuevo - con fuerzas renovadas - a seguir pegando bocados al mundo.


jueves, 20 de febrero de 2014

MI PAZ


Me he hecho un nuevo tatuaje: es la palabra shanti, que en sánscrito significa paz interior. En los últimos meses, he estado pensando mucho en lo que realmente significa la paz interior y, sobre todo, en si es algo realmente posible de conseguir en el mundo en el que vivimos. La realidad es que nuestro mundo es demasiado rápido, estresante, loco... es muy difícil mantener un estado de calma permanente frente a todo lo que pasa a nuestro alrededor. Es más, opino que no es sano. Creo que, durante nuestra existencia en esta Tierra, estamos en un estado físico que viene acompañado de un gran espectro de sensaciones y sentimientos. Aquellas sensaciones que percibimos como malas o negativas también son parte de nosotros y como tales las tenemos que experimentar y aceptar.

En estos meses me he dado cuenta de que la verdadera paz interior no es un estado utópico de calma constante, sino algo mucho más realista y - quién lo hubiera pensado - mucho más gozoso. En este tiempo, he descubierto que la paz se encuentra en infinidad de rincones, todos ellos dentro de nosotros mismos. Se encuentra en hacer lo que realmente queremos (lo que queremos de verdad, no lo que pensamos que queremos). En amarnos a nosotros mismos como realmente somos, con todos nuestros supuestos defectos, entendiendo que somos seres completos y plenos en nuestra imperfección (y que conste que no he utilizado la palabra aceptarnos, he dicho amarnos). En minimizar las proyecciones de futuro: no se trata de no hacer planes o de no tener objetivos, sino de tener todo esto en cuenta mientras al mismo tiempo disfrutamos al máximo de nuestro momento presente. En confiar. Confiar en nosotros mismos y confiar en la vida. En saber que la vida tiene su propio plan y que nos va a dejar donde tenemos que estar. En entender que el hecho de querer algo no significa que sea lo que más nos conviene. En abrir nuestra mente y nuestro alma a todo lo bueno que está por venir, sin reducirlo únicamente a nuestro supuesto objetivo. En buscar al menos un momento de felicidad en cada día (y que conste que yo nunca encuentro sólo uno, sino varios... y cuanto más practico, más encuentro... ¿por qué será?).


Poniendo en práctica todo esto, he conseguido un estado de calma, alegría, Amor y felicidad que se asemeja muchísimo a lo que se podría llamar paz interior. Es un estado que no tiene nada de neutro, ni es siempre exactamente igual. Ni siquiera diría que es un estado calmo. Más bien se parece a hacer un trayecto en el que hay curvas y cambios en el terreno y en el que, sin embargo, ninguna curva hace que derrapemos y ninguna cuesta se hace imposible. Es un equilibrio vivo al que no le falta ni pizca de movimiento ni de pasión. Me parece que es lo más cercano que hay a ese estado - en ocasiones tan inalcanzable - llamado felicidad.

Así que una de mis prácticas en las últimas semanas ha sido la de intentar no hacer nada que no quiera hacer de verdad. Pero, sobre todo, intentar no dejar de hacer todo lo que quiero. Hace un par de semanas salí a comer con mi amiga Belén y después decidimos tomar unas copas en el centro de Madrid. Cuando salíamos del último bar que visitamos, me crucé con un hombre realmente atractivo. Nos miramos y yo seguí caminando. Belén insistía en que me quedara a saludarle, pero decidí dejarlo correr. Me despedí de mi amiga y comencé a caminar hacia casa. Me sentía desasosegada, incómoda y no entendía por qué. De pronto me di cuenta de que era, simplemente, porque no quería dejar pasar aquella oportunidad. El cuerpo me pedía a gritos que volviera, así que di media vuelta, volví al bar, me acerqué a la barra, le saludé y comenzamos a hablar. Enseguida, la sensación de desasosiego fue sustituida por una de alegría y tranquilidad. Paz.


Durante nuestra conversación, aquel chico del bar me dijo que le parecía muy valiente por mi parte haber dado el paso de acercarme a él. Esto es algo que la gente me dice mucho: eres muy valiente, tienes un par de huevos, los tienes bien puestos... Me lo dicen porque me lanzo a hacer cosas que otros no harían por vergüenza o por miedo... Y sí, es posible que yo sea valiente... pero se me ocurre que la verdadera osadía es dejar pasar la vida sin exprimirla al máximo o desaprovechar oportunidades de experiencias deliciosas para volver a casa y ahogarnos en nuestra rutina.

Nuestra vida en este plano físico es un inmenso regalo. Todo lo que sentimos, la alegría, la calma, el rencor, el ego, la envidia, los celos, la pasión, el amor, el sexo, el cariño, la sensualidad... todo es un auténtico presente que tenemos el derecho - y el deber - de disfrutar. Sería una terrible atrevimiento no hacerlo.

viernes, 31 de enero de 2014

QUE ME QUEDE COMO ESTOY


Hace poco más de una semana, yo misma di el mazazo que marcó el comienzo de la reforma en mi piso. Desde ese primer día, aún no he vuelto a pasar por ahí, en parte por falta de tiempo y en parte porque no estoy segura de querer ver mi piso totalmente destrozado... el caso es que, aunque se sabe que la destrucción sólo es un escalón en el camino hacia algo mejor, todo el que ha pasado por una situación similar me ha dicho que es una imagen difícil de digerir.

Y es que al ser humano no le gusta el cambio. Somos animales de costumbres, nos gusta lo familiar, nos acomodamos, nos sentimos seguros sabiendo que las cosas son como siempre han sido... aunque no siempre signifique estar en una situación ideal. La frase Virgencita, que me quede como estoy, tan repetida en nuestro día a día, lo dice todo. El problema es que esa reticencia ante el cambio amenaza con hacer que nos perdamos cosas realmente maravillosas. Aunque parezca ridículo, a veces - de manera totalmente inconsciente - preferimos anclarnos en nuestras penas, en nuestras miserias y en erróneas actitudes aprendidas antes que aventurarnos a emprender un nuevo camino que nos puede llevar a ese deseado estado de paz y felicidad.

Me pregunto si este estúpido miedo nos hace traicionarnos a nosotros mismos. Si, aun sin quererlo, nos hace boicotear nuestra propia dicha: cada vez que no nos movemos para evitar el estrés del cambio, cada vez que andamos de puntillas por la vida en lugar de lanzarnos a la piscina, cada vez que damos un paso atrás en nuestras decisiones por el terror de perder nuestra estabilidad, por miedo al qué dirán o por pavor a ese futuro incierto que tanto nos paraliza.


El secreto que a veces tanto nos cuesta aprender es que ese futuro va a ser incierto, hagamos lo que hagamos. Mantenernos en el mismo sitio para no remover la Vida no evita los potenciales desastres de este mundo loco. Lo único que conseguimos así es vivir a medias y no fundirnos con la maravilla que es nuestra existencia. Anaïs Nin escribió: Y llegó el día en que el riesgo que corría por quedarse firme dentro del capullo era más doloroso que el riesgo que corría por florecer. Encuentro que, independientemente de mis equivocaciones y de todos los tropiezos en el camino, no hay dolor equiparable al de mantenerme encerrada en mí misma, al de no arriesgarme a sentir, al de no vivir mi vida con la intensidad con la que lo hago. No sé ser de otra forma, ni quiero. Una experiencia breve, vivida al máximo, vale cien mil veces más que vivir a medias durante años.

Se me ocurre que es muy necesario destruir para poder edificar algo nuevo. El día en el que tomé la decisión de destruir mi casa para construir algo que realmente deseaba, todo a mi alrededor se puso en movimiento. Esto es a la vez estupendo y terrible: un día siento que estoy en la cima del mundo y al día siguiente me encuentro al borde de un precipicio. Me siento desestabilizada, excitada, nerviosa, feliz, aterrorizada...

La vida es esto. Nada dura para siempre y nada es estático. Nosotros tampoco podemos serlo. Lejos de luchar contra las olas, nuestra mejor baza es montarnos sobre ellas, dejarnos llevar, y continuar nadando.


jueves, 16 de enero de 2014

LA CONQUISTA


Mi amiga Esther, que lleva meses dedicando su talento como arquitecto y toda su buenísima energía a renovar mi piso, me dijo hace poco que cuando cambiamos algo, cuando nos movemos, cuando descolocamos una sola cosa en nuestras vidas, todo lo demás comienza a moverse también. Estoy comprobando que tiene toda la razón del mundo. Este nuevo año ha venido fuerte, muy fuerte. Tremendo como un huracán, revuelto como un mar en tempestad, loco, temible, excitante, vivo. Y no puedo evitar pensar que mis decisiones y acciones han tenido mucho que ver con ello.

El comienzo de este 2014 fue duro. Ese popurrí de sentimientos exaltados que son las fiestas navideñas no sienta nada bien cuando nos falta alguien, cuando una ausencia es tan dolorosamente palpable, tan difícil de aceptar. En mi caso, a todo esto se unieron mis propios fantasmas, antiguos enemigos que aprovecharon un corazón vulnerable para volver al ataque con más fuerza que nunca.

Creo que jamás, en toda mi vida, me había sentido tan sola.

Uno de mis rasgos de carácter - el cual considero una cualidad - es que me canso de mi propia tristeza. Me canso rápidamente, no me aguanto triste, me enfado, me regaño y me obligo a salir del agujero. Creo que en esta ocasión el agujero era tan negro y tan profundo, que el resurgir fue todavía más espectacular de lo normal. Un buen día me levanté, me dije basta y me propuse mandar a mi soledad a paseo. Decidí ser feliz, simple y llanamente, sin preocuparme por un futuro del que no sé absolutamente nada (si algo me ha quedado claro en los últimos meses, es que la vida nos sorprende de maneras que jamás habríamos podido imaginar, ni en nuestros mejores sueños ni en nuestras peores pesadillas). Sobre todo, creo que lo que verdaderamente creó la magia en esta ocasión fue algo muy sencillo y, sin embargo, muy difícil de mantener: la esperanza. Básicamente, decidí obligar a mi mente a CREER, a pesar del pasado, a pesar de cualquier prueba en contra, a pesar de absolutamente todo.


Pedí consejo a mi amiga Nina, que es una verdadera maestra en el arte de pensar en positivo. Recordé que tanto ella como un par de personas más me habían recomendado hace tiempo crear un tablero de visión. Se trata de buscar un corcho o una tabla e ir colocando fotos de cosas que deseamos, así como cosas por las que nos sentimos agradecidos. Se supone que funciona con la teoría de El Secreto: es decir, que de tanto ver las cosas que deseamos, acabamos atrayéndolas. Por supuesto, esto tiene que ir con una buena dosis de buena energía y pensamiento positivo. Básicamente, es una manera de engañar a la mente para que piense que ya tenemos todas esas cosas... y la energía de nuestra felicidad y nuestro agradecimiento hacen que se materialicen.

Por otro lado, me apunté a un proyecto que circula por internet, llamado 100 happy days (100happydays.com), a través del cual cada participante debe encontrar una sola cosa que le hace feliz cada día, durante 100 días seguidos. Después debe subir una foto representativa de dicha cosa a una red social de su elección: Facebook, Twitter, etc... Por lo visto, el 71% de las personas que han probado esto han fallado y la razón que da la mayoría es falta de tiempo. El proyecto está diseñado para que volvamos a acordarnos de ser felices, de encontrar tiempo para nosotros, de buscar algo bueno en cada día. Se trata, al fin y al cabo, de entender que la felicidad no es un premio que llega de la nada, ni una cuestión de suerte, sino una conquista. Y que esa conquista es diaria.


Lo curioso es que tanto este proyecto como el tablero de visión funcionan de manera muy silenciosa. Nuestra mente está ocupada en buscar el momento feliz del día o en mirar o añadir cosas al tablero. Por eso, no nos damos cuenta de que el plan está funcionando hasta que, un buen día, echamos un vistazo a nuestra vida y nos percatamos de que la conquista de esa felicidad ya ha ocurrido. Pero lo que más me llama la atención es la rapidez con la que ocurre el cambio. En mi caso, han sido días. No exagero. DÍAS: unos siete días desde el comienzo del proyecto 100 happy days y dos días - dos breves y rápidos días - desde que comencé el tablero de visión.

Mi vida se está moviendo y están empezando nuevas historias: en mi hogar, en el teatro, en el trabajo y en mi vida personal. Yo misma me pregunto si realmente es posible que sea tan fácil. ¿Es posible que un cambio de actitud haga que todo cambie de color de esta manera tan drástica? Mañanas felices, ojos que brillan, energía infinita, humor excelente, eficiencia máxima en el trabajo, un casting perfecto, una historia de amor que comienza... ¿es realmente posible que mi mente tenga tantísimo poder?

Evidentemente, pienso que la base de esta conquista es un trabajo que viene de atrás. Todo el trabajo que he hecho en estos años me ha traído hasta aquí. Es posible que, aunque hubiese sabido que este cambio de mentalidad lo cambiaría todo, no habría podido realizarlo hasta ahora, porque todo ese bagaje es absolutamente necesario para conseguirlo.

En cualquier caso, en estos momentos no tengo ni idea de a dónde me llevarán todos mis nuevos caminos. Pero por primera vez (y quizás éste es otro de los secretos de esta magia) no me importa en absoluto. Sólo sé que hace unos días me desperté sintiendo una felicidad que hacía mucho que no experimentaba y, por primera vez en mi vida, comprendí de verdad - no a nivel cerebral, sino desde lo más profundo de mi ser - que eso es lo único que importa. Esta felicidad, este momento, la realidad de este presente.

Soy consciente de que mi trabajo puede empeorar mañana, mi papel en la obra de teatro puede no ser lo que esperaba y mi historia de amor puede evaporarse y desaparecer como el humo de una vela que se apaga. Y lo único que se me ocurre es preguntar: ¿y qué?