domingo, 16 de marzo de 2014

A EXAMEN


Cuando estaba en la universidad, tenía un profesor muy joven y guapo del que andaba medio enamorada. Buscaba pasar tiempo con él y algunas veces comíamos juntos entre clases. Todo quedó en algo platónico: yo era muy joven y muy tímida y él tenía poco interés. Sin embargo, me sigo acordando mucho de él, sobre todo por una conversación que tuvimos en la última semana antes de licenciarme. Recuerdo que me encontré con él en un pasillo de la facultad y se interesó por mis exámenes finales. Le dije que solamente me quedaba uno y comenté: Y después, nunca más voy a tener que examinarme de nuevo. Él me miró sonriendo y dijo: Siento decepcionarte, pero aunque no tengas que sentarte en una clase a escribir durante horas, vas a estar examinándote durante toda tu vida. Serás evaluada continuamente, de todas las maneras posibles, siempre.

La idea era tan decepcionante y tan aterradora que en aquel momento decidí, simplemente, ignorarla. Pero evidentemente, mi profesor tenía razón. Me di cuenta en cuanto salí al mundo real, en cuanto dejé el pequeño mundo protegido y lleno de posibilidades e ilusiones por realizar que era la universidad. Lo más curioso es que, mientras estudiaba la carrera, me parecía que mi mundo era complicado, duro, injusto. ¿Quién me hubiese dicho que, en comparación con el mundo real, mi época universitaria sería un cuento de hadas? Si lo hubiese sabido en su momento, si hubiese comprendido entonces lo que comprendo ahora sobre la vida, la habría disfrutado mucho más, no habría tenido tantos problemas imaginarios, no habría dado tanta importancia a las notas, a esa perfección inalcanzable, a esos benditos exámenes que tanto nos agobiaban.


En las últimas semanas he tenido - sin comerlo ni beberlo - un curso acelerado sobre estar a examen en la vida. Me he dado cuenta de que aún me quedan muchas cosas por aprender, acerca de la gente, acerca del mundo que me rodea y, sobre todo, acerca de mí misma. He recordado cuánta razón tenía mi profesor al decirme que jamás dejaré de ser evaluada. Y es que estamos bajo escrutinio en todo momento: en el trabajo, cuando caminamos por la calle, cuando entramos en una sala llena de gente, cuando hablamos en público, cuando salimos por la noche... Nuestros jefes, nuestros compañeros, la vecina del quinto y nuestra potencial futura pareja siempre nos estarán observando, sopesando, evaluando nuestros puntos fuertes y nuestras debilidades.

Y a veces es difícil aprobar el examen. No siempre depende de nosotros, hay decenas de factores que pueden influir en la nota: la subjetividad del examinador, los conflictos de intereses, las envidias, los gustos y los objetivos ajenos... En el mundo real, hay ocasiones en las que, por muy bien preparada que llevemos la lección, acabamos suspendiendo. Ésa es la verdad.


Afortunadamente, si tenemos un poco de inteligencia emocional, algo de fuerza y paciencia con nosotros mismos, el mundo real también nos equipa con las herramientas necesarias para lidiar con esos suspensos. Debemos aprender a confiar en nuestras habilidades, a aprovechar nuestros puntos fuertes y a manejar nuestras debilidades de manera efectiva, independientemente de lo que piensen o digan los demás. No es tarea fácil y, además, la aprendemos a base de golpes, pero el aprendizaje nos lleva a ser personas más eficientes, más completas y, sobre todo, más felices.

Lo cierto es que, en este mundo de constantes evaluaciones, los examinadores más duros somos nosotros mismos. No siempre es fácil ignorar las opiniones y puntuaciones de los demás y confiar a pies juntillas en lo que somos. Por eso, somos capaces de convertirnos en nuestros peores enemigos, en darnos un cero, en regañarnos por haberlo hecho mal, en sentirnos como niños pequeños que se dejan la asignatura para Septiembre. Pero si conseguimos distanciarnos de nuestro estado emocional, separarnos de lo que viene de fuera y recordar la realidad de lo que somos, podremos cuidar un poco más a ese niño interior que todos seguimos cobijando: hablarle con amabilidad, hacerle entender lo que vale, explicarle lo que realmente importa y lanzarle de nuevo - con fuerzas renovadas - a seguir pegando bocados al mundo.