domingo, 21 de septiembre de 2014

LOS AÑOS DORADOS


Mi madre se va a ir de vacaciones a Galicia. Se va con el Imserso y le sale por dos duros. El otro día me lo contaba y yo me maravillaba - una vez más - de la vida tranquila y feliz que lleva ahora, sin grandes responsabilidades, sin estrés, sin horarios de trabajo imposibles... Claro que, para conseguir esto, ha estado toda la vida trabajando: levantándose a las cinco de la mañana para coger dos autobuses al trabajo y lidiando con niños de colegio todo el día, para luego coger de nuevo esos dos autobuses y volver a casa para hacer la cena, lidiar con dos hijas, hacer la comida del día siguiente e irse a la cama a medianoche, para repetir todo el proceso otra vez al día siguiente.

El otro día me puse a pensar en lo injusto que es eso. No me refiero a que no me parezca bien que, para disfrutar de la jubilación, tengamos que trabajar. A lo que me refiero es a la injusticia vital de que los mejores años, los años dorados, los que transcurren sin responsabilidades laborales, los que nos sirven para descansar, para disfrutar, para dedicarnos a la buena vida, vengan tan tarde, que vengan al final, cuando menos podemos disfrutarlos, porque ni el cuerpo ni las ganas nos dan ya para todo lo que nos daban cuando teníamos treinta.

En estos meses en los que me he dedicado en cuerpo y alma a lanzar mi nuevo proyecto profesional, he pensado mucho en todo esto. En cómo nos dejamos la piel trabajando, corriendo tras nuestros sueños (sean los que sean) durante los mejores años de nuestra vida. Estoy a punto de cumplir treinta y cinco años, lo cual para mí (no me preguntéis por qué) marca un hito, una separación, el fin de una parte de mi vida y el comienzo de otra. Creo firmemente en que éstos son, sin duda, los mejores años de mi vida: soy joven, estoy sana y en forma y tengo energía máxima para dedicarme a lo que yo quiera. A veces, cuando termino mi día a las 02:00 de la madrugada, agotada de mirar la pantalla del ordenador, agotada de cursos de formación, de diseño de páginas web, de publicidad, de buscar maneras de captar clientes, de hurgar buscando la mejor estrategia de marketing... me pregunto si realmente merece la pena, si esto es lo que se supone que tengo que estar haciendo con mis mejores años. ¿Realmente me toca pasarme los Sábados por la noche metida en foros de discusión de un curso de nutrición? ¿Me toca sacrificar mis vacaciones de verano para dedicarme a fomentar mi empresa? ¿Realmente me toca invertir toda la energía fresca y arrolladora de mis treinta y cinco años en este sueño?

¿O quizás haría mejor despreocupándome de todo? Podría dejar de ahorrar para la empresa y dedicar todo mi dinero a viajar durante las vacaciones, como he hecho hasta ahora. Podría dejar de preocuparme todos los días por algo, de perder sueño pensando en el siguiente paso. Podría pasar mis fines de semana saliendo a tomar copas (las más caras, porque no haría falta mirar el dinero), quedando con mis amigos, yendo al cine y al teatro. Me pondría guapa todos los días porque siempre habría algún sitio donde ir, alguna quedada a la que acudir. Los moños mal hechos y las gafas y la ropa cómoda de estar en casa (delante del maldito ordenador) pasarían a la historia. Saldría y viviría Madrid y bailaría en sus calles y quizás hasta conocería a alguien que bailara conmigo... y quizás, algún día, dejaría de dormir sola.


Pero no estoy haciendo nada de eso. Éstos, los mejores años de mi vida, los estoy dedicando a algo muy bonito, pero muy difícil y muy solitario. Es algo que sé que quiero, sin la menor duda... y sin embargo... qué duro se hace a veces.

No voy a cambiar mi estrategia porque sé que estoy haciendo lo correcto, lo que realmente quiero hacer, lo que me toca. Pero me he dado cuenta de que debo evitar que estos años se desperdicien en el intento. Es algo que me cuesta mucho: una vez que comienzo a correr, es difícil pararme. Pero en el fondo sé también que la única manera de que esto salga adelante, la manera de que funcione y, sobre todo, de que merezca la pena, es disfrutar el camino.

Así que quizás tenga que adaptarme un poco. Ponerme un moño bien hecho y pintarme los labios todos los días, aunque sólo salga a comprar el pan. Alejarme un poco, aunque sólo sea un fin de semana. Dar descanso a mis ojos mirando la pantalla de un cine en lugar de la de un ordenador. Y bailar en las calles de Madrid, aunque lo haga sola.

Puede que estos años no sean como me los había imaginado, pero eso no quiere decir que tengan que brillar menos. Se me ocurre que lo único realmente importante es que nuestras decisiones vitales vengan directamente desde nuestro corazón. Si estamos convencidos de eso, lo mejor que podemos hacer es seguir viviéndolas... e intentar disfrutar al máximo de las imperfecciones de nuestro camino.