viernes, 25 de diciembre de 2015

VIDA Y GRATITUD


Estoy pasando unos días en casa de mi madre, para celebrar las fiestas, descansar un poco y disfrutar de su compañía. Tenía muchas ganas de que llegara el momento de hacer esta visita... no sólo por pasar tiempo con mi madre, sino también porque unos días fuera de Madrid siempre sientan bien.

Recuerdo que, de pequeña, cuando vivía aquí con mis padres, no me gustaba nada este lugar. Y ese sentimiento duró mucho tiempo, incluso después de haberme mudado a la capital. Nunca me pareció mucho más que un pueblo lejano y mal comunicado, silencioso, aburrido y ligeramente deprimente. Mi padre compró nuestra casa aquí (hace ya más de veinte años) para darnos calidad de vida, espacio, aire puro. Y lo cierto es que nosotras nunca llegamos a apreciarlo del todo. 

Pero las personas cambiamos, nuestras vivencias y experiencias cambian nuestra forma de ver la vida. Y en mi caso, esta visita ha marcado un antes y un después en mi percepción de la vida en este lugar. He pasado estos días dando largos paseos con Julieta, respirando el aire limpio con olor a leña quemada, tomando el sol en la terraza y experimentando la pausa natural que adquieren el cuerpo y la mente al estar en un sitio tan tranquilo. Me había traído el ordenador para adelantar algo de trabajo y para tener la posibilidad de ver alguna película o serie si me aburría. Sin embargo, ahora mismo es la primera vez que lo toco, para escribir estos pensamientos. Y es que, a diferencia de lo que me pasa en la ciudad, aquí no siento la necesidad de conectarme a nada, de distraerme con nada, de entretenerme con nada. Curiosamente, tampoco he sentido la llamada sociocultural a estar alegre porque es Navidad, a pasarlo bien, a celebrar, a divertirme... una presión implícita y constante que otros años me había resultado imposible evitar. 



Esta mañana, mientras paseaba con Julieta, me fijé en el Sol radiante y el verde a mi alrededor y observé a mi perrita, que aun siendo una de las perras más alegres y activas que he visto en mi vida, jamás ha estado tan viva y tan feliz como en estos días. Sentí una gratitud indescriptible hacia la Vida... y hacia la persona que ha sido la base, el pilar, la razón original por la cual tengo todo lo que tengo. Lo dije en voz alta: Gracias, papá.


Hace poco me dijeron una frase que no se me quita de la cabeza: Hay que desear lo que se tiene. Me parece acertadísima. Y es más: yo añadiría que no sólo hay que desear lo que se tiene, sino que hay que saber identificarlo, agradecerlo y además aprovecharlo. No siempre lo hacemos y, si miro atrás hacia todos los años en los que no he sabido aprovechar el hecho de tener un hogar fuera de Madrid, me dan ganas de darme una buena bofetada para hacerme recapacitar. 

Este nuevo año no viene cargado de propósitos de cambio, como lo han hecho los anteriores: por fin puedo decir que estoy en un momento tranquilo, en el que me encuentro realmente satisfecha y feliz con lo que tengo. Sin embargo, a veces nos sorprende darnos cuenta de cosas de las que nunca antes nos habíamos percatado... y que traen consigo algún que otro nuevo e inesperado propósito. ¡Feliz 2016 a tod@s!




lunes, 30 de noviembre de 2015

#35sueñosparamis35



La semana pasada, cumplí treinta y seis años. El día de mi cumpleaños marcaba también el final de los doce meses de mi proyecto personal #35sueñosparamis35. Se trataba de una lista de treinta y cinco sueños/retos que, con ayuda de mis amigos y familia, elaboré en mi trigésimo quinto cumpleaños. La idea era realizar todas las actividades de la lista durante los doce meses entre ese cumpleaños y el siguiente. Se me ocurrió en su momento porque la idea de cumplir treinta y cinco años se me hacía muy cuesta arriba. Entré en una especie de espiral de pensamiento negativo: que no había aprovechado mi vida lo suficiente, que se me iba el tiempo, que casi tenía cuarenta, que qué rápido pasa el tiempo... El objetivo de la lista era, básicamente, sentirme mejor. 

Cuando llegó el día de mi trigésimo sexto cumpleaños, había cumplido veintitrés de los treinta y cinco sueños de la lista. Me hubiese encantado haber cumplido los treinta y cinco, pero la falta de tiempo y - sobre todo - la falta de dinero, hicieron que decidiera aparcar algunos de ellos hasta nuevo aviso. Sin embargo, no haber cumplido todos los objetivos de la lista no resultó ser tan importante. Lo realmente importante fue lo que aprendí de la experiencia. 

En primer lugar, me costó una barbaridad encontrar treinta y cinco cosas que me gustaría hacer y que no había hecho todavía. Entonces me di cuenta de que, en general, suelo hacer todo lo que quiero, no dejo que me paralicen ni el miedo ni la pereza a la hora de vivir las experiencias que deseo. Entender esto ya cambió bastante mi perspectiva sobre mi cumpleaños y sobre cómo había vivido mi vida hasta entonces.

En segundo lugar, realizar los objetivos de mi lista ha hecho que tenga un año tremendamente productivo y divertido, lleno de experiencias nuevas, risas, alegría y aprendizaje. Aunque comencé poniendo mucho énfasis en completar la lista entera, acabé dándome cuenta de que no importaba tanto cuántos objetivos cumpliera, sino el propio hecho de dedicarme a ellos, de buscar la manera de realizarlos y de disfrutar del proceso de hacerlo.

Y por último, lo más importante, lo mejor que he sacado de este proyecto, ha sido poder compartirlo con la gente a la que quiero. Mi gente me ha acompañado con entusiasmo e infinita generosidad en mi recorrido por la lista, en primer lugar proponiendo actividades que les incluían y más tarde, disfrutándolas conmigo, aportando su tiempo, su energía, su humor y su amor a todo lo que he hecho en estos meses. Haber compartido esos momentos con ellos ha sido, sin duda alguna, el mejor regalo.

Muchas personas me han preguntado si este año tendré un proyecto llamado #36sueñosparamis36. La respuesta es que no, sencillamente porque no lo necesito. Y es que este año lleno de nuevos proyectos, sueños y retos - incluyendo un cambio radical de rumbo laboral - ha modificado por completo mi manera de ver la vida: he llegado a los treinta y seis sintiéndome más joven, viva y afortunada que nunca. Misión cumplida.


35 sueños para mis 35

1)      Plantar un árbol
2)      Volar en globo
3)      Volar en ultraligero
4)      Hacer speed dating
5)      Nadar desnuda
6)      Hacer un viaje improvisado de fin de semana
7)      Que Aryán Natural Life se convierta en mi único trabajo
8)      Ir a La Gatoteca de Lavapiés con Lucía y Mariajo
9)      Ir a Gales a visitar a mi amiga Joanne
10)   Hacer un curso de masaje
11)   Dar charlas de mi actividad en centros de prestigio
12)   Hacer una escapada de fin de semana con mi amiga Arantxa
13)   Ir a una playa nudista
14)   Volver a patinar
15)   Volver a conducir
16)   Empezar a escribir mi novela
17)   Obtener la maestría de Reiki
18)   Entrar en sitios en los que nunca había entrado
19)   Apuntarme a bailes de salón
20)   Hacer una ruta por el campo y alcanzar la cima de la montaña
21)   Probar nuevas recetas en mi cocina
22)   Invitar a mis amigos a comer en casa
23)   Conocer Madrid a fondo
24)   Ir a York a visitar a mi amiga Tori
25)   Aprender Chi Kung
26)   Empezar a aprender chino
27)   Ver un clásico y/o una película nueva cada semana
28)   Leer al menos un libro nuevo al mes
29)   Volver a Barretstown
30)   Ir a Praga
31)   Ver al menos una obra de teatro al mes
           Leer todas las obras de Shakespeare
3      Terminar un puzle de 1000 piezas
3      Visitar la estación de Chamberí
3      Ir a ver un concierto de Marwan en Barcelona y pasar el finde ahí

viernes, 30 de octubre de 2015

OTOÑO


Me encanta el otoño. Las hojas amarillas, naranjas y marrones que cubren el suelo como corazones. Los atardeceres rojizos, cuando la temperatura baja y las luces de las casas se encienden. Me encanta echar un vistazo hacia las ventanas mientras paso: la luz acogedora, quizás una mesa de comedor, quizás una cocina con una olla que borbotea, quizás una planta y una foto de familia en la pared... El otoño tiene un no sé qué especial, me hace amar Madrid más que nunca, me hace desear caminar hasta casa (sin importar la distancia) e iluminar mi propia ventana, poner agua a hervir para un té caliente y acurrucarme con una manta a leer en el sofá, con mi perrita dormida a mi lado.

Sé que a mucha gente le deprime ligeramente el otoño. De hecho, hace unos años a mí también me producía cierta melancolía: el frío me hastiaba, la lluvia me incomodaba. Eso ha ido cambiando gradualmente con el tiempo. Sin embargo, no creo que ningún año lo haya disfrutado tanto como lo estoy haciendo ahora. Y sé que en gran parte se debe a mi estado anímico actual, a cómo es mi vida en estos momentos.

Anoche fui al teatro con mi hermana y, después de la obra, sugerí que fuéramos a cenar. Hasta después de la cena, cuando ya habíamos pagado y nos disponíamos a marcharnos, no me di cuenta de que, por primera vez en muchos meses, había hecho un gasto superfluo, innecesario, por el mero placer de hacerlo, sin siquiera pensar en que debo ahorrar dinero. Y es que llevo muchos meses cuidando cada céntimo. Ha sido y sigue siendo necesario: poner en marcha un negocio nuevo no es tarea fácil ni barata. Sin embargo, me gustó mucho comprobar que las cosas se están asentando lo suficiente como para que alguna noche se me pueda olvidar el tema por completo... sin que más tarde se desate una mini-tragedia económica en mi cabecita de autónoma. Y es que, aun con todo el camino que me queda por recorrer, lo cierto es que con trabajo, esfuerzo, tiempo y el apoyo de mis seres queridos, la cosa - afortunadamente - marcha hacia delante.

Además, y dejando el tema económico a un lado, creo que puedo decir sin dudarlo que a día de hoy estoy en el mejor momento de mi vida, en todos los sentidos. No es un momento de alegría desbordada: ha habido otros momentos llenos de enormes emociones, de pasiones, de corazón acelerado y de sentimientos tan grandes, que eran casi imposibles de controlar. Lo de ahora es otra cosa.

Es levantarme cada mañana deseando hacer el 98% de las cosas de mi lista de quehaceres. Y que el otro 2% no me importe hacerlo. Es sentirme realizada tras cada consulta. Es alegrarme con la mejoría de mis pacientes... o bien investigar por qué la mejoría no llega. Es intentar terminar cada día sabiendo que he sido la mejor terapeuta que he podido ser en este momento. Es vivir mi día a día tranquila, sabiendo que, aun con todas las imperfecciones, tristezas y maldades de este mundo, todo pasa y todo sigue y nada importa y todo importa... y todo es, simplemente, parte de esta rueda que gira y gira sin parar. En resumen, creo que lo que me pasa es lo más parecido a la paz interior que he experimentado hasta ahora... y me gusta.

Estar en este estado me ayuda a centrarme, tanto en mi vida personal como en la consulta. Sin querer, se ha puesto en marcha el proceso de conocerme mejor como terapeuta. Cada día descubro alguna pequeña cosa nueva...
- Por ejemplo, me he dado cuenta de que me molesta más que los pacientes lleguen demasiado pronto que algo más tarde de su hora, porque necesito mi tiempo para preparar mi espacio y mi mente antes de recibir a cada uno de ellos.
- También he descubierto que si bebo incluso la cantidad más mínima de alcohol con la comida, mi energía en consulta no es igual por la tarde; por lo tanto, no bebo ni una copa de vino los días que paso consulta.
- No me gusta dejar a los pacientes con las agujas puestas e irme a hacer otra cosa, así que he desarrollado una manera de quedarme con ellos y seguir tratándoles mientras las agujas actúan. Sé que ellos lo aprecian, pero sobre todo, lo hago porque sé que así les estoy dando la mejor terapia posible.
- Siempre que tengo un paciente nuevo, me gusta preparar una tetera con infusión natural y compartirla con él/ella mientras me cuenta el por qué de su consulta. No es simplemente un gesto de hospitalidad: es un ritual que establece una conexión inmediata entre terapeuta y paciente.


Así, poco a poco, he ido descubriéndome como terapeuta, probando, equivocándome y buscando hasta acertar. Y lo que más me gusta es saber que este proceso va a ser así siempre, que es un proceso vivo, que mis rituales y mis terapias y mis manías cambiarán con el tiempo, a medida que mi trabajo evoluciona y a medida que yo cambio como persona.

Y esto, precisamente, es lo que nos enseña el otoño: es época de renovación, de mudar piel, de transformarnos, de evolucionar. Nos habla de atrevernos a cambiar, a dar un paso más en el camino hacia la mejor versión posible de nosotros mismos.

¡Feliz otoño!


domingo, 4 de octubre de 2015

CONECTAD@S


El fin de semana pasado fui a Barcelona, a visitar a mi amiga Juliana. Teníamos un plan muy específico: como parte de mis #35sueñosparamis35, íbamos a pasar el fin de semana juntas y acudir al concierto de nuestro cantautor favorito, Marwan. Fue un viaje relámpago, de menos de dos días enteros. Sin embargo, fue tan divertido, intenso y lleno de emociones y de aprendizaje, que en retrospectiva me parece haber pasado ahí muchísimo más tiempo.

Una de las cosas sobre las que he recapacitado tras este viaje es el estado de eterna conexión en el que estamos en nuestra sociedad. Fotos subidas a Facebook en tiempo real, información sobre dónde estamos, con quién estamos, qué estamos haciendo y por qué lo hacemos. Vivimos bajo un bombardeo de información sobre las vidas ajenas y muchos de nosotros contribuimos a ese tráfico de comunicación contándole al mundo todas nuestras peripecias. Yo misma soy culpable de esto. Es difícil que alguien que quiera seguirme el rastro no sepa a qué estoy dedicando mi tiempo. Con este blog, en el que hablo tan libre, abierta y sinceramente sobre todo lo que hago, pienso y siento, ya estoy exponiéndome de una manera bestial al mundo exterior. Pero además, utilizo las redes sociales asiduamente y estoy completamente introducida en la dinámica de contarlo todo (con foto incluída).


Tras mi fin de semana en Barcelona, revisando todas las fotos del viaje que había colgado en Facebook, me planteé (no por primera vez) hasta qué punto es inocuo lo que hago y si no sería mejor rebajar (bastante) esta interacción virtual/social.

El caso es que, una vez metidos en esta dinámica de las redes sociales, es bastante difícil salir. Son adictivas. De hecho, ha habido numerosos estudios sociológicos en los últimos años que han postulado diferentes teorías de por qué esto es así. Ha sido y sigue siendo todo un fenómeno virtual que nos ha cambiado como colectivo social. Pienso que es difícil encontrar un equilibrio y admiro a las personas que no han llegado a meterse en esta espiral virtual, porque de alguna manera siento que su vida sigue siendo suya, mientras que la mía quizás haya llegado a ser demasiado pública.

Habiendo dicho esto, debo admitir que personalmente, tengo un especial cariño a las redes sociales. Gracias a ellas, he encontrado a familiares con los que había perdido el contacto, he conocido a personas que han sido increíblemente importantes en mi vida y he podido alegrarme y alegrar a otros de maneras que, en otro tiempo, no habrían sido factibles.



Hoy mismo hablaba con mi hermana del hecho de que, para algunas cosas, sigo siendo un poquito antigua (o como dice ella, romántica). Creo que soy la única persona del mundo que sigue revelando las fotos y guardándolas en álbumes. Las fotos son para mirarlas en una tarde lluviosa con un té calentito y una manta... y qué queréis que os diga, no es lo mismo hacerlo en un álbum que en la pantalla de un ordenador. Tampoco es lo mismo pasar las hojas de un libro, olerlas, sentir cómo va cambiando el peso de una mano a otra mientras avanzas en la lectura, que leerlo en formato electrónico. Por eso me sigo resistiendo al e-book y por eso los álbumes amenazan con invadir mi casa por completo. Es así.

Y, sin embargo, hay una magia inigualable en el hecho de que, gracias a Facebook, pueda encontrar a primos a los que nunca había llegado a conocer. Hay algo tremendamente valioso en el hecho de que pudiera grabar en vídeo una canción entera de Marwan en el concierto de Barcelona para enviársela a nuestra amiga Cathy, que no pudo estar con nosotras ese fin de semana porque hace unos meses se mudó a EEUU. Con todos los aspectos potencialmente negativos de las redes sociales, se me ocurre que hay algo insuperable en la belleza de poder incluir a alguien del otro lado del mundo en nuestra alegría, hacerle saber que es parte de lo que está sucediendo, que la queremos, que la echamos de menos y que estamos pensando en ella.

Y es que las fotos reveladas, los libros en papel y las cartas escritas a mano son cosas maravillosas... pero estrechar lazos a través del mundo en un sólo segundo también lo es... ¿no creéis?


domingo, 30 de agosto de 2015

TIEMPO Y LIBERTAD


Dentro de un par de días, hará tres meses desde que dejé mi trabajo en el sector farmacéutico para dedicar todo mi tiempo a mi consulta de terapias naturales y nutrición. Tuve muchas dudas antes de dar ese salto y lo cierto es que también he tenido algunos altibajos de ánimo en estos tres meses. He sentido preocupación, agobio, incluso miedo. Por otro lado, en las primeras semanas me costó un poco adaptarme a mi nueva rutina... o, debería decir, a mi repentina falta de rutina. Tras quince años de levantarme todas las mañanas y hacer exactamente lo mismo, saber a dónde tenía que ir, qué debía hacer, qué se esperaba de mí... levantarme de pronto cada día con un sinfín de posibilidades de las que - para colmo - la única responsable era yo, resultó ser bastante más complicado de lo que había anticipado.

Afortunadamente, soy una persona muy adaptable. Además, una de las cosas que aprendí a hacer a la perfección en quince años de trabajo corporativo fue organizarme de manera absolutamente eficaz. Por lo tanto, tras unas semanas de bastante caos, conseguí por fin sentirme cómoda en mi nueva no-rutina. Y ha resultado ser todo un descubrimiento.

Por supuesto, cierto grado de rutina y, sobre todo, una buena disciplina de trabajo son esenciales para montar un negocio. Pero creo que en el inconsciente colectivo existe la sensación de que ser autónomo y/o montar un negocio implica un esfuerzo y un desgaste de tiempo y energía que rozan la esclavitud. Tenemos la imagen del autónomo que no para, que nunca descansa, que no se puede poner enfermo. Siempre que pensamos en alguien que monta negocio propio, nos lo imaginamos de un lado para otro como el Correcaminos, sin tiempo para nada más que para trabajar. Por otro lado yo, personalmente, fui educada en la cultura del esfuerzo. Desde pequeña, se me enseñó que para triunfar, hay que trabajar. Mucho. Muchísimo. Y que las recompensas vienen después de completar el esfuerzo. Esta educación es la que me ha traído hasta donde estoy, la que me ha dado todos los triunfos personales y profesionales que he conseguido.

Sin embargo, entre las muchas cosas que ya he aprendido en estos tres meses, una de las más importantes es que trabajar para uno mismo puede ser muy duro y cansado, pero también tiene la gran ventaja de que puedes compaginarlo con el resto de tu vida como a ti te dé la gana. Y esa libertad es prácticamente mágica.

En estos tres meses, mi hermana ya me ha dicho varias veces: ¡es que me encanta tu ser autónomo! Y es que la libertad que siento, unida a la felicidad que trae hacer lo que de verdad me gusta, me ha convertido en una persona infinitamente más alegre y más tranquila. Ahora es mucho más difícil que algo me altere. Si voy a Hacienda y no me atienden por tonterías burocráticas, aprovecho la mañana para dar un paseo por el Retiro. Si un paciente cancela su cita, aprovecho para terminar de leer mi libro. Si en Agosto casi no hay pacientes, aprovecho para cerrar la consulta una semana y mudarme a un sitio mejor.



Pero sobre todo, me encanta que ninguno de mis días sea exactamente igual que el anterior o que el siguiente. Me encanta poder acompañar a mi madre al médico a las 11 de la mañana, o improvisar una comida con mi hermana. Hace un par de semanas, gracias a mi amiga Yolanda, tuve la oportunidad de hacer la traducción simultánea en una entrevista con Ernest Thompson, autor de El Estanque Dorado. La entrevista era a mediodía, pero hice tan buenas migas con él y con su mujer que acabé comiendo con ellos e intercambiando datos de contacto para vernos en Londres en unos meses. Esa experiencia increíble la pude tener únicamente gracias a la libertad que me otorga el ser dueña de mi tiempo.




En todos los años que pasé trabajando en el mundo corporativo, lloraba con mi madre al teléfono una media de una vez al mes. Intentaba expresar mi terrible frustración por hacer todos los días lo mismo. Por supuesto que el hecho de que el tipo de trabajo que realizaba no me gustara era un factor muy importante en lo que sentía, pero realmente lo que me ocurría es que era víctima del síndrome del hamster:  estaba atrapada en una rueda en la que corría y corría y, sin embargo, nunca llegaba a ningún lado. Desde luego, era una vida mucho más segura que la que tengo ahora.

Sin embargo, a día de hoy e incluso durante mis mayores picos de preocupación económica, incluso cuando me despierto sobresaltada por la noche pensando en estrategias de marketing, en captación de clientes y en todo lo que me queda por aprender, la sensación de libertad sigue estando ahí. Es la base de todo. Lo demás es secundario. Y eso, sencillamente, no se paga con dinero.


jueves, 30 de julio de 2015

LA VIDA DE TUS DÍAS


Anoche tomé un par de cañas con mi amiga Elvira. Siempre me encantan estos ratos que paso con ella, porque nuestra amistad es de ésas que pueden convertir un par de cañas rápidas en mitad de la semana en una quedada digna de recordar. Anoche, hablando de todo un poco, comenzamos a acordarnos de ciertas personas que pasaron por nuestra vida y que, desgraciadamente, ya no están. Yo le hablé de un chico llamado Ben, a quien conocí el año en el que me licencié en la universidad. Durante un tiempo perdimos el contacto y lo retomamos en la era de Facebook, aprovechando que el mundo se volvía de pronto pequeño y manejable y podías encontrar a quien te propusieras con un esfuerzo mínimo. Cuando, poco después de habernos reencontrado en el cibermundo, me enteré de que Ben había muerto en un terrible incidente en Ecuador, me costó reponerme del shock. Habíamos pasado muy poco tiempo juntos y hacía años que no nos veíamos. Aun así, lo que sentí fue muy intenso... y es que Ben fue mi primer amor, el primer hombre que me quiso y que me hizo sentir deseada, especial, única. Recuerdo que cuando nos despedimos en Inglaterra y yo volví a España, comenzamos a comunicarnos por email, pero él tuvo la idea de cambiar el correo electrónico por cartas escritas a mano, en un intento de mantener el toque personal en esa relación a distancia que, finalmente, acabamos perdiendo. Cuando volvimos a encontrarnos, él tenía una relación estable, se dedicaba a lo que le gustaba y viajaba por el mundo como siempre había querido. Un estupendo ejemplo de alguien que vivía la vida que deseaba, libre de convenciones, imposiciones y miedos.


Me costó mucho lidiar con la sensación de despropósito que me provocó su muerte: con lo triste, cruel y ridículo que es que un hombre de menos de treinta años, aventurero, lleno de intereses, de pasiones y de vida, deje de existir de un momento a otro. Así, sin más.

Anoche, Elvira y yo hablábamos precisamente de esto y nos preguntábamos el por qué de este tipo de injusticias... y lo más probable es que ninguno de nosotros sepa nunca la razón por la cual pasan estas cosas. La vida y la muerte seguirán siendo siempre un misterio infinito para nuestra mente humana. Gente buena morirá antes de tiempo y gente mala parecerá ser eterna. Y quizás en la vida no siempre se verán recompensados los grandes esfuerzos. Quizás muchos logros y fortunas se seguirán dando por poco más que un golpe de suerte. Quizás el talento, el esfuerzo y la generosidad no darán siempre los frutos esperados.

La realidad es que la vida no es justa. La vida, simplemente, es. Se desarrolla, como la secuencia de fotogramas de una película, implacable, imparable... como una madeja que se desenrolla poco a poco a medida que pasa el tiempo. Y lo único que podemos hacer es bailar con ella como mejor sepamos, echándole nuestras ganas, nuestro talento y todo lo bueno que tengamos.


Creo que lo que tenemos que aprender - por mucho que le cueste a nuestra mente racional - es que no necesitamos saber el por qué de todo lo que ocurre. No necesitamos descubrir los misterios de la vida y de la muerte para saber vivir. Lo único que necesitamos entender es que - tal y como dijo Lincoln - quizás no importen tanto los años que dure nuestra vida, sino mas bien cómo vivamos esos años, sean treinta, cincuenta o cien.

La verdad es que los grandes amantes de la existencia, los que nos queremos comer la vida entera a bocados, los que siempre, siempre tenemos ganas de más, desearíamos ser inmortales. O, al menos, que nuestra vida se alargase todo lo posible. Y ojalá que así sea. Mientras tanto, nuestra única misión - tan simple, tan complicada - no debe ser otra que llenar todos nuestros días de mucha, muchísima vida... y eso es algo que Ben había aprendido a hacer a la perfección.




martes, 30 de junio de 2015

CREATIVIDAD Y ALQUIMIA


Durante la mayor parte de mi vida, he sido actriz. He pasado más años sobre un escenario que haciendo cualquier otra cosa. Me subí a los trece y, aunque ahora estoy desvinculada profesionalmente del mundillo del teatro, nunca me he llegado a bajar del todo. Es una parte de mi vida que me ha dado muchísimas cosas buenas, pero también me ha hecho sufrir más que cualquier otra actividad que haya realizado. Me ha hecho llorar, dudar, odiar y machacarme hasta decir basta. Saca lo mejor y lo peor de mí: mi pasión, mi generosidad y mi disciplina, pero también mi envidia, mi inseguridad y mi ego. Es un mundo del que tomé distancia porque empezó a hacerme daño, pero del que nunca me voy a separar porque lo amo y porque siempre me hace sentir viva, realizada... en suma, feliz.


Ahora, que llevo un mes dedicada en cuerpo y alma a otra de mis grandes pasiones, a mi vocación sanadora, a mi deseo de aliviar a quien acude a mí en busca de ayuda, mis pensamientos han vuelto más de una vez a esa época entre bambalinas, a esos tiempos en los que el escenario era mi hogar y no me podía imaginar ser ninguna otra cosa sino artista. 

Me viene a la cabeza algo que dijo hace tiempo Ben Kingsley: La tribu te ha escogido para contar su historia. Eres el chamán, el sanador, eso es lo que es un contador de historias. Y creo que es importante que los actores entiendan esto. Muchas veces los actores piensan que se trata de ellos, cuando en realidad se trata del público, que se reconoce en ellos. Siempre me llamaron la atención estas palabras, porque es cierto que los actores y todas las personas que dedican todo o parte de su tiempo a una labor creativa, están regalando al mundo una manera de sanar(se), un espejo en el que mirarse, una moraleja, un alivio, un consuelo, una fuerza. Me entristece mucho que se reste valor al arte (sea la disciplina que sea), porque el ser humano es arte, es creatividad. Y junto a todos los médicos, terapeutas y sanadores del mundo deben existir los chamanes de las palabras, los de la música, los de los trazos y los colores y las formas. Porque al fin y al cabo, todos estamos hablando de lo mismo, sólo que en lenguajes distintos.


Cada vez que trabajo un nuevo personaje (me pasaba antes y me sigue pasando ahora) hay una parte de mí que está totalmente aterrorizada, que tiene miedo de fallar, de no dar suficiente al personaje, de no ser capaz de contar su historia. Lo curioso es que en mi consulta me pasa exactamente lo mismo. Cada vez que tengo un nuevo paciente, hay un vértigo, un revuelo de mariposas en mi estómago, un temor de no saber mostrarle el camino, de no lograr la alquimia que tanto necesita. Con cada nuevo paciente, una parte de mí se siente nueva, novata, principiante... al igual que con cada nuevo personaje, una parte de mí sigue siendo la niña de trece años que se subía por primera vez a un escenario de colegio.

Y se me ocurre que esto es realmente maravilloso. Qué bonito y qué útil para la sanación (de cualquier tipo), empezar de cero, sentir que uno no sabe nada, que lo tiene todo por descubrir sobre uno mismo y sobre la persona que tiene enfrente. Creo que es esencial para el trabajo de cualquiera, para la vida de cualquier persona que quiera ir más allá, que no se conforme con automatizar, que busque y rebusque y se reinvente en cada nuevo paso. Porque eso nos hace ser creativos y apasionados en todo lo que hacemos, sea cual sea nuestra actividad. 


Nuestro trabajo y nuestros estudios nos dan los datos y la experiencia para avanzar, para ser cada vez mejores en lo que hacemos. Pero la mezcla de creatividad, pasión y profundo deseo de ser parte de la alquimia es lo que nos hace ser realmente extraordinarios.

domingo, 31 de mayo de 2015

CAÍDA LIBRE

Nunca voy a lo fácil. No es que considere que esto es algo especialmente bueno. En realidad, en la mayoría de los casos, lo único que hace es complicarme la vida. Tampoco voy a decir que no sé ser de otra manera: lo más probable es que, si me pusiera a ello, acabaría aprendiendo a elegir la opción más cómoda, la más agradable, la menos trabajosa... al menos algunas de las veces. Pero el caso es que no quiero. No quiero ser de otra manera. Porque cuando me tengo que trabajar el camino difícil, es posible que llore y patalee y me den ganas de mandarlo todo a freír espárragos, pero en el fondo pienso que sería mucho más difícil conformarme con algo distinto a lo que desea mi corazón. Por eso, cuando la gente me dice que mi forma de hacer las cosas le parece valiente, paso de puntillas sobre el comentario, sin darle demasiada importancia. No es falsa modestia ni tendencia a infravalorarme. Es simplemente que me parece que, por muchos huevos que necesite para hacer las cosas que hago, muchos más necesitaría para condenarme a mí misma a ser infeliz para siempre. 

El viernes fue mi último día de trabajo en el sector farmacéutico. Llevaba dos meses esperando ese día con impaciencia, concretamente desde que tomé la decisión de dimitir de mi puesto en la empresa en la que llevaba algo más de un año. Lo que ocurrió cuando finalmente llegó el día y, sobre todo, lo que ha ocurrido en los días que han seguido, me ha sorprendido muchísimo. Ahora soy consciente de que fue demasiado inocente por mi parte, pero lo cierto es que esperaba que todo fuera alegría, que todo fuera emoción y energía desbordada por haber llegado por fin a mi objetivo: dedicarme a lo que realmente me apasiona. Pero cuál ha sido mi sorpresa cuando me he dado cuenta de que la sensación predominante no es la felicidad desmesurada. Satisfacción con la decisión tomada, sí, mucha. Pero lo que siento sobre todo es vértigo. Vértigo, vértigo y más vértigo. Una sensación de haber estado al borde del abismo y finalmente estar cayendo, en caída libre, sin apoyos, sin paracaídas, sin red.


La gente que me rodea no deja de repetirme que todo esto es normal. Y por supuesto que mi lado más racional también entiende que así es, que salir de la zona de confort siempre da vértigo, que dejar quince años de nóminas fijas en un sector estable al que una ya está acostumbrada, en el que se siente cómoda y en el que tiene buena proyección laboral, para comenzar un negocio propio prácticamente de la nada es suficiente como para lanzar a cualquiera en una auténtica caída libre emocional. 

Y, sin embargo, no lo vi venir. Mi mente no lo procesó. Por eso, cuando llegaron los dolores de cabeza, las noches sin dormir y la irritabilidad sin motivo aparente, no entendía qué me estaba pasando. Hasta que finalmente mi cuerpo, mucho más sabio que yo, se encargó de hacerme parar y recapacitar un poco, con un mini-ataque de ansiedad en plena calle. Gracias, cuerpo, tú sí que sabes.

Mi pequeño episodio (que ocurrió ayer) me ha hecho ser de pronto mucho más consciente de lo que todo este cambio me está haciendo sentir. Digamos que al fin lo tengo identificado y, como consecuencia de ello, también me encuentro mucho más capacitada para aceptarlo, afrontarlo y convertirlo en energía para seguir adelante, para convertir la caída libre en vuelo.

La realidad es que, en esta vida, lo único que podemos hacer para evitar la caída libre es no movernos. No saltar. No arriesgar. No vivir. Dar el salto siempre es elegir el camino más difícil, el que nos da miedo, el que nos regala noches sin dormir y mucho trabajo y decisiones complicadas y algún que otro ataque de ansiedad. Pero os aseguro que la alternativa es muchísimo más temible. 

No existen reglas fijas, no hay manual de instrucciones. Lo único que debemos hacer es mantenernos en movimiento y seguir avanzando. Y, sobre todo, recordar que mientras nos movamos en dirección a nuestro deseo, hasta la peor decisión de nuestra vida siempre será mil veces mejor que no haberlo intentado nunca.


miércoles, 29 de abril de 2015

QUE LLUEVA, QUE LLUEVA...


¿Por qué nos molesta tanto la lluvia? En países como España, donde no estamos acostumbrados a vivirla, parece que nuestro mundo se para cada vez que empieza a llover. Los atascos en la carretera están asegurados, no tenemos ni idea de cómo andar con un paraguas por la calle sin sacar un ojo a alguien y nos ponemos de un humor de perros. En países en los que la lluvia es más frecuente, la viven con más normalidad... aun así, para todos - independientemente de nuestra localización - es poco más que un inconveniente a la hora de vivir nuestro día a día, de ir a trabajar, de andar de un sitio a otro con todos nuestros (urgentísimos, importantísimos, esenciales) quehaceres.
 
Me pregunto en qué momento dejamos atrás nuestra ilusión infantil. Ese lienzo en blanco, esa pura inocencia que nos hace vivir en el momento y disfrutarlo sin pensar en nada más... ésa que hace que queramos pisar todos los charcos, que nos dé igual mojarnos mientras podamos seguir jugando. Las responsabilidades de la vida adulta pesan sobre nuestros hombros y, por muy alegres y despreocupados que seamos, vivir en la sociedad moderna nos hace estar sujetos a ellas: a nuestra lista de cosas por hacer, a nuestros debo, nuestros tengo que y nuestros no puedo... 


Hace unos días, llovió en Madrid. Fue una típica lluvia primaveral: breve y torrencial. Salí de la consulta sin paraguas (nunca lo llevo) y me apresuré hacia la parada del autobús para evitar mojarme. Estaba cansada, había trabajado mucho y tenía la cabeza embotada. La lluvia caía con fuerza y me daba en la cara, me mojaba la ropa... el semáforo estaba en rojo y no tenía más remedio que aguantar. Por otro lado, no me apetecía nada meterme en un autobús lleno de gente malhumorada, que sin duda alguna tardaría el doble de tiempo de lo normal en llegar a mi parada. De repente, tomé una decisión: eché los hombros atrás, relajé el cuerpo, miré hacia arriba y dejé que la lluvia cayera libremente sobre mí. Con ese simple gesto, todo cambió. Las gotas que me molestaban al caer sobre mi ropa se volvieron placenteras y la sensación del agua sobre la cara era maravillosa. Así que dejé de pensar y, simplemente, comencé a andar... 

Llegué andando hasta mi casa, sintiendo cómo mi cansancio desaparecía y sonriendo a la gente que me miraba desde bares y portales como si estuviera loca. 

Evidentemente, no estoy diciendo que debamos andar siempre por la vida dejándonos empapar por la lluvia: es cierto que tenemos nuestras rutinas, que tenemos quehaceres y responsabilidades. Eso es así. Sin embargo, qué bueno es tener siempre presente a ese niño que todos - en el fondo - seguimos siendo. Qué bueno es permitirnos, de vez en cuando, andar sin reparos bajo la lluvia. Qué importante es aprovechar los momentos que nos da la vida para volver a ser inocentes, puros, disfrutones, traviesos. Qué importante es reírnos de todo, pasar de todo, apasionarnos por todo. 

Sí, estamos muy ocupados, no nos da tiempo, no llegamos... pero a veces, lo mejor que podemos hacer para avanzar, para ser mejores y más felices, es pararnos, sonreír y dejar que la lluvia nos empape.




lunes, 30 de marzo de 2015

GIRA, MUNDO LOCO


Acabo de regresar de Boston. Tuve que ir a principios de la semana pasada por trabajo y decidí quedarme unos días para conocer la ciudad y los alrededores. La verdad es que ha sido un viaje emocionalmente complicado, en el cual la gran carga de trabajo y el estrés se han mezclado con sentimientos encontrados, nervios por las cosas que están por venir y una sensación continua de desasosiego. Tanto es así, que pensé que me costaría mucho conseguir disfrutar de mi tiempo libre en la ciudad.

Además, llevaba un tiempo sin viajar por ocio, con lo cual a todo lo anterior se sumaba - por así decirlo - una cierta falta de costumbre. Por todo ello, em mi primer día libre me aventuré a salir a la calle con relativamente poco convencimiento. Boston, por su lado, me recibió gris y nublada... y aun así, sorprendemente agradable. Es una ciudad inusualmente bella, llena de buena arquitectura, elegantes monumentos y zonas verdes que - incluso con la nieve, los charcos y el frío - resultaban mágicas.



Tardé tan solo media hora en volver a ser yo misma: en ponerme de nuevo la piel de exploradora y convertirme una vez más en la viajera que siempre he sido. No se había ido a ninguna parte... era sólo que la pobre estaba enterrada bajo una montaña de responsabilidades no deseadas. Ya le tocaba salir a pasear.

En este semana me he enamorado tanto de Boston que he llegado a decir que la prefiero a Nueva York. Cualquier que me conozca bien entenderá la envergadura de esta afirmación. Pero es que cuando una ciudad consigue encantarte bajo un manto de nubes, lluvia torrencial y un día entero de nieve continua, es evidente que tiene algo especial.

Ayer, durante mi último día en USA, Boston me regaló un sol espléndido. No quedaba rastro de la nieve del día anterior, parecía mentira que se tratara de la misma ciudad, tan solo un día más tarde. Puesto que además era Domingo, la gente se lanzó a la calle y los bares y restaurantes se llenaron de grupos y parejas, disfrutando del tradicional brunch o tomando un café o unas cervezas. Había niños correteando en los parques y perros paseando con sus dueños, deseosos de disfrutar del día. La ciudad parecía contenta de estar viva.


Caminando entre la gente y observando sus idas y venidas, me puse a pensar en todas las historias que habitan todas las ciudades de este mundo. Las alegrías, las tristezas, los pequeños y grandes dramas de cada una de las almas que caminan sobre esta Tierra. 

Vivimos en un mundo cada vez más loco, en el que nieva durante todo un día a finales de Marzo, en el que se gastan millones de dólares en reuniones de dos días para hablar del compromiso de las multinacionales con el bienestar en el Tercer Mundo, mientras ahí mueren millones de personas cada minuto, esperando los resultados de ese compromiso. Es un mundo en el que un demente estrella un avión llevándose por delante las vidas de cientos de personas sin razón alguna.

Destrozamos vidas en nombre del progreso, gastamos dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos y cada día perdemos la noción verdadera de lo que significa la felicidad.

Qué difícil es a veces seguir viviendo... viviendo de verdad, cogiendo la vida por los cuernos y arriesgándonos cada día cuando el mundo no deja de demostrarnos que cada momento es un riesgo, que casi nada tiene sentido.

Y sin embargo, quizás ésa sea la única respuesta. Bukowski escribió: "Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que la muerte tiemble al recibirnos." En un mundo en el que cada momento se puede convertir en una tragedia sin sentido, lo mejor que podemos hacer es seguir confiando, levantarnos cada mañana, poner un pie delante del otro, disfrutar del sol (y de la lluvia y de la nieve) y vivir de manera feroz... quizás ésa sea nuestra única posibilidad real de desafiar a la muerte.


martes, 24 de febrero de 2015

TERREMOTO


Hoy, Madrid ha temblado. Ha sido muy leve y ha durado sólo unos segundos pero el caso es que el suelo se ha movido bajo nuestros pies. El epicentro fue en Albacete y ocurrió algo después de las cinco de la tarde. Yo estaba en la oficina, pasando un día francamente mejorable. Un día que comencé con energía, contenta tras un fin de semana de lo más productivo y con ganas de comerme el mundo... pero que se convirtió rápidamente en una jornada mas bien rara, llena de percances, problemas tecnológicos, cantidades de trabajo fuera de lo razonable y noticias que, sin ser graves, me han dejado con una sensación de desasiego y descontrol que no he podido quitarme de encima aún. 

Cuando volvía a casa en el metro iba pensando en esos 5,4 puntos en la escala de Richter. Me imaginaba lo que podría haber sucedido si el terremoto hubiese sido más fuerte, más cerca, si hubiese sucedido mientras estaba en el metro o debajo de un andamio o sobre un asfalto que se podía haber abierto bajo mis pies en menos de un momento. Es mucho imaginar, lo sé. Pero el viaje en metro es aburrido... y yo había tenido un día raro.

El caso es que los pequeños y grandes terremotos de nuestra vida ocurren continuamente, cuando menos los esperamos y sin avisar. Y casi nunca estamos preparados para afrontarlos. Aunque se nos olvide continuamente, un día de lo más normal puede acabar siendo lo mejor que nos ha pasado nunca y, de la misma forma, el mejor día de nuestra vida se puede convertir en una auténtica pesadilla.

Cuando miramos hacia atrás y recordamos nuestros peores días, siempre creemos que si pudiéramos volver a esos momentos y hacernos con una bola de cristal que nos dijera cómo iba a temblar nuestro mundo, hasta qué punto los cimientos de lo que creíamos verdadero e inamovible quedarían destrozados en pocos segundos, elegiríamos no levantarnos de la cama. Simplemente, pasaríamos de ese día de mierda y esperaríamos al siguiente.


Pero la verdad es que no podemos escapar de las inclemencias del destino: ni de las meteorológicas, ni de las geológicas, ni de las físicas, ni de las emocionales. No podemos. Lo único que conseguiríamos quedándonos en la cama sería perdernos todo lo bueno que viene de la mano de esas inclemencias. Nos libraríamos de las risas, del cariño, de los abrazos, de las lágrimas, de todo lo maravilloso que acompaña a todo lo terrible de nuestra existencia... y lo peor es que el temblor no pasaría de largo. Lo sentiríamos igualmente y acabaríamos sufriendo de todas maneras... sólo que lo haríamos en vacío.  

Así que se me ocurre que lo mejor que podemos hacer es dejarnos llevar por los pequeños y grandes terremotos que nos sacuden... sacar lo mejor de cada uno, aprender a protegernos algo más para el siguiente y seguir viviendo. 

Puede que los temblores más fuertes acaben haciéndonos caer... pero eso nunca importa. Porque con algo de valor y un poco de fuerza, siempre hay tiempo para volver a ponernos en pie. 

Y eso, siempre importa.


sábado, 31 de enero de 2015

ESTA ALMA QUE RÍE Y GRITA


El corazón tiene razones que la razón desconoce. Lo escribió Blaise Pascal en el siglo XVII y sigue siendo tan real hoy como lo era entonces. Porque los asuntos de nuestro corazón, todos los altibajos maravillosos y terribles de nuestro instinto humano - afortunadamente - nunca cambian. 

Nuestras vidas sí que cambian: adquirimos responsabilidades, nos convertimos en profesionales, en padres, manejamos hipotecas, trabajos y dinero. Y a veces, todas esas responsabilidades ocupan tanto nuestro día a día, que parece que llevamos la vida a cuestas. Se nos olvida que ese corazón, esa alma a la que estamos ignorando, tiene vida propia y sus propias intenciones, por mucho que a nuestra lógica le gustara encerrarla y tirar la llave para poder vivir tranquila.

Como siempre he sido una persona de instintos, nunca he entendido bien ese empeño - que parece tener tanta gente - de guiarse por la razón en lugar de por el corazón. No niego que el corazón está loco. Nos suele llevar por el camino más difícil, por el rocoso, por el que nos hace pedazos. La razón es la calma, la lógica, la seriedad. La razón nunca te dejará hecho pedazos, porque tiene cuidado... mucho, mucho cuidado. Yo, que siempre he seguido a mi corazón con los ojos vendados y los cordones de los zapatos desatados, ya me he roto en cien, mil, cien mil pedazos y he tenido que recomponerme como quien intenta parar una hemorragia con tiritas. Es un proceso lento y doloroso y, cuando termina, nunca vuelves a ser la misma persona que eras antes. Hay una pérdida de inocencia, una cicatriz que nunca desaparece, cuando algo en lo que has puesto toda tu pasión se desmorona. ¿Y qué nos queda después? ¿Remordimientos? ¿Arrepentimiento? ¿Poco más que una ristra de dulces recuerdos?

Pues en mi humilde opinión: no, no es eso lo que nos queda. Lo que nos queda es una vida llena de deseos y de pasiones. Una vida llena de risas, de las que hacen que te duela la tripa, de ésas que parece que no vas a poder parar nunca. Nos quedan lágrimas amargas de sentimientos, una piel que hormiguea de vida, unos ojos que brillan y las ganas de vivir más... porque, aun en sus cien mil pedazos, el alma lo sabe: sabe que, tras todas esas cosas increíbles que ya hemos vivido, lo mejor sigue estando por llegar.

El corazón tiene razones que la razón desconoce. Somos dulces víctimas de nuestros instintos, de nuestros deseos más puros y básicos. Nuestra alma magnífica - esta alma que ríe y grita - quiere más. Quiere que digamos lo que pensamos, que no escondamos lo que queremos, que vivamos como lo que somos: seres en estado físico, hechos para reír y llorar, para entregarnos, para correr, besar, tocarnos, abrazar... hechos para comer(nos), para querernos, para corrernos y para bailar. Eso es lo que somos y eso es lo único que tenemos. Porque en cien años, cuando ninguno de nosotros esté aquí, cuando no seamos más que el humo de un recuerdo que una vez existió, nada más va a importar: sólo lo que hemos vivido, lo que hemos amado y la pasión con la que lo hemos hecho. 

Por eso puede que no sea mala idea, de vez en cuando, dar un respiro a la razón. Que se relaje. Que se tome una copa. Que se deje llevar. Y que el corazón nos recuerde lo que realmente significa vivir.