domingo, 31 de mayo de 2015

CAÍDA LIBRE

Nunca voy a lo fácil. No es que considere que esto es algo especialmente bueno. En realidad, en la mayoría de los casos, lo único que hace es complicarme la vida. Tampoco voy a decir que no sé ser de otra manera: lo más probable es que, si me pusiera a ello, acabaría aprendiendo a elegir la opción más cómoda, la más agradable, la menos trabajosa... al menos algunas de las veces. Pero el caso es que no quiero. No quiero ser de otra manera. Porque cuando me tengo que trabajar el camino difícil, es posible que llore y patalee y me den ganas de mandarlo todo a freír espárragos, pero en el fondo pienso que sería mucho más difícil conformarme con algo distinto a lo que desea mi corazón. Por eso, cuando la gente me dice que mi forma de hacer las cosas le parece valiente, paso de puntillas sobre el comentario, sin darle demasiada importancia. No es falsa modestia ni tendencia a infravalorarme. Es simplemente que me parece que, por muchos huevos que necesite para hacer las cosas que hago, muchos más necesitaría para condenarme a mí misma a ser infeliz para siempre. 

El viernes fue mi último día de trabajo en el sector farmacéutico. Llevaba dos meses esperando ese día con impaciencia, concretamente desde que tomé la decisión de dimitir de mi puesto en la empresa en la que llevaba algo más de un año. Lo que ocurrió cuando finalmente llegó el día y, sobre todo, lo que ha ocurrido en los días que han seguido, me ha sorprendido muchísimo. Ahora soy consciente de que fue demasiado inocente por mi parte, pero lo cierto es que esperaba que todo fuera alegría, que todo fuera emoción y energía desbordada por haber llegado por fin a mi objetivo: dedicarme a lo que realmente me apasiona. Pero cuál ha sido mi sorpresa cuando me he dado cuenta de que la sensación predominante no es la felicidad desmesurada. Satisfacción con la decisión tomada, sí, mucha. Pero lo que siento sobre todo es vértigo. Vértigo, vértigo y más vértigo. Una sensación de haber estado al borde del abismo y finalmente estar cayendo, en caída libre, sin apoyos, sin paracaídas, sin red.


La gente que me rodea no deja de repetirme que todo esto es normal. Y por supuesto que mi lado más racional también entiende que así es, que salir de la zona de confort siempre da vértigo, que dejar quince años de nóminas fijas en un sector estable al que una ya está acostumbrada, en el que se siente cómoda y en el que tiene buena proyección laboral, para comenzar un negocio propio prácticamente de la nada es suficiente como para lanzar a cualquiera en una auténtica caída libre emocional. 

Y, sin embargo, no lo vi venir. Mi mente no lo procesó. Por eso, cuando llegaron los dolores de cabeza, las noches sin dormir y la irritabilidad sin motivo aparente, no entendía qué me estaba pasando. Hasta que finalmente mi cuerpo, mucho más sabio que yo, se encargó de hacerme parar y recapacitar un poco, con un mini-ataque de ansiedad en plena calle. Gracias, cuerpo, tú sí que sabes.

Mi pequeño episodio (que ocurrió ayer) me ha hecho ser de pronto mucho más consciente de lo que todo este cambio me está haciendo sentir. Digamos que al fin lo tengo identificado y, como consecuencia de ello, también me encuentro mucho más capacitada para aceptarlo, afrontarlo y convertirlo en energía para seguir adelante, para convertir la caída libre en vuelo.

La realidad es que, en esta vida, lo único que podemos hacer para evitar la caída libre es no movernos. No saltar. No arriesgar. No vivir. Dar el salto siempre es elegir el camino más difícil, el que nos da miedo, el que nos regala noches sin dormir y mucho trabajo y decisiones complicadas y algún que otro ataque de ansiedad. Pero os aseguro que la alternativa es muchísimo más temible. 

No existen reglas fijas, no hay manual de instrucciones. Lo único que debemos hacer es mantenernos en movimiento y seguir avanzando. Y, sobre todo, recordar que mientras nos movamos en dirección a nuestro deseo, hasta la peor decisión de nuestra vida siempre será mil veces mejor que no haberlo intentado nunca.