domingo, 27 de marzo de 2016

DAME LA MANO


Hoy he pasado un rato en El Retiro con mi amigo Iñaki. Es una pequeña tradición nuestra: solemos quedar un Domingo cada mes o mes y medio para vernos, dar un paseo y charlar. A los dos nos encanta El Retiro y este pulmón de Madrid se ha convertido en nuestro lugar de encuentro habitual. Hoy me he acercado al Palacio de Cristal quitándome abrigo, pañuelo y guantes, ya que el día ha sido típicamente primaveral, muy frío por la mañana y llegando hasta 23 ºC al sol a mediodía. El Retiro estaba abarrotado de gente: padres y niños dando de comer a los patos del estanque, parejas paseando y disfrutando del sol y músicos tocando una melodía mágica de hang.


Mi cabeza también estaba abarrotada. De pensamientos, decisiones por tomar, dilemas, dudas. Aproveché la compañía de mi amigo para soltar un poco de lastre, contar lo que me asusta y preocupa y pedir consejo. Un par de horas después, cuando volvía paseando a casa, pensaba en lo ligera que me sentía y en cómo, muchas veces, el simple hecho de decir algo en voz alta nos ayuda a aclarar nuestros pensamientos y tomar decisiones casi inmediatas. 

Qué importante es el contacto humano para nuestra existencia. En los últimos meses, toda mi energía ha estado destinada a montar mi negocio, a preparar la consulta, a mejorarla, a mis pacientes, a mis continuos estudios. Aunque en teoría tengo más contacto directo con otras personas que en mi anterior trabajo, lo cierto es que - en este sentido - la relación con los pacientes no cuenta. Al establecer una relación terapeuta-paciente, es necesaria cierta barrera emocional, para protección de ambos. Y aunque los pacientes, de manera natural, suelen contarme cosas ajenas a su motivo de consulta, yo no puedo implicarme emocionalmente en sus temas personales y, evidentemente, mucho menos contarles los míos. Por lo tanto, en consulta no se suele establecer ese vínculo emocional tan humano y tan necesario para nosotros.


Por otro lado, mi situación económica desde que no disfruto de un sueldo fijo se ha traducido en una falta de actividad social: nada de cursos, eventos contados con los dedos de una mano y muy pocas salidas con los amigos. Estos meses he sentido la necesidad de dedicar todo mis esfuerzos económicos, intelectuales y emocionales únicamente a mi trabajo. Lo he hecho conscientemente, sabiendo lo que hacía. Sin embargo, con el tiempo he comprendido que ésta no es una situación sostenible.

Nos necesitamos los unos a los otros. Es ridículo, irreal y bastante peligroso intentar convencernos de lo contrario. Y es que, cuando nos encerramos en nosotros mismos, perdemos perspectiva. Anaïs Nin dijo: No vemos las cosas como son; las vemos como somos nosotros. Esta verdad es más grande que nunca cuando estamos solos, cuando no hay espejos donde mirarnos, personas lo suficientemente alejadas de nuestros agobios y nuestras pesadillas como para sacarnos de nuestra espiral y ponernos los pies en la tierra de nuevo.     


Mi abuelo materno solía gastar todo su dinero en dar fiestas a las que invitaba a todos sus amigos y familiares. Nunca le interesó tener propiedades, ni ahorrar, ni gastar en cosas materiales. Lo que más feliz le hacía era tener la casa llena de las personas a las que quería. Y qué razón tenía. Nuestro círculo, nuestra gente, nuestros seres queridos. Son nuestro escudo protector, nuestro cable a tierra, el viento que nos impulsa para volar. 

La única realidad inquebrantable de nuestra existencia. 

Lo único que quedará para siempre, aun cuando todo lo demás ya haya desaparecido.