martes, 31 de mayo de 2016

CUANDO DUELE


Hace unos días, buscando en el baúl de los recuerdos (ése que ahora guardamos en el disco duro de nuestro ordenador), me encontré con el primer book fotográfico que me hice como actriz. Fue en el año 2004. Desde entonces, han llovido doce años y un montón de otras cosas. Me llamó la atención mi mirada en aquellas fotos. Limpia, inocente y algo infantil. Porque se puede decir que, por aquel entonces, aún no me había pasado nada: no había tenido un gran desamor, ni había perdido a nadie, ni había experimentado la muerte de cerca... y así, una infinidad de cosas que me han pasado en estos doce años y que aquella niña del 2004 quizás entendía a nivel intelectual y abstracto, pero no tenía ni idea de cómo la iban a cambiar una vez que ocurrieran.

No es que quiera recuperar a esa niña de las fotos. No envidio su inocencia. De hecho, la recuerdo como una persona bastante incompleta y débil, llena de complejos y de ideas muy poco realistas sobre la vida. Mi mirada de hoy es algo menos limpia, manchada por la pérdida de la inocencia, por la consciencia de los males de este mundo y por el dolor. El dolor de la pérdida, de la separación, de la traición y de ese naufragio del corazón que es la nostalgia.


La vida duele. Y, por naturaleza, intentamos evitar ese dolor. Nuestro instinto de supervivencia nos hace querer estar bien, encontrarnos a gusto, disfrutar. Pero es obvio que no siempre es posible. Opino que hemos creado una sociedad en la que el dolor está demonizado - no nos gusta mostrar que estamos mal ni tampoco ver que los demás lo están. Las redes sociales han elevado esto a la enésima potencia y, hoy en día, sentimos la presión de mostrar nuestra vida perfecta en ese escaparate que hemos creado para espiarnos los unos a los otros sin parar. Lo más común no es que la gente cuente sus miserias (ésas que absolutamente todos tenemos). Sólo contamos lo bueno. Nos hacemos la foto de rigor y vendemos esa mentira al mundo. Y el mundo la compra.

Pero el dolor está ahí por algo. Si no sintiéramos dolor, tampoco podríamos sentir alegría, alivio, tranquilidad, felicidad. El dolor nos cuenta que nos ha pasado algo, que nuestra vida se ha movido y nos ha sacado del eje. Eso hay que sentirlo y procesarlo para poder seguir adelante. Evitar el dolor, ignorarlo, pretender que la vida sea siempre fácil y placentera nos mantendrá anclados en el mismo lugar hasta que un día explotemos de tanto sentimiento sofocado. El dolor nos avisa de que algo no va bien y nos protege de seguir haciéndonos daño.


Y no estamos solos. El dolor da la oportunidad a otras personas de ayudarnos y de querernos. Dar y recibir ayuda en esos momentos cambia las relaciones y enriquece de una manera que la alegría y la tranquilidad no consiguen. Porque el dolor une.

Por eso, no echo de menos a esa niña de mis fotos. Puede que mi mirada haya cambiado, pero es porque ahora lleva dentro las penas y las alegrías de todo lo que he vivido y, sobre todo, el amor que las ha acompañado. Y eso, jamás se me ocurriría cambiarlo.