martes, 31 de enero de 2017

VULNERABLES


Hace algo más de una semana, estaba tumbada en la cama leyendo un libro, cuando por casualidad noté un pequeño bulto en un pecho. Mi mente tardó un par de segundos en registrar lo que estaba pasando. Tuve que volver a tocarlo para acabar de creérmelo. Pero sí. Ahí estaba. Un bultito del tamaño de un guisante que se movía bajo mi dedo cuando lo tocaba. Enseguida comencé a hacer mis cábalas: no era especialmente duro y se movía, con lo cual no pintaba mal. Además estaba muy en la superficie y no parecía estar conectado al resto del tejido del pecho. Estoy acostumbrada a tocar bultos de este tipo en el cuerpo de mi perrita, porque es propensa a los quistes de grasa. Así que probablemente era eso: un quiste de grasa. Me quedé dormida tras haber decidido llamar a mi ginecóloga a primera hora del día siguiente para pedir cita para mirármelo. Pero pensé hasta en escribirme una notita para no olvidarme de llamar: así de tranquila estaba. 

Lo que ocurre es que la mente es muy traicionera. Y cuanto más tiempo le damos para sabotear nuestra paz interior, peor. Cuando me levanté a la mañana siguiente, ya no estaba tan tranquila. Pasé un día complicado, con ensayos y clases y una gripe cuyos síntomas (estoy segura) empeoraron considerablemente con mi preocupación. Aun así, viví mi día, realicé mi trabajo, me mantuve presente en lo que estaba haciendo. Y me di cuenta de que, hace unos años, no podría haber hecho eso. El mantener un estado de paz interior frente al miedo y la preocupación es algo que se aprende y se cultiva. Hay personas a las que les sale de forma natural. Otras debemos ser conscientes de ello y trabajarlo cada día. A mí me ha llevado años de trabajo personal pero, a día de hoy, puedo decir que tengo suficiente fuerza mental y emocional para mantenerme en mi eje cuando las cosas se tuercen o el camino es incierto. 


Afortunadamente, no tuve que sufrir la preocupación durante mucho tiempo. Mi doctora me dio cita urgente para el día siguiente y una ecografía dejó claro que todo estaba bien. Supongo que lo normal en estos casos es darnos cuenta de lo vulnerables que somos, de lo precario que es nuestro destino, de lo fácilmente que puede cambiar la vida en un segundo. Pero ya sabéis que yo todo eso ya lo tenía claro: no hay día en el que no sea consciente de lo fugaz de nuestro paso por el mundo, de la rapidez con la que la vida puede dar un giro de 180º y lanzarnos del cielo al infierno (y viceversa) en un solo momento. Y qué importante es no necesitar un susto, una enfermedad o una pérdida para tener esa consciencia. Eso es lo que hace que nos aseguremos de no distraernos con tonterías, de eliminar la morralla, de reírnos a carcajadas hasta que nos duela la tripa, de pararnos a contemplar el cielo de Madrid, de mirarnos a los ojos y perdernos en una sonrisa. 

Y de querernos. De querernos mucho. De amar profundamente a nuestra gente. Y de permitir que ellos también nos quieran y nos ayuden. Porque lo más importante que he aprendido sobre los pequeños y grandes sustos de esta vida es que tratar de vivirlos en soledad, sin contar con quien nos quiere, sólo para intentar evitarles el disgusto o la preocupación, es lo peor que podemos hacer. A veces pensamos que tirar hacia delante y enfrentar la tormenta solos significa que somos fuertes. Queremos evitar la vulnerabilidad a toda costa, tanto la nuestra como la de las personas a las que amamos. Pero no nos damos cuenta de que hacernos vulnerables, compartir nuestros miedos, hablar de nuestras penas y apoyarnos en los nuestros es precisamente lo que nos hace más fuertes. A todos.

Y es que no basta con sentir el amor. El amor hay que ejercitarlo, utilizarlo, sacarlo a pasear. Y es sólo entonces cuando ese amor se convierte en una bestia invencible que puede con cualquier giro que a la vida se le ocurra dar.