martes, 28 de febrero de 2017

NIÑOS CON HIPOTECAS


Llevo algunos meses - desde el comienzo del año escolar - inmersa en el enriquecedor, complicado, maravilloso y terrible mundo de la enseñanza infantil. En mi trabajo con los niños, he encontrado una vocación oculta que nunca había pensado que podía tener. A pesar de las dificultades con las que me tropiezo cada día, los retos individuales de cada niño y los generales de una persona que no ha estudiado pedagogía pero intenta cada día ser mejor educadora y mejor modelo a seguir para esos seres diminutos, este mundillo se ha convertido rápidamente en una de mis pasiones.

Lo que ocurre con esta historia de amor es que el período de luna de miel y el de la desilusión y el hastío no han ido uno detrás de otro, sino que ocurren a la vez: paso de uno a otro varias veces al día y a veces lo siento todo junto y me dan ganas de llorar y de reír al mismo tiempo. No es que me esté volviendo loca (o al menos no lo creo); es simplemente que mi trabajo se ha convertido en una montaña rusa que me puede hundir en el agobio más absoluto a las 4 de la tarde y llenarme de orgullo y felicidad a las 6 del mismo día. Y más me vale no bajar la guardia, porque a las 8 todo se puede volver a hundir en el abismo de la frustración y el agotamiento total.


A veces me siento a reflexionar sobre las actitudes y las reacciones de los pequeños. Ellos aún no han aprendido a filtrar sus emociones, no entienden de estar en público, de tener que mantener la compostura, de callarse las cosas porque no proceden, o porque no es conveniente que nadie las sepa. Esto les convierte en jueces brutales de todo, incluidos sus profesores. Un adulto puede aburrirse en tu clase de inglés y callárselo con una media sonrisa, quizás guardárselo para más tarde, hablar contigo en privado en una esquina y decirte diplomáticamente que en su opinión éste no es el mejor método de enseñanza para él. Un niño te mira a los ojos y te dice: Esto es muy aburrido y no quiero hacerlo. ¿Podemos hacer algo más diver?

En ocasiones me quedo pensando que envidio esa libertad de la infancia de decir las cosas sin filtro... y que realmente no importe, porque eres un niño y esa brutal sinceridad se te disculpa. La otra cara de la moneda son las pataletas, las rabietas descontroladas de algunos de los pequeños cuando no consiguen lo que quieren. Cuando yo era pequeña, sabía que las pataletas no eran aceptables. Mis padres me educaron dejándome muy claro que las cosas no se conseguían así. Ésta no parece haber sido la educación recibida (o, al menos, comprendida) por algunos de los pequeños con los que trabajo. No dejo de creer que es importantísimo enseñarles que las cosas no se arreglan montando una escena, que no siempre podemos tener todo lo que queremos y una larga lista de etcéteras que mis padres me hicieron el favor de enseñarme a mí para convertirme en una adulta feliz, eficiente y capaz de construir mi vida a diario. Pero a veces - sólo a veces - cuando estoy muy cansada, cuando me siento frustrada o triste o harta, se me ocurre pensar que les entiendo perfectamente y que si yo pudiera, si fuera aceptable y correcto y no fuera a desembocar en un viaje al manicomio, yo también me tiraría al suelo a currarme una buena pataleta de vez en cuando.

Porque, ¿sabéis qué? La vida es dura. Y a veces es triste. Y a veces nos sentimos tan derrotados que creemos que no podemos continuar. Y, en el fondo, muy dentro de nosotros, seguimos siendo esos niños: esos niños sin filtro, libres, limpios, sinceros... y a la vez asustados y vulnerables y necesitados de protección. Una parte de nosotros nunca deja de ser ese niño al que le daba miedo la oscuridad, ése que pensaba que había monstruos debajo de la cama y que se creía al niño mayor que le contaba que si dices Bloody Mary tres veces delante del espejo del baño, se te aparece y te mata. Una parte de nosotras sigue siendo la niña con corrector dental a la que le daba miedo sonreír por si se reían de ella o a la que llamaban cuatro ojos porque llevaba gafas. Esa niña que, a día de hoy, siente que se le echa el mundo encima si tiene que quitarse las lentillas y salir a comprar el pan con sus gafas de Ralph Lauren con cristal reducido y montura de 800 euros.


Una parte de mí sigue siendo la niña pre-adolescente con la que se metían porque sacaba dos cabezas a todos los niños de su clase... y aun hoy, con 37 años, sigo teniendo cero sentido del humor con mi altura y me siguen dando bajones ocasionales cuando tres personas seguidas me la mencionan o cuando una potencial pareja me dice que no podría estar con una mujer tan alta como yo. 

Siempre seremos un poquito niños. Niños con trabajos e hipotecas y tarjetas de crédito. Niños que tienen que hacer girar el mundo todos los días con su esfuerzo y con sus acciones y que, a veces, sienten que esa responsabilidad se les queda demasiado grande.

Pero tenemos muchísima ventaja sobre los niños que fuimos hace años. Porque ahora también tenemos un adulto dentro de nosotros. Un adulto que ha aprendido a base de caerse y levantarse e intentarlo y fallar y volver a empezar. Tenemos que dejar que ese adulto nos guíe... y acordarnos de decirle que tampoco se olvide de dar un abrazo al niño de vez en cuando. 
Que le entienda, que le hable. 
Y que le quiera mucho.