domingo, 30 de abril de 2017

EL CAMINO


Cada mes, me siento a escribir un post en este blog. Lo hago pase lo que pase, aunque esté agotada, aunque no tenga tiempo, aunque mi cabeza y mi cuerpo no den para más. En parte, es porque creo que tener un blog implica un grado de responsabilidad: hay que mantenerlo y cuidarlo; si no, no tiene sentido tenerlo. Pero la otra razón es que necesito estos momentos en los que me siento a escribir y mis pensamientos se ordenan, mis emociones se calman y pongo en perspectiva aquellas cosas que me han estado agobiando o preocupando.

En estas semanas, he estado inmersa de manera total, casi obsesiva, en mi actual producción teatral, Un Tranvía Llamado Deseo. Una de las cosas más maravillosas y terribles del teatro es que, cuando vemos el producto acabado sobre el escenario, no vemos nada de lo que pasa o ha pasado detrás: ni problemas técnicos, ni altercados entre bambalinas, ni desacuerdos, ni luchas por obtener derechos de representación o espacios donde actuar, ni un largo etcétera de cosas que ocurren desde el mismo momento en el que un proyecto se comienza a gestar hasta el momento del aplauso del público. Es la maquinaria, el sudor, el equivalente a la sala de calderas de los grandes barcos antiguos, donde cientos de hombres echaban carbón sin descanso a las calderas para que todo siguiera funcionando, mientras arriba la gente bebía, bailaba y disfrutaba sin tener ni idea de lo que estaba pasando bajo sus pies.


Las artes escénicas son duras. Lo son en todas sus facetas. El trabajo de un actor, cuando está bien hecho, es difícil. El de un director, si quiere crear el marco perfecto para que sus actores den lo mejor de sí mismos, es más difícil todavía. Un director debe tener lo que mi padre solía llamar una mano de hierro con guante de seda: es decir, debe ser estricto y específico en su trabajo con los actores, pero también debe saber lo importante que es apoyar, elogiar cuando es merecido y cuidar de ellos de todas las maneras posibles. Puesto que el actor es vulnerable, se expone en todos los sentidos y se desnuda de artificios y máscaras, es responsabilidad del director tenderle la mano durante el camino.

Como soy actriz, y he estado en el otro lado, comprendo bien cada mirada de mis actores, cada gesto que les delata sin querer, cada pequeña indicación casi escondida de que no están a gusto, de que algo les preocupa, de que se sienten juzgados, incómodos o asustados. Y como, además, tengo la ventaja de trabajar con la energía de manera regular en consulta, suelo ver más allá de las corazas y los escudos protectores de la gente que me rodea. Todo esto, por supuesto, no significa que nunca me equivoque. Me equivoco, y mucho. Pero sí que creo que estos factores me dan cierta ventaja a la hora de arreglar los problemas que puedan ir surgiendo. Tampoco quiere decir que yo misma no tenga también miedo, desconfianza, vulnerabilidad y corazas. Las presiones a las que se ve sometido un director no son las mismas que las de los actores, pero están ahí, existen... y creedme cuando os digo que pesan mucho.


Como peso añadido, el trabajo del director está lleno de soledad. El director no es parte del elenco y no es amigo de nadie, al menos dentro del contexto de la obra de teatro que tiene entre manos. No es una cuestión de enemistad. Simplemente, tiene que ser así para que el trabajo funcione. Yo lo tengo más que aceptado y no me importa... pero eso no significa que la soledad, en ocasiones, no siga pesando.

A la hora de la verdad, en el teatro, como en la vida, tenemos que avanzar con las fichas que tenemos. Aunque a veces el camino se haga duro, aunque nuestro equipaje pese... y aunque parezca que la línea de meta está cada vez más lejos, como si la movieran en cuanto nos acercamos a ella. Porque lo que de verdad importa, lo que nunca nos pueden quitar ni las críticas, ni las presiones ni los problemas, es la certeza de que estamos en el camino correcto para nosotros. Mientras esa verdad esté ahí, todo lo demás siempre tendrá sentido.