viernes, 26 de mayo de 2017

LÁNZALO Y SUELTA


Vivimos en una sociedad competitiva. Desde pequeños, nos enseñan a ganar, a intentar ser el número 1, el campeón, el mejor. Añade a eso el factor de la educación y el de la personalidad de cada uno y podemos llegar a tener la receta perfecta para el sufrimiento. En mi caso, crecí pensando que cualquier cosa distinta a ser la primera, la mejor, la que más alto llega, no merecía la pena. No aprendí a hacer las cosas por el mero placer de hacerlas, sino para conseguir una meta: para ser, no sólo productiva, sino excelente. He tenido que ir desprogramando mi mente, reaprendiendo las cosas y aprendiendo a hacer para disfrutar, a no pensar tanto en el resultado, a vivir el camino y el aprendizaje como único objetivo. No lo he conseguido del todo: es un trabajo en progreso y lo sigo realizando cada día.

Dicen que la única persona a la que tienes que intentar superar es a ti mismo. Yo iría más allá: aparte de no pensar en superar a otras personas, tendríamos que aprender a permitirnos fallar más a menudo, a no ser siempre, necesariamente, mejores que el día anterior. Por supuesto que debemos intentarlo, pero creo que hay muchos corazones dañados por no conseguir estar siempre al 100%. Me viene a la cabeza uno de los Cuatro Acuerdos toltecas: hazlo siempre lo mejor que puedas. Es posible que lo mejor que puedes en este momento no sea un 100%. Quizás hoy, porque estás cansado, porque estás triste o enfermo o simplemente tu energía no está al máximo, solamente puedas llegar a un 70% o incluso menos. ¿Cuánta rabia, tristeza y frustración podríamos ahorrarnos si aceptáramos esto en lugar de luchar contra ello?


Personalmente, paso por fases durante las cuales sufro de algo a lo que llamo el síndrome de la actriz secundaria. Son temporadas en las que me siento continuamente como si estuviera un peldaño por debajo de otras personas, como si no fuera la protagonista de nada, por el simple hecho de no ser excelente en nada. Durante esas fases, siento que hago muchísimas cosas y que las hago bien... sólo que no lo suficientemente bien como para ser la mejor. No sé si esto, visto desde fuera, suena a preocupación narcisista o a tontería más apta para una adolescente que para una mujer de casi cuarenta años, pero es la verdad. Durante las temporadas en las que me siento así, me veo como la secundaria de todo: no soy ni la mejor actriz, ni la mejor directora, ni la mejor profesora. ni la mejor terapeuta. Y me toca sufrir por ello en silencio, hasta que se me pasa.

Durante mucho tiempo, he intentado quitarme esas ideas de la cabeza: convencerme de que sí puedo ser la mejor, de que mi trabajo es excelente. Para ello, he buscado afirmación (erróneamente) fuera de mí, en los demás, en sus comentarios y miradas y opiniones. De lo que no me daba cuenta es de que lo estaba enfocando desde una perspectiva completamente equivocada. Porque es muy posible que, simplemente, no sea la mejor en nada de lo que hago. De hecho, ¿quién lo es? ¿Quién decide quién es el mejor? Es algo tan subjetivo como variable. Pero es que hay una pregunta mucho más importante que ésa: ¿qué importa si soy la mejor o no? ¿A quién le importa? ¿A los demás? Y si es así, ¿qué significado tiene su opinión en mi vida? Y es que la pregunta no es si eres el mejor en algo; la pregunta es si eso es lo que da valor a tu trabajo.


En las últimas semanas he entendido al fin algo crucial: el valor de mi trabajo está en el propio trabajo, no en la calidad del resultado. Por supuesto que todos queremos hacerlo lo mejor posible; eso es lo que nos hace trabajar con pasión, con ganas, dando lo mejor de nosotros mismos. Pero he aquí el quid de la cuestión: una vez que realizas ese trabajo, con toda esa pasión y ganas y todo lo mejor de ti, debes lanzarlo al mundo Y SOLTAR. Ya está. Está hecho. Lo has vivido con todo tu ser y lo has regalado al universo. Enhorabuena, porque hacer las cosas dándolo todo requiere coraje y esfuerzo y amor. Eso - y no el resultado - es lo que te hace excelente.

Así que lánzalo al universo y suelta. Déjalo ir todo: las comparaciones, el miedo a la crítica, el miedo al rechazo, las frustraciones, todo. Nada importa, mas que el esplendoroso, palpitante y perfecto regalo que acabas de hacerte a ti mismo y al mundo. Felicidades y que lo disfrutes.