jueves, 31 de mayo de 2018

LA DIGNIDAD DE LO AUTÉNTICO


A menudo pienso en lo mucho que ha cambiado mi vida en los últimos años. Ahora, cuando miro atrás y veo la persona que fui, la recuerdo casi como si fuese otra o como si hubiese vivido otra vida completamente separada de la que tengo ahora. Sin embargo, no hay duda de que todo lo que viví en esa otra vida me ha traído hasta aquí y que las habilidades y la experiencia que adquirí en esos años me permiten ahora desarrollar con éxito esta nueva etapa. 
El caso es que todo lo que hacemos, si se hace bien, nos convertirá - como poco - en personas más completas. Y en el mejor de los casos, además de esto, podremos aplicar el aprendizaje a otros aspectos de nuestra vida. Muchas veces me he preguntado por qué dedico tanto tiempo, esfuerzo y energía al teatro, puesto que - desafortunadamente - no me proporciona un medio de vida. Sin embargo, una y otra vez me encuentro a mí misma dedicándole horas y horas, sacrificando tiempo libre, horas de sueño y días de descanso. La mayoría de las veces, me resulta complicado justificarlo, incluso en mi propia mente. ¿Qué me aporta ese afán de perfeccionismo? ¿Qué me da el dedicar tantas horas, tanto esfuerzo y tanta energía a lo que se supone un hobby

La respuesta es que, para mí, el teatro nunca ha sido ni será un hobby. Es verdad que lo hago como una actividad amateur, que no me pagan por ello, que me gano la vida de otra forma. Sin embargo, es demasiado importante para mí como para hacerlo a medias. Me consta que la mayoría de la gente que se dedica a este tipo de teatro lo hace como algo social, una manera de hacer algo que les gusta, quitarse estrés, pasar tiempo con gente afín y pasarlo bien. Para mí, el aspecto social del teatro es secundario y la calidad del trabajo que hago es la prioridad, por encima de todo. La realidad es que esto, en general, no me conduce a relaciones sociales llenas de diversión y risas. En concreto, cuando dirijo una obra, no suelo socializar con mi elenco y nuestra relación, aun estando llena de respeto mutuo y mucho cariño, no suele ser una relación social. 

Pero me he dado cuenta de que, paradójicamente, esas relaciones que formo con los actores a base de trabajo duro son muchísimo más profundas que cualquier relación social que pudiera formar tomando unas copas después de un ensayo. Porque al marcarme un objetivo de calidad profesional en mi trabajo, también les conduzco a ellos hacia esa misma calidad, dándoles la oportunidad de trabajar al máximo de su capacidad, mostrando todo lo que son y todo lo que pueden hacer encima de ese escenario. Y para un actor, hay pocas cosas mejores que ésa, porque le aporta todo un mundo, tanto a nivel profesional como personal.  

Al igual que en el teatro, en otros aspectos de la vida es aplicable la misma premisa: vivir de forma auténtica, dando lo mejor de nosotros en lo que hacemos, para ser mejores y más completos cada día. Se me ocurre que trabajar (y vivir) de esta forma, dignifica. Y que, independientemente de los resultados (que a veces dependen de cosas que están fuera de nuestro control), esa dignidad se queda con nosotros para siempre.

Martin Luther King dijo: Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol. ¿Por qué? Porque lo importante no es el resultado, ni cuánto dure éste. Lo importante es poner lo mejor de nosotros en este mundo, llenarlo de cosas buenas, repletas de corazón, de pasión y de amor. Cada obra de teatro que hacemos, cada niño al que enseñamos, cada cosa que escribimos, cada paciente al que tratamos, cada cliente al que atendemos, cada persona con la que nos encontramos... todos son únicos e irrepetibles. Y, al tratarlos como tal, honramos su existencia... y también la nuestra. Y eso, no tiene precio.