domingo, 26 de agosto de 2018

EL CAMINO DE LOS RECUERDOS


He pasado parte de las vacaciones en la playa y la otra en el pueblo de mi madre. Eran unas vacaciones muy necesarias y llegaron en el momento justo para que el estrés y la actividad frenética de este año no llegaran a pasar factura. Decidí desconectar de todo lo tecnológico para reconectar conmigo, con mi paz interior y con mi salud física y emocional, así que avisé a mis pacientes y desconecté el móvil durante dos semanas. En ningún momento lo eché de menos o me sentí tentada de volver a conectarlo. La libertad que siento cuando no tengo que estar pendiente de ese cacharro no se paga con dinero. Me hace replantearme todo y querer no volver a conectarme nunca más a las redes sociales y al número infinito de pings avisando de que tengo un email en la bandeja de entrada.

Lamentablemente, vivimos en un mundo en el que, para un negocio como el mío, la tecnología es cien por cien necesaria y no puedo permitirme renegar de ella. Lo que sí puedo hacer es mejorar mi relación con ella, tomármela con más calma y darme pequeños descansos cada cierto tiempo para no acabar tan quemada. Estoy en ello.


Reducir la tecnología y aumentar el contacto con la naturaleza. Esto es lo que me recuerdan siempre las vacaciones, vaya a donde vaya, pero siempre con más insistencia en el pueblo de mi infancia. Un pueblo que nunca aprecié cuando era una adolescente atrapada a cuarenta kilómetros de Madrid, sin coche y sin transporte público frecuente para moverme con libertad. Ahora, sin embargo, pasear por su parque natural, oír el río correr, sentarme a disfrutar del aire limpio, dormir con un silencio absoluto y despertarme con el canto de los pájaros... son cosas que me devuelven la vida que siento que pierdo en el asfalto de Madrid.

El pueblo es, además, mi retorno al pasado. Este año, más que en otras ocasiones, he sentido el sabor agridulce de ese camino de nostalgia, ese nudo en la garganta que se deshace a base de llanto y carcajadas, esa mezcla de pena por la pérdida de la inocencia, alegría por todo lo vivido y orgullo por el camino recorrido.

Este año, mi retorno al pasado ha venido con fuerza, al igual que el luto por mi padre, que cinco años después me ha golpeado de nuevo, implacable. Convencí a mi madre, a regañadientes, para ordenar el trastero y de ahí salieron cosas hace tiempo olvidadas, recuerdos tan bellos como para enmarcar y otros tan tristes como para volver a enterrarlos en el rincón más oscuro de ese trastero desastroso. Cuando los recuerdos y los sentimientos vienen así, como en huracán, una se siente desnuda hasta de su propia piel, casi insoportablemente vulnerable.

Pero la realidad es que no podemos huir de los recuerdos para siempre. Al fin y al cabo, son parte de nosotros y siempre estarán ahí dentro, acompañándonos, por muy lejos que corramos. Tanto si evitamos afrontar los buenos para evitar la nostalgia y la tristeza por lo perdido, como si huimos de los malos por miedo a desestabilizarnos, estaremos ignorando parte de lo que somos, parte de nuestra esencia, de nuestra realidad.


La vida está llena de éxitos y pérdidas, alegrías, traumas y cuentas pendientes. Las relaciones se resienten, la circunstancias cambian, las personas venimos a este mundo y en algún momento, inevitablemente, lo dejamos. Con un poco de suerte, muchas ganas y trabajo diario, entremedias VIVIMOS; así, en mayúsculas.

De nosotros depende afrontar la vida - con todo lo que conlleva - sin achantarnos.