miércoles, 28 de abril de 2010

A BOCADOS


Creo que hoy en día somos dueños de nuestras propias vidas y que, en la mayoría de los casos, tenemos la suerte de elegir cómo las vivimos. Por eso no me gusta tirar balones fuera y echar la culpa a los demás, a la vida, a la mala suerte o al destino de las cosas que hago o dejo de hacer. Considero que, salvo en contadas ocasiones, mis decisiones son mías y, sean cuales sean los resultados, me tengo que atener a ellos sin responsabilizar a nadie más. Los angloparlantes tienen una expresión muy buena para esto, que siempre me intento aplicar y que, traducido, viene a ser algo como "te has hecho tú mismo la cama, así que ahora acuéstate en ella".

Por eso, he evitado expresamente comenzar esta entrada diciendo que la sociedad moderna nos ha impuesto unos cánones de belleza que llevan a millones de jóvenes a matarse de hambre para estar cada día más delgadas... Independientemente de que esto sea cierto, sinceramente no creo que lo que os voy a contar aquí pueda ser achacado a ello.

Hace unos años, me pasé muchos meses comiendo bastante menos de lo que debía para perder esos kilos que supuestamente "me sobraban". Llegué a perder 12 kilos, lo cual en una estatura de 1,85 creedme que no era especialmente bonito. El caso es que yo me veía estupenda y no creía a nadie que, con sus mejores intenciones, me dijera lo contrario para hacerme entender que me estaba pasando... Me daba igual tener la cara lánguida y chupada, un cabezón enorme que hacía efecto Chupa-Chups sobre mi cuerpo y muy poca energía para hacer cualquier cosa.

En algún momento - no recuerdo cuándo ni por qué - acabé recapacitando. Lo malo es que, hace un par de semanas, me volvió a pasar algo muy parecido. Todavía no estoy muy segura de a qué situación de estrés o angustia respondía esa necesidad que sentía de repente de controlar mi peso hasta el límite y de manera totalmente exagerada, pero la verdad es que tampoco creo que importe mucho a estas alturas. Creo que lo que importa ahora es, simplemente, que esta vez he recapacitado de manera mucho más inmediata.

Lo de que la vida hay que comérsela a bocados, a veces lo entendemos demasiado tarde. Pero la vida hay que morderla, lamerla y chuparla, sacándole todo el jugo. La vida tiene uno que comérsela como si fuera el primer y último trozo de la mejor tarta de chocolate del mundo. La vida hay que vivirla con los ojos abiertos y los sentidos despiertos. La vida hay que andarla, hay que bailarla, hay que usarla y mancharla y amarla.

Y todo esto, desde luego, no se hace controlando cada movimiento, cada segundo, cada bocado. Este concepto puede ser fácil de entender, pero a veces es muy difícil de llevar a cabo. Yo tengo serios problemas para soltar el control. Lo admito alegremente, porque hace unos años no habría sabido admitirlo. Lo admito alegremente, porque estoy trabajando para encontrar un equilibrio. Y lo admito alegremente porque ahora comprendo cosas que hace unos meses no podía comprender.

La verdad pura y dura es que a mí, cuando me privo de la comida, me pasa igual que cuando me privo del sexo - que se me pone cara de vinagruza y una mala hostia de cuidado. A mí esas porciones diminutas de vida se me quedan muy, pero que muy cortas.

Así que ahora lo tengo claro: vuelvo a ir por la vida dando unos bocados de campeonato y guiñando el ojo a todo lo que me gusta - incluído mi propio reflejo...