domingo, 28 de octubre de 2018

EL CAMINO DEL APRENDIZAJE


A todos nos gusta sentirnos útiles. Al menos, eso creo. A nadie le gusta ser un cero a la izquierda, alguien con quien nadie cuenta y a quien nadie echa cuentas. Pero en los últimos tiempos he estado pensando que, quizás, algunos de nosotros estamos aquí con la misión específica de ayudar y facilitar la vida a los demás. No hay duda de que hay gente que ha hecho de la ayuda al prójimo su forma de vida, la base de su existencia. Es un instinto natural que tienen algunas personas, que hace que dediquen su vida al servicio a los demás. Yo considero que, aunque tardé algún tiempo en llegar hasta ello, aunque tomé el camino largo, nací siendo sanadora y mi destino siempre ha sido ayudar a mejorar la vida de los demás. Ahora, me gano la vida haciendo precisamente eso. Sin embargo, se me ocurre que la vida no deja de darme señales de que, fuera de la consulta, mi misión es la misma.

Desde muy pequeña, he dedicado gran parte de mi tiempo y energía al teatro y siempre he querido y necesitado estar sobre un escenario, actuando. Hace algo más de diez años, decidí dirigir una obra de teatro. Lo hice exclusivamente para ser mejor actriz. Consideraba que, poniéndome en su piel, entendería mejor lo que tenía que hacer para ser mejor a la hora de trabajar con mis directores y que esto me permitiría llegar a otro nivel en mi trabajo como actriz. No me equivocaba en eso, pero curiosamente, otra de las cosas que ocurrió cuando hice esto fue que me di cuenta de que me encanta dirigir y eso me llevó a seguir haciéndolo. La broma cósmica de todo esto es que, con el tiempo, la gente me ha empezado a identificar mucho más como directora que como actriz. No hay semana que alguien no me pregunte si estoy dirigiendo algo o si estoy pensando en dirigir algo. Sin embargo, los buenos papeles casi nunca llegan y los que llegan se esfuman como por arte de magia.


Además, cuando haces cosas por los demás, cuando eres servicial y responsable, cuando te gusta hacer las cosas bien, la gente se acostumbra a ello rápidamente. Y cuando esto ocurre, ya hay muy poco espacio para cometer errores o tomarte un descanso de tus responsabilidades para cuidar de ti y hacer lo que realmente quieres. Lo más seguro es que, cuando lo hagas, se te eche en cara que no has cumplido con tu parte del acuerdo tácito mediante el cual tú lo das todo, independientemente del sacrifico que suponga para ti o las repercusiones que pueda tener sobre tu salud o tu vida en general.

Todo esto es frustrante y doloroso. Porque una no solo se ve sin oportunidad de hacer cosas que ama, sino que se siente cansada y harta de nadar siempre contracorriente. 

Se me ocurre que la vida a veces nos da mensajes que tenemos que saber ver. Y si no los vemos, nos machaca con ellos hasta que al fin - tras muchas magulladuras y mucho dolor - los acabamos viendo con claridad. Pienso que lo de no rendirse nunca no es el mejor consejo que se puede dar. A veces, hay que rendirse. No porque estemos derrotados, sino porque hemos comprendido al fin que el camino en el que tanto insistimos, simplemente, no es para nosotros. No es fracaso. Es aprendizaje. Y con el aprendizaje viene una vida mejor, más acorde a nuestras habilidades, más en línea con el propósito de nuestra existencia.

Es importante saber hacer examen de conciencia, observar nuestra vida, conocernos a nosotros mismos y entender por qué estamos aquí. No se trata solo de hacer lo que nos hace felices (cosa que, por supuesto, es tremendamente importante) sino de hacer lo que realmente nos corresponde en esta vida. Es ahí cuando la frustración y el dolor dan paso, al fin, a la paz y a la felicidad.