miércoles, 24 de abril de 2013
UN MAL DÍA
Es evidente que no todos los días pueden ser buenos. Todos tenemos días tristes, días difíciles, días mejorables. La tendencia social es obviarlos, colocarnos una falsa sonrisa en la cara y estar bien en todo momento. Aunque nos guste pensar lo contrario, no solemos ser excesivamente empáticos con el dolor ajeno: nos incomoda convivir con la tristeza, con la miseria, con el malestar. Todos hemos comprobado que es posible estar totalmente rodeados de gente cuando estamos contentos y pasándolo bien y hemos visto cómo todos (a excepción de esos amigos verdaderos que se pueden contar fácilmente con los dedos de una mano) desaparecen misteriosamente y con una rapidez de vértigo cuando estamos mal. Está claro que nuestra sociedad no es amable y eso es algo a lo que debemos adaptarnos si no queremos morir en el intento.
El verdadero reto llega cuando lo que tenemos no es un mal día, sino una mala semana, que se convierte en un mal mes, que a su vez se convierte en un mal año. Comenzamos a sentir los primeros síntomas de desesperación, estamos muy solos y no conseguimos ver la luz al final del túnel. Y ese mal día se convierte en un gran pozo negro del que parece imposible salir. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo lidiar con algo que amenaza con sobrepasar todos nuestros límites?
El problema es que, cuando algo parece no tener respuesta, nos empeñamos en darle vueltas y más vueltas para conseguir llegar a esa utópica meta que lo resolverá todo. Pero la realidad es que, en ocasiones, lo mejor que podemos hacer es dejarlo estar. Parar el remolino de nuestros pensamientos, dejar descansar la mente y alimentar el espíritu con otras cosas durante un tiempo... A veces, ésta es la única manera de que la respuesta se deje caer delante de nosotros, de manera totalmente natural. Como dice aquella canción de Donnie McClurkin: cuando ya has hecho todo lo que puedes, simplemente párate (*).
Supongo que no es necesario que diga que esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Nos resulta insoportable no poder arreglar lo que está roto, no poder detener nuestro propio dolor o el de las personas que queremos, no poder curar la enfermedad de nuestro hijo, ni evitar el hecho de que algún día perderemos a nuestros padres, no ser capaces de encontrar lo que buscamos o de alejarnos de lo que nos hace daño.
Ojalá tuviéramos todas las respuestas, pero lo cierto es que nadie las tiene. No nos gusta pensar que nuestra vida es incierta y aleatoria: de ahí viene nuestra necesidad de tener fe, de creer en algo más grande que nosotros, de pensar que hay un ente omnipotente que siempre acabará viniendo a socorrernos. Yo creo que tener fe es bueno y, además, necesario. Pero también pienso que no debemos olvidar que hay cosas que jamás conseguiremos entender, injusticias inexplicables y penas tan grandes que nos resultan totalmente incomprensibles. Y en esos casos, lo mejor que podemos hacer es dejar de buscar todas las respuestas, simplemente pararnos, calmar nuestra alma y seguir adelante con nuestra vida.
A veces, la único que necesitamos saber es que nuestra mejor opción es continuar nuestro camino, hacer cosas que amamos, compartir nuestro tiempo con la gente que queremos e intentar ser, en cada uno de los momentos de nuestra vida, la mejor versión posible de nosotros mismos.
(*) Donnie McClurkin - "Stand"
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