Hoy, Madrid ha temblado. Ha sido muy leve y ha durado sólo unos segundos pero el caso es que el suelo se ha movido bajo nuestros pies. El epicentro fue en Albacete y ocurrió algo después de las cinco de la tarde. Yo estaba en la oficina, pasando un día francamente mejorable. Un día que comencé con energía, contenta tras un fin de semana de lo más productivo y con ganas de comerme el mundo... pero que se convirtió rápidamente en una jornada mas bien rara, llena de percances, problemas tecnológicos, cantidades de trabajo fuera de lo razonable y noticias que, sin ser graves, me han dejado con una sensación de desasiego y descontrol que no he podido quitarme de encima aún.
Cuando volvía a casa en el metro iba pensando en esos 5,4 puntos en la escala de Richter. Me imaginaba lo que podría haber sucedido si el terremoto hubiese sido más fuerte, más cerca, si hubiese sucedido mientras estaba en el metro o debajo de un andamio o sobre un asfalto que se podía haber abierto bajo mis pies en menos de un momento. Es mucho imaginar, lo sé. Pero el viaje en metro es aburrido... y yo había tenido un día raro.
El caso es que los pequeños y grandes terremotos de nuestra vida ocurren continuamente, cuando menos los esperamos y sin avisar. Y casi nunca estamos preparados para afrontarlos. Aunque se nos olvide continuamente, un día de lo más normal puede acabar siendo lo mejor que nos ha pasado nunca y, de la misma forma, el mejor día de nuestra vida se puede convertir en una auténtica pesadilla.
Cuando miramos hacia atrás y recordamos nuestros peores días, siempre creemos que si pudiéramos volver a esos momentos y hacernos con una bola de cristal que nos dijera cómo iba a temblar nuestro mundo, hasta qué punto los cimientos de lo que creíamos verdadero e inamovible quedarían destrozados en pocos segundos, elegiríamos no levantarnos de la cama. Simplemente, pasaríamos de ese día de mierda y esperaríamos al siguiente.
Pero la verdad es que no podemos escapar de las inclemencias del destino: ni de las meteorológicas, ni de las geológicas, ni de las físicas, ni de las emocionales. No podemos. Lo único que conseguiríamos quedándonos en la cama sería perdernos todo lo bueno que viene de la mano de esas inclemencias. Nos libraríamos de las risas, del cariño, de los abrazos, de las lágrimas, de todo lo maravilloso que acompaña a todo lo terrible de nuestra existencia... y lo peor es que el temblor no pasaría de largo. Lo sentiríamos igualmente y acabaríamos sufriendo de todas maneras... sólo que lo haríamos en vacío.
Así que se me ocurre que lo mejor que podemos hacer es dejarnos llevar por los pequeños y grandes terremotos que nos sacuden... sacar lo mejor de cada uno, aprender a protegernos algo más para el siguiente y seguir viviendo.
Puede que los temblores más fuertes acaben haciéndonos caer... pero eso nunca importa. Porque con algo de valor y un poco de fuerza, siempre hay tiempo para volver a ponernos en pie.
Y eso, siempre importa.
Gracias Parisa!
ResponderEliminarPor tus sabias reflexiones.. las cuales comparto.
Buenas noches con la confianza de que a pesar de los terremotos siempre tendremos la fuerza, aún sin saber cómo, de levantarnos.
Un abrazom,
Isabel, Chapita.
Aprovechemos de nuestro tiempo afianzando los cimientos
ResponderEliminar