Durante la mayor parte de mi vida, he sido actriz. He pasado más años sobre un escenario que haciendo cualquier otra cosa. Me subí a los trece y, aunque ahora estoy desvinculada profesionalmente del mundillo del teatro, nunca me he llegado a bajar del todo. Es una parte de mi vida que me ha dado muchísimas cosas buenas, pero también me ha hecho sufrir más que cualquier otra actividad que haya realizado. Me ha hecho llorar, dudar, odiar y machacarme hasta decir basta. Saca lo mejor y lo peor de mí: mi pasión, mi generosidad y mi disciplina, pero también mi envidia, mi inseguridad y mi ego. Es un mundo del que tomé distancia porque empezó a hacerme daño, pero del que nunca me voy a separar porque lo amo y porque siempre me hace sentir viva, realizada... en suma, feliz.
Ahora, que llevo un mes dedicada en cuerpo y alma a otra de mis grandes pasiones, a mi vocación sanadora, a mi deseo de aliviar a quien acude a mí en busca de ayuda, mis pensamientos han vuelto más de una vez a esa época entre bambalinas, a esos tiempos en los que el escenario era mi hogar y no me podía imaginar ser ninguna otra cosa sino artista.
Me viene a la cabeza algo que dijo hace tiempo Ben Kingsley: La tribu te ha escogido para contar su historia. Eres el chamán, el sanador, eso es lo que es un contador de historias. Y creo que es importante que los actores entiendan esto. Muchas veces los actores piensan que se trata de ellos, cuando en realidad se trata del público, que se reconoce en ellos. Siempre me llamaron la atención estas palabras, porque es cierto que los actores y todas las personas que dedican todo o parte de su tiempo a una labor creativa, están regalando al mundo una manera de sanar(se), un espejo en el que mirarse, una moraleja, un alivio, un consuelo, una fuerza. Me entristece mucho que se reste valor al arte (sea la disciplina que sea), porque el ser humano es arte, es creatividad. Y junto a todos los médicos, terapeutas y sanadores del mundo deben existir los chamanes de las palabras, los de la música, los de los trazos y los colores y las formas. Porque al fin y al cabo, todos estamos hablando de lo mismo, sólo que en lenguajes distintos.
Cada vez que trabajo un nuevo personaje (me pasaba antes y me sigue pasando ahora) hay una parte de mí que está totalmente aterrorizada, que tiene miedo de fallar, de no dar suficiente al personaje, de no ser capaz de contar su historia. Lo curioso es que en mi consulta me pasa exactamente lo mismo. Cada vez que tengo un nuevo paciente, hay un vértigo, un revuelo de mariposas en mi estómago, un temor de no saber mostrarle el camino, de no lograr la alquimia que tanto necesita. Con cada nuevo paciente, una parte de mí se siente nueva, novata, principiante... al igual que con cada nuevo personaje, una parte de mí sigue siendo la niña de trece años que se subía por primera vez a un escenario de colegio.
Y se me ocurre que esto es realmente maravilloso. Qué bonito y qué útil para la sanación (de cualquier tipo), empezar de cero, sentir que uno no sabe nada, que lo tiene todo por descubrir sobre uno mismo y sobre la persona que tiene enfrente. Creo que es esencial para el trabajo de cualquiera, para la vida de cualquier persona que quiera ir más allá, que no se conforme con automatizar, que busque y rebusque y se reinvente en cada nuevo paso. Porque eso nos hace ser creativos y apasionados en todo lo que hacemos, sea cual sea nuestra actividad.
Nuestro trabajo y nuestros estudios nos dan los datos y la experiencia para avanzar, para ser cada vez mejores en lo que hacemos. Pero la mezcla de creatividad, pasión y profundo deseo de ser parte de la alquimia es lo que nos hace ser realmente extraordinarios.
#deep! #truth!
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