viernes, 18 de octubre de 2013
ALTOS VUELOS
Escribo este post sentada en un avión que sobrevuela el océano rumbo a Atlanta. Cada vez hago estos viajes de trabajo con menos ganas. La antigua sensación de libertad que me daba vivir en aeropuertos ha ido menguando con los años y, sobre todo, con la cantidad de vuelos que he hecho obligada, en lugar de por placer.
La gente suele pensar que los que viajamos por trabajo tenemos vidas más emocionantes que los demás, que conocemos lugares y gentes diferentes y que nuestros viajes nos aportan mucho a nivel personal. La realidad es que, en la mayoría de los casos, cuando viajas por trabajo da lo mismo a dónde te manden, porque no lo vas a ver. A menos que te resulte posible añadir algunos días de vacaciones a tu estancia - y casi siempre es imposible - lo único que ves es una habitación de hotel y una sala de reuniones... con un poco de suerte, algún restaurante. Vuelves a casa con el cuerpo atontado por el cambio de presión en cabina, por el jet-lag y por la ligera frustración de haber estado en otro país sin haberte enterado.
Habiendo dicho esto, personalmente suelo encontrar al menos un aspecto positivo en cada uno de mis viajes. Afortunadamente, soy una persona sociable y disfruto con las reuniones cara a cara, así como impartiendo charlas y haciendo presentaciones. En los años que llevo haciendo un trabajo irremediablemente alejado de todo lo que soy, pienso y siento, estas reuniones siempre han sido la parte más amable y más disfrutada de mi día a día.
Y precisamente porque disfruto tanto de conocer gente nueva y de interaccionar con distintos tipos de personas, suelo atraer conversaciones de desconocidos. Creo que mi energía les dice sin palabras que son bienvenidos, porque hay pocos viajes en los que no conozca a alguien nuevo de manera completamente aleatoria. Aunque en alguna que otra ocasión ese alguien no ha hecho más que molestarme con charla sin sentido ni propósito, en la gran mayoría de los casos han sido encuentros de completa serendipia de los que siempre he aprendido mucho.
En este vuelo, estoy sentada al lado de un chico hindú. Hemos pasado las primeras cinco o seis horas sin apenas dirigirnos la palabra, aunque él me ha preguntado un par de cosas con respecto al control de pasaportes a la llegada a USA. También se ha dado cuenta cuando me han traído la comida y ha quedado claro que no me ha servido de nada solicitar (y confirmar tres veces) comida vegana. Mi bandeja contiene un arroz con legumbres y queso, unas galletitas con huevo y mantequilla y margarina hecha parcialmente con leche. No puedo tocarla. Cuando me quejo, me dicen que lo sienten y que no tienen nada más que ofrecerme, lo cual me deja sin comida en nueve horas y media de vuelo.
Hambrienta hasta el punto de sentir un dolor agudo en la boca del estómago, intento distraerme viendo una película, repasando mi presentación para la reunión y leyendo mi libro: Refugio para el Espíritu, de Victoria Moran. Es entonces cuando mi vecino de asiento se dirige a mí y me pide permiso para hacerme algunas preguntas. Le ha llamado la atención mi libro porque él está leyendo uno con un título muy parecido (aunque hablando nos damos cuenta de que el contenido no tiene nada que ver).
En el espacio de cinco minutos, me ha contado que practica el hinduismo y que, por lo tanto, es prácticamente vegano (a excepción de la leche, puesto que el hinduismo considera que ésta proviene de la vaca en una ofrenda sagrada... razón por la cual los hindúes veneran a la vaca como a una segunda madre universal). En el espacio de media hora, tengo el título de un libro sobre hinduismo y el increíble dato de que en Brihuela, a menos de dos horas de Madrid, hay un templo hindú. En el espacio de una hora, conversando y escribiendo este post, me doy cuenta de que se me ha pasado el mal humor por la ineficiencia de la aerolínea, que ya no siento tanta hambre y que además resulta que solamente queda una hora y media para aterrizar en Atlanta.
Me encanta vivir en aeropuertos.
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