Se termina otro año. A veces me resulta realmente terrorífico lo rápido que pasa el tiempo. Cada vez más. Cuando éramos pequeños, un día era una eternidad. Nos parecía que no íbamos a soportar tener que esperar hasta el día siguiente (nuestro cumpleaños, Navidad, la vuelta al cole, el comienzo de las vacaciones), porque cada minuto era elástico y se estiraba hasta el infinito. Los veranos - esos mismos con los que ahora haríamos mil y una cosas maravillosas - se nos hacían eternos porque nos aburríamos como setas. Queríamos volver al cole, ver a nuestros amigos, jugar, comprar libros que olían a nuevo, lápices con la punta perfectamente afilada y cuadernos impolutos.
Pero cuantos más años cumplimos, más veloz se nos antoja el tiempo. Un día de veinticuatro horas es corto para hacer todo lo que queremos y un año vuela a una velocidad que da vértigo. Mi frustración personal con todo esto es que el tiempo es demasiado rápido y la vida - sin embargo - parece lentísima. Al menos ésa es mi impresión. El tiempo pasa, inexorable, y las cosas que tengo entre manos, las que me gustaría hacer, mis proyectos y mis sueños, parecen progresar a velocidad de tortuga.
Siempre se dice que la razón por la cual los niños perciben el tiempo de una manera tan diferente es que han vivido menos años y, por lo tanto, sus referencias temporales son distintas a las de un adulto. No dudo de que así sea. Pero también se me ocurre que los niños lo perciben todo de manera diferente porque viven en un micro-mundo radicalmente distinto al nuestro. Ellos son puros, nuevos, aún no están contaminados por objetivos, prejuicios y programaciones mentales. Y me parece que quizás ésta sea otra razón por la cual la vida les parece más larga: porque no tienen más planes que vivirla.
Estos días he estado disfrutando de algo de tiempo de descanso. He tenido algunos días de vacaciones en la oficina y eso me ha permitido dormir, recuperar fuerzas y plantearme las cosas de una manera lógica y coherente, sin el atenuante del cansancio y el estrés nublando mi juicio. Distanciarme del remolino de trabajo en el que he vivido inmersa durante todo este año me ha venido muy bien pero, por otro lado, también ha resultado algo peligroso... porque cuando paramos y nos damos tiempo de pensar y de observar nuestra vida, corremos el riesgo de caer en la duda, en la impaciencia y en la desesperanza.
Sin embargo, yo finalmente he llegado a una gran conclusión: mi mejor opción, la que más feliz me va a hacer, es aceptar esa supuesta lentitud en mis sueños y objetivos, abrazarla como a una amiga y dejarme llevar por su vaivén. Y es que, por mucho que me impaciente, por mucho que piense, me desespere y siga planeando como una loca, las cosas no van a ir más rápido de lo que deben. La vida va a su ritmo y eso no lo puedo cambiar. Por supuesto que seguiré trabajando y creando mi camino, pero he decidido aparcar las frustraciones. No las quiero. No me sirven para nada. Lo único que consiguen es evitar que disfrute de mi día a día. Y la realidad (¿para qué engañarnos?) es que si perdemos la felicidad del camino, lo perdemos todo.
Federico Fellini decía: "hay que vivir de manera esférica, en muchas direcciones. Nunca pierdas tu entusiasmo infantil... y las cosas llegarán a tu vida". No se me ocurre mejor consejo para comenzar un nuevo año. No sé cuándo llegaré a mis objetivos soñados. Lo único que sé es que la esfera de mi vida es rica y emocionante y está llena de cosas que nada tienen que ver con esos objetivos. Por lo tanto, mi mejor baza es comenzar el 2015 con el entusiasmo de una niña...
... y los objetivos, que vengan: aquí los espero.
¡Feliz 2015 a todos!
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