
Cuando aún era una recién nacida, tuve pneumonía. Estuve en una incubadora durante varios meses y me inyectaban antibióticos en el muslo. Mi madre se sentaba conmigo día y noche y lloraba cada vez que me pinchaban. Pero lo cierto es que después de eso, fui una niña increíblemente sana y no volví a pisar un hospital hasta los dieciocho años, cuando me operaron de urgencia por un ataque de apendicitis aguda.

Por lo demás, crecí en un pequeño pueblo de Málaga y pasaba las tardes jugando en la calle y los fines de semana en la playa. Tenía amigos, me gustaba el colegio... Siempre fui lo que cualquier persona llamaría una niña sana.

Cuando terminé mi carrera universitaria y comencé a trabajar en el mundillo de los ensayos clínicos, adquirí un contacto regular - nada bienvenido por mi parte - con la enfermedad, tanto física como mental. He pasado los últimos diez años paseándome por hospitales de toda España y algunos países del extranjero, leyendo historiales de pacientes con enfermedades gravísimas y preguntándome si les estaba ayudando en algo con mi trabajo. En los últimos meses, he adquirido un nuevo tipo de contacto con el entorno del hospital, al comenzar mi voluntariado como payasa terapéutica de Saniclown (www.saniclown.com) en el Hospital Niño Jesús de Madrid.

En estos meses ha comenzado mi contacto real con los pacientes. La cantidad de cosas que he aprendido en las pocas visitas que he realizado es sorprendente... pero la importancia de esas cosas es realmente indescriptible.
Podría dedicar decenas de entradas a hablar sobre todo ello; de hecho, lo más probable es que el tema surja muchas veces en este blog. Sin embargo, llevo unos días pensando en una cosa en particular y me gustaría plantearla hoy. Y es que, en general, creemos que tenemos bastante claro el concepto de salud y enfermedad, creemos que sabremos diferenciar a una persona sana de una enferma de inmediato. Quizás esto sea más evidente con enfermedades físicas pero, ¿y las psicológicas? ¿Cuándo podemos decir que una persona no está psicológicamente sana? ¿En qué momento cruzamos la línea entre la salud y la enfermedad?
Desde pequeños, el mundo nos expone a golpes y roturas continuamente. Incluso el más sano y feliz de los niños puede sufrir un daño terrible en cuestión de segundos. Sólo hace falta un incidente, un encuentro, un accidente... para que la vida quede condicionada a ello durante mucho tiempo, o tal vez para siempre. Pero incluso si nada tan grave ocurre, las pequeñas cosas siempre están ahí y esos pequeños rasguños pueden acabar creando una herida enorme, sobre la cual, para colmo, no se puede colocar ninguna tirita.
Si lo miramos desde esta perspectiva, ninguno de nosotros está completamente sano. Todos luchamos contra nuestros propios demonios: algunos son grandes y otros pequeños, algunos tenemos muchos y otros tenemos menos... pero nadie se salva por completo.
Entonces, ¿qué define a una persona sana? Y lo más importante, ¿cómo hacemos para curar esas heridas invisibles? ¿Cómo se sana un alma?
Esta semana, en el hospital, conocí a una niña preciosa de seis años, a quien aquí daré el nombre de Isabel. Isabel está ingresada en la unidad de Oncología del Hospital Niño Jesús. Tiene la cabeza completamente rapada. Tiene sesiones de quimioterapia. Tiene la cama rodeada de familiares y de juegos sin fin. Tiene posters y regalos hechos por sus amigas del cole. Tiene una sonrisa invencible. Tiene ganas de reír a carcajadas. Tiene un sentido del humor agudo y casi adulto. Es un ser especial en la peor de las situaciones. Una princesa sacada a rastras de su reino perfecto.
Isabel tiene cáncer: por lo tanto, se podría decir que está enferma. Pero su alma no es el de una niña enferma. Tampoco está enferma el alma de su madre, que juega con ella a hacer flores de arcilla y se ríe (se RÍE de verdad) con los payasos. En este mundo negro y cruel, yo compadezco a las almas sucias... compadezco a las almas solitarias... a Isabel y a su madre, no las compadezco: las admiro. Porque, incluso en el contexto de la enfermedad, sus almas son sanas, están vivas.
Me he preguntado muchísimas veces si yo estoy realmente sana, si mi alma tiene alguna rotura tan grande como para estar sangrando sobre mi vida sin que me haya dado cuenta hasta ahora. Es muy posible que así sea. Por eso estoy especialmente agradecida a la Vida por darme la oportunidad de hacer cosas como este voluntariado en el hospital, porque son cosas como ésta las que me enseñan que esas roturas, esos golpes que a veces parecen tan duros, tan irreversibles, no son lo que define la salud de un alma.
Esa salud está definida por cómo nos enfrentamos a esas heridas, está definida por la fuerza de esa tirita imaginaria que tejemos día a día, con nuestras propias manos. Está definida por cada centímetro que crece el alma, a pesar del dolor y de la sangre perdida.
Lo valioso es recordar esto y entender además que no siempre es necesario tejer la tirita nosotros solos. Es importante saber que detrás de uno hay manos amigas, personas que nos quieren y gente solidaria. Almas, al fin y al cabo, que vienen con sus propias roturas, pero que sanan día a día y siguen adelante.
Y lo más importante de todo es saber que, a veces, el gesto más saludable que podemos hacer es confiar en que, si tropezamos en el camino, ellos estarán allí para amortiguar la caída.
