martes, 31 de diciembre de 2013

HERMOSO MONSTRUO HUMANO

Hoy se acaba el año. Un año intenso, lleno de emociones fuertes, de victorias, de derrotas, de tremendas tristezas y de increíbles alegrías. En mi mundo, ha estado lleno de contrastes, de pasiones, de claridad, de progreso. Quizás nunca hubiera pensado que podría ver este año, que ha traído consigo la mayor de las pérdidas, como un período lleno también de logros y de acontecimientos felices. A pesar de la pérdida - o quizás, en parte, como consecuencia de ésta - durante este tiempo he dado varios pasos hacia delante y, por ello, estoy profundamente agradecida.


En estos días, he estado pensando mucho en esos contrastes que llenan nuestra existencia. Todo cambia, la vida nos sorprende, parece que todo ocurre de repente... y en muchas ocasiones nos sentimos incapaces, débiles, indefensos ante estos cambios tan drásticos. No es real: el ser humano tiene la capacidad de adaptarse a cualquier situación, es un instinto animal de supervivencia. Lo único que debemos hacer es ser conscientes de nuestra propia fuerza.

Pero el ser humano es un animal complicado. Nuestros instintos están escondidos bajo capas y más capas de actividad cerebral, cánones sociales, educación, prejuicios y cantidades astronómicas de información. Vivimos dentro de nuestras cabezas y solemos olvidarnos de conectar con nuestra intuición y con nuestros instintos más primarios. Se nos olvida que hay un ser dentro de nosotros, un ser clarividente y sabio que está continuamente en paz, porque sabe que las cosas están siempre en su lugar. Por lo tanto, luchamos contra el mundo y contra nosotros mismos, ansiosos por encontrar un camino que, en realidad, no hemos perdido en ningún momento.


Nuestro cerebro es un órgano milagroso, misterioso, desconocido. Es el órgano que nos permite inventar máquinas maravillosas y armas de destrucción masiva, el que nos hace escribir los versos más hermosos y gritar los insultos más terribles. Nuestro cerebro nos introduce en profundas espirales de obsesión y círculos viciosos de pensamiento negativo... para luego mostrarnos la luz al final de un túnel de esperanzas y sueños de futuro. Y navegando en las revueltas olas de este órgano maravilloso, el hombre se ha convertido en un ser extraño, capaz de terribles crueldades y de infinitas muestras de amabilidad, preparado para dar y recibir gestos de Amor sin límites y al mismo tiempo ser protagonista de las más terribles miserias.

Esto es algo que presencio todos los días en el teatro. El actor - espejo de la humanidad - eleva a la décima potencia cada bello gesto y cada detalle rastrero del hombre... tanto encima del escenario como fuera de él. El actor es un ilusionista capaz de crear hermosos sueños y construir esperanzas de la nada; un chamán capaz de exorcizar demonios, tanto propios como ajenos. Pero también es un monstruo: un monstruo envidioso, egocéntrico, lleno de miedos y de inseguridades que sacan lo peor que tiene... Y he podido comprobar - una y otra vez - que cuando el actor consigue aplacar a ese monstruo y sacar toda su luz, sin barreras psicológicas, ocurren verdaderos milagros... tanto encima del escenario como fuera de él.


Así es el ser humano: un monstruo hermoso y terrible. Un ser que corre continuamente el peligro de destruirse a sí mismo y al mundo que le rodea, pero que, al mismo tiempo, es capaz de progresar, de evolucionar y de seguir haciendo todo lo posible por mejorar un poquito más, día tras día, en otro año que comienza... Feliz 2014 a todos.

viernes, 6 de diciembre de 2013

¿ERES LIBRE?


Esta semana he tenido unos días de vacaciones y he decidido pasarlos en Madrid, encargándome de todas las cosas para las que el trabajo no me ha dejado tiempo en los últimos meses y preparándome para mi nueva etapa laboral. Puesto que el ejercicio físico se ha convertido en algo esencial en mi vida en los últimos tiempos, antídoto contra el estrés, la tristeza, el desánimo, algún que otro kilito de más y los pequeños achaques, también he aprovechado estos días para moverme más de lo habitual.

Como parte de este plan de salud, he estado caminando con mi perrita Julieta, desde nuestra casa en Quintana hasta el parque del Retiro. Son unos cincuenta minutos de caminata a paso vivo lo cual, unido a los cincuenta minutos de vuelta, me ha dado una buena dosis de bienestar tanto físico como emocional. Pero una de las cosas que más he disfrutado de este plan ha sido la experiencia de Julieta en el Retiro. Acostumbrada a parques menos verdes y bastante más pequeños, su reacción la primera vez que la solté allí no se me va a olvidar nunca. Su cara de felicidad y su manera de correr, loca de libertad, hizo que muchas de las personas que paseaban por el parque se pararan a contemplarla.

Y es que la libertad es difícil de ignorar. Nos encanta ver la libertad pura e inocente de los animales y de los niños porque, de una manera u otra, todos aspiramos a ella. En general, nos gusta pensar que somos libres y nuestra sociedad nos vende este concepto como algo nuestro, dado por hecho, totalmente accesible. Hablamos de los abusos contra la libertad en países menos democráticos que el nuestro, en culturas más opresivas. Nos sentimos afortunados por estar en nuestra piel y no en la de la vecina de al lado, que tiene un marido maltratador que no la deja vivir. O en la del amigo que está atrapado quince horas al día en una oficina gris sin ventanas. O en la de nuestra compañera de trabajo, que nunca se viene de copas porque tiene tres niños pequeños esperándola en casa.

Pero estamos engañados. En realidad, ¿cómo se mide la libertad? ¿Quién sabe si es más libre que la persona que tiene al lado? Y, aunque no nos guste pensarlo, ¿hasta qué punto coarta nuestra libertad el mundo en el que vivimos? Si lo pensamos con objetividad, nos daremos cuenta de que casi nadie es totalmente libre. Somos esclavos de lo que nos rodea (publicidad, prohibiciones, reglas a seguir), de la gente (opiniones, el qué dirán, chantajes emocionales) y, sobre todo, de nosotros mismos: de los sentimientos que nos cohíben, de los que nos hacen enloquecer, de los que nos rompen el corazón sin que podamos hacer nada por evitarlo. Somos esclavos de nuestros prejuicios (sobre todo de los que ni siquiera sabemos que tenemos) y de nuestro ego, que nos juega malas pasadas cuando menos lo esperamos.


Puesto que durante la mayor parte de mi vida he estado inmersa en el mundo del teatro, donde se manejan unos egos verdaderamente descomunales, me he preguntado en innumerables ocasiones si en realidad no será casi todo una cuestión de establecer nuestro sitio, de no ser infravalorados, de no perder nuestro estatus en la manada. Creo que una grandísima parte de nuestro sufrimiento, de nuestros problemas emocionales, de nuestros desacuerdos con la gente que nos rodea, se deben a ese monstruo invisible que nos maneja como si fuéramos marionetas. El resto es culpa, es frustración, es miedo. Nuestras peleas y nuestro rencor hacia los que nos han dañado responden a todos los pequeños y grandes sentimientos que nos esclavizan.

No, no somos libres. Nadie - o casi nadie - lo es por completo. Y la peor cárcel, las cadenas más difíciles de romper, son aquellas de nuestra propia mente. Liberarnos de todo ello no es imposible, pero sí requiere un trabajo diario y duradero, al que hay que aplicar - sobre todo - una gran cantidad de paciencia con nosotros mismos.

Es muy posible que en la mayoría de los casos, éste sea un trabajo eternamente en progreso, pero eso no importa. Lo importante es seguir haciendo el camino día a día, paso a paso, cadena a cadena, teniendo en mente en todo momento esa deseada libertad, sin ataduras con los demás y, sobre todo, sin miedo a mandar a los demonios de nuestra mente a paseo para siempre.

sábado, 2 de noviembre de 2013

MALABARISTAS


Siempre he huido de la inactividad, de la apatía, de la pérdida de tiempo. Estas cosas me producen un rechazo violento que yo misma no acabo de entender. Creo que hay varias razones tras ello: educación, carácter y pequeños traumas de la infancia/adolescencia que me siguen acompañando a día de hoy. Sea como sea, las ocasiones en las que me he dedicado a la inactividad completa, al ocio por el ocio, al simplemente estar, se pueden contar con los dedos de las manos. Puede que suene increíble, pero es cierto.

Hace algunas semanas, acudí a la boda de una de mis mejores amigas. Se celebraba en Aigrefeuille-sur-Maine, un pueblo de Nantes. Los pueblos de esa zona de Francia siempre me recuerdan a la aldea cantarina de La Bella y la Bestia de Disney: pequeños, tranquilos y con mucho encanto. Pasamos un fin de semana de celebración, comidas larguísimas, paseos, charlas y juegos. Hacía mucho tiempo que no desconectaba de esa manera... Pero me resulta curioso que utilicemos la palabra desconectar en estos casos. Lo hacemos porque hablamos de separar nuestras mentes del estrés y los quehaceres del día a día. Sin embargo, tal y como comprobé en mi viaje a Francia, en esos estados de supuesta desconexión es cuando más conectados estamos con lo que realmente importa.


Aquel fin de semana, volví a sentirme completamente feliz tras meses de no estarlo. Quizás fueron simples momentos, escasos segundos, pero por primera vez desde el fallecimiento de mi padre, dejé de pensar brevemente en lo que había ocurrido y mi corazón sintió dicha completa de nuevo. En un corto fin de semana, aprendí a hacer malabares y a jugar al Mahjong, practiqué mi francés, hice amigos, coqueteé en un idioma nuevo, bailé, jugué y disfruté del sol y de la naturaleza como nunca. Hacía tiempo que no me había sentido tan conectada con la Vida, con la alegría de la existencia.

Ese fin de semana me sirvió para tomar decisiones de cambio sobre mi vida, para hacer que se materializaran cosas que me habían rondado por la cabeza durante mucho tiempo. He buscado el camino para darme tiempo, para regalarme tranquilidad, para ir en busca de mis sueños. Me he deshecho de los vestigios de miedo que me quedaban, del fantasma de la inseguridad y de la amenaza de la inestabilidad económica. Y es que, como esas pelotas de malabares que manejé (con mucha ilusión y muy poca pericia) en aquel fin de semana en Francia, nuestras obligaciones y actividades del día a día siempre están allí, dando vueltas sobre nosotros, sucediéndose y solapándose la una con la otra, preparadas para caerse en cuanto nos descuidemos por un segundo. En nuestras manos está parar el baile de esas pelotas de vez en cuando... o soltar alguna para que el juego sea un poquito más cómodo. Será visualmente menos impresionante, sí, pero en el hueco que deja libre esa pelota descartada, entran el descanso, la tranquilidad y el disfrute.


Si te pareces un poquito a mí, lo más probable es que disfrutes mucho de hacer malabares con diez o más pelotas. Te gusta hacer cosas y hacerlas bien, te gusta sentir que has conseguido muchas cosas en un día, que has dejado cosas terminadas, que todo está en orden. Te va a resultar difícil descartar pelotas. Al principio, vas a sentirte inútil, vago, improductivo. A mí me pasa. Me sigue pasando. Aún estoy aprendiendo. Pero estoy decidida a dar una oportunidad a esta nueva forma de vivir, porque estoy convencida de que merece la pena. Si quieres probar y te cuesta, comienza con pequeños pasos.

Por mi parte, ayer me levanté a las 2 de la tarde (no lo había hecho desde la adolescencia). Salí a comer con mi hermana dejando la cama sin hacer, la ropa de la noche anterior por el suelo y los platos sin lavar (impensable hasta ahora). Luego volví a casa, me tumbé en el sofá y me puse a ver una película repetida en DVD, con mi perrita a mi lado.


Hundí la nariz en su cuello y aspiré ese olor a cachorrita que - inexplicablemente - sigue teniendo a los cuatro años.
Me hice un té.
Comí chocolate.
Vi otra película (también repetida).
Hice un bizcocho de zanahorias y nueces.
Llamé a mi madre para decirle que la quiero.
Me fui a la cama, leí mi novela y me dormí.

Un día de lo más improductivo. ¿Verdad?




viernes, 18 de octubre de 2013

ALTOS VUELOS


Escribo este post sentada en un avión que sobrevuela el océano rumbo a Atlanta. Cada vez hago estos viajes de trabajo con menos ganas. La antigua sensación de libertad que me daba vivir en aeropuertos ha ido menguando con los años y, sobre todo, con la cantidad de vuelos que he hecho obligada, en lugar de por placer.

La gente suele pensar que los que viajamos por trabajo tenemos vidas más emocionantes que los demás, que conocemos lugares y gentes diferentes y que nuestros viajes nos aportan mucho a nivel personal. La realidad es que, en la mayoría de los casos, cuando viajas por trabajo da lo mismo a dónde te manden, porque no lo vas a ver. A menos que te resulte posible añadir algunos días de vacaciones a tu estancia - y casi siempre es imposible - lo único que ves es una habitación de hotel y una sala de reuniones... con un poco de suerte, algún restaurante. Vuelves a casa con el cuerpo atontado por el cambio de presión en cabina, por el jet-lag y por la ligera frustración de haber estado en otro país sin haberte enterado.

Habiendo dicho esto, personalmente suelo encontrar al menos un aspecto positivo en cada uno de mis viajes. Afortunadamente, soy una persona sociable y disfruto con las reuniones cara a cara, así como impartiendo charlas y haciendo presentaciones. En los años que llevo haciendo un trabajo irremediablemente alejado de todo lo que soy, pienso y siento, estas reuniones siempre han sido la parte más amable y más disfrutada de mi día a día.


Y precisamente porque disfruto tanto de conocer gente nueva y de interaccionar con distintos tipos de personas, suelo atraer conversaciones de desconocidos. Creo que mi energía les dice sin palabras que son bienvenidos, porque hay pocos viajes en los que no conozca a alguien nuevo de manera completamente aleatoria. Aunque en alguna que otra ocasión ese alguien no ha hecho más que molestarme con charla sin sentido ni propósito, en la gran mayoría de los casos han sido encuentros de completa serendipia de los que siempre he aprendido mucho.

En este vuelo, estoy sentada al lado de un chico hindú. Hemos pasado las primeras cinco o seis horas sin apenas dirigirnos la palabra, aunque él me ha preguntado un par de cosas con respecto al control de pasaportes a la llegada a USA. También se ha dado cuenta cuando me han traído la comida y ha quedado claro que no me ha servido de nada solicitar (y confirmar tres veces) comida vegana. Mi bandeja contiene un arroz con legumbres y queso, unas galletitas con huevo y mantequilla y margarina hecha parcialmente con leche. No puedo tocarla. Cuando me quejo, me dicen que lo sienten y que no tienen nada más que ofrecerme, lo cual me deja sin comida en nueve horas y media de vuelo.


Hambrienta hasta el punto de sentir un dolor agudo en la boca del estómago, intento distraerme viendo una película, repasando mi presentación para la reunión y leyendo mi libro: Refugio para el Espíritu, de Victoria Moran. Es entonces cuando mi vecino de asiento se dirige a mí y me pide permiso para hacerme algunas preguntas. Le ha llamado la atención mi libro porque él está leyendo uno con un título muy parecido (aunque hablando nos damos cuenta de que el contenido no tiene nada que ver).

En el espacio de cinco minutos, me ha contado que practica el hinduismo y que, por lo tanto, es prácticamente vegano (a excepción de la leche, puesto que el hinduismo considera que ésta proviene de la vaca en una ofrenda sagrada... razón por la cual los hindúes veneran a la vaca como a una segunda madre universal). En el espacio de media hora, tengo el título de un libro sobre hinduismo y el increíble dato de que en Brihuela, a menos de dos horas de Madrid, hay un templo hindú. En el espacio de una hora, conversando y escribiendo este post, me doy cuenta de que se me ha pasado el mal humor por la ineficiencia de la aerolínea, que ya no siento tanta hambre y que además resulta que solamente queda una hora y media para aterrizar en Atlanta.

Me encanta vivir en aeropuertos.

lunes, 30 de septiembre de 2013

¿QUÉ TE CUESTA?


El otoño ha llegado de repente, como lo vienen haciendo todas las estaciones en los últimos años. Gracias al calentamiento global, ya no hay cambios graduales, todo viene de sopetón y sin avisar y nos tenemos que adaptar a ello como podemos. Nos cuesta, al igual que nos cuesta adaptarnos a nuevas situaciones vitales. Ésas también vienen sin avisar; cuando menos lo esperas tu vida da un giro de 180 grados y ya nada es lo mismo. Es muy sencillo: si consigues adaptarte, sobrevives. Si no, te hundes.

Hace unos días, estaba de compras en el centro de Madrid. Iba pensando en que el ánimo colectivo cada vez parece más decaído, más triste, más desganado. Cada vez es más difícil sacar una sonrisa a un dependiente o a un camarero. El caso es que, en las ocasiones en las que yo he hecho el esfuerzo personal de sonreír cuando estoy triste o enfadada, siempre ha merecido la pena. Con ese sencillo gesto, yo me he sentido mucho mejor y además he notado que la persona a la cual ha ido dirigido también lo ha notado. Ese día, en el centro, pensé: ¿qué nos costará sonreír? ¿Realmente es tan difícil hacerlo, aunque no nos apetezca?

Supongo que todo es cuestión de práctica. Mi amiga Arantxa me solía decir que, si sonríes con suficiente frecuencia, aun cuando no tengas ganas, al final te acaba saliendo de manera natural. Y tenía toda la razón. Pero no practicamos. Al menos, no con la frecuencia necesaria. ¿Y quién nos puede culpar? Vivimos en un mundo que va a mil por hora, somos esclavos del dinero, de las preocupaciones, del estrés. Cuando has estado tantas horas delante de la pantalla de un ordenador que tus ojos ya no ven con claridad, cuando tu cabeza está embotada de preocupaciones, cuando no encuentras la manera de llegar a fin de mes, cuando no ves la luz al final de tu túnel (sea el que sea)... ¿de dónde sacas la sonrisa?


La paradoja es que las personas más sensibles, las que mayor capacidad tienen para ver el lado positivo de la existencia, las que más probabilidades tienen de lanzarte una sonrisa o una palabra amable, también son las que más sufren con las cosas negativas. Ven cada injusticia, cada mal rato, cada sufrimiento... y viven los malos tragos hasta tal punto que cada vez les apetece menos sacar ese poquito de alegría... y menos aún regalársela a nadie.

Personalmente, desconfío de las personas que están siempre contentas. Es imposible. Y, normalmente, esas personas que se jactan de estar siempre bien suelen tener sonrisas que no les llegan a los ojos. No pasa nada por no querer sonreír. La vida es complicada y bastante cruel... no podemos tener la expectativa de robotizarnos en una sonrisa perenne. Lo que sí podemos hacer, sin embargo, es seguir practicando. Intentarlo, al menos. Cuando nos sea posible, sonreír, decir alguna palabra amable, realizar algún pequeño gesto de bondad. Aunque no lo creamos, en los tiempos que corren es posible que nuestro gesto sea la mejor parte del día de alguien. Y lo que es más importante, ese gesto que tan insignificante parece, tiene el poder de cambiar tu propia actitud y dar la vuelta a tu manera de mirar todo lo que te rodea.

sábado, 31 de agosto de 2013

EL SÍNDROME DE MR. BIG


Últimamente no dejo de preguntarme si las relaciones de pareja, tal y como las concebimos en el mundo occidental, son realmente tan necesarias como nos las pintan, o si, por el contrario, son un invento más de esta sociedad que nos lleva por donde le da la gana (y encima nos hace creer que somos libres). Desde pequeños, nos han enseñado que nuestra vida no está completa si falta un/a compañero/a con quien vivirla y, para colmo, nos han llenado la cabeza con estereotipos de cómo debe ser nuestra relación con ese/a compañero/a. Creo que es evidente que las mujeres hemos salido perdiendo. Desde las princesas desvalidas de las películas más antiguas de Disney hasta las (supuestamente) de armas tomar de las películas más recientes, lo único que hemos visto es una ristra de prejuicios e ideas preconcebidas que llevan al mismo lugar: si termina la película y sigues sola, algo has hecho mal. Muy mal.

Sigo pensando que el mundo sí está cambiando. Ahora hay libros que hablan de cuentos de hadas diferentes (padres, echad un vistazo a la editorial Nube Ocho: www.nubeocho.com). Y, sinceramente, casi grito de felicidad en el cine cuando terminó Brave y me di cuenta de que, por primera vez, Disney había comercializado una película con una heroína totalmente auto-suficiente y maravillosa que no tenía ninguna necesidad de cabalgar hacia la puesta de sol con un hombre a su lado. Sí, el mundo está cambiando porque, afortunadamente, aún hay gente que se niega a conformarse. Y espero que los padres de mi generación sepan (o sepamos, porque también seré madre algún día) enseñar otras cosas a sus hijos, para darles esas alas de libertad emocional que a nosotros nos faltaron.


Para la mayoría de las mujeres de mi generación, esa libertad - si es que ha llegado - ha sido el resultado de años y años de trabajo personal y ha necesitado de un esfuerzo sobrehumano para desprogramar todo lo que con tanta habilidad y empeño nos habían programado en el cerebro durante tanto tiempo. Después de todo el trabajo, a veces lo único que hace falta es un solo acontecimiento, algo aparentemente poco importante y repetitivo (porque ya te ha pasado con decenas de otros hombres, en un pasado no tan lejano) para que el chip cambie y tus prioridades se coloquen por fin donde deben estar.

Yo lo llamo el síndrome de Mr. Big. Para los lectores que no lo sepan, Mr. Big era ese carismático y misterioso personaje de Sexo en Nueva York que aparecía y desaparecía de la vida de Carrie, la protagonista, como le daba la gana. Se negaba a hacer ningún tipo de esfuerzo. Su madurez emocional era la de una piedra. Él aparecía, la enamoraba (o la re-enamoraba), se quedaba mientras le apetecía y luego, de un día para otro y con la facilidad de quien se cambia de calcetines, la abandonaba (otra vez) y se marchaba cabalgando en su caballo blanco (léase coche de lujo con chófer incluído) para - supuestamente - no volver nunca más.


El problema era que Mr. Big siempre volvía. Normalmente lo hacía cuando Carrie estaba muy bien: cuando las cosas le iban fenomenal, cuando era feliz (sola o con otro hombre) él aparecía, como quien no quiere la cosa, a joderle la existencia. Disculpad el lenguaje, pero es que la cosa tiene delito. Y lo que más delito tiene es que ella siempre le acababa perdonando y - peor todavía - nosotras, las espectadoras, suspirábamos de alegría por eso amor reencontrado. Y es que, aunque disfruté como una enana con esa serie, aunque la recuerdo con un cariño imborrable porque la relaciono con momentos muy bonitos de mi vida, me temo que tenía un fallo muy grande: no solamente seguía alimentando los prejuicios e ideas preconcebidas de nuestros cuentos de hadas, sino que, para colmo, lo hacía tras la máscara del feminismo. Se suponía que era la serie con la que todas nos identificábamos, que era como una especie de abanderada de la libertad emocional, romántica y sexual de la mujer. Pero bajo ese manto de falso orgullo feminista, nos contaba exactamente el mismo cuento que las películas Disney de nuestra infancia.

Por cierto, tras seis temporadas de mágicas desapariciones y reapariciones, Mr. Big se reforma. Deja de ser un miedica comodón que no es capaz de amar sin tapujos y los guionistas nos dan el final feliz que esperábamos: el del cuento de hadas. Nunca he visto un hombre en la vida real (que conste que hablo desde mi experiencia personal y que no pretendo generalizar: caballeros, no se me enfaden) que se libere de sus miedos y de esas ganas de no tener ganas de nada y se lance a la piscina en una historia de amor. Lo que yo veo es que los hombres de mi generación se han acomodado. No sé si es cuestión de números (hay muchas más mujeres que hombres), cuestión de educación o si, en el fondo, es una actitud que hemos alimentado nosotras sin querer. Pero el hombre de hoy en día, en general, no quiere mover un dedo por la persona que tiene enfrente. Quiere que se lo den todo hecho y emocionalmente mascado y, aun así, si de pronto le entra el miedo, sale corriendo igualmente, como un niño pequeño.

La pregunta es: ¿por qué aguantamos esto las mujeres? Creo que nuestra respuesta está en esos cuentos de hadas, en esas películas de Disney y en esas series pseudo-feministas. Es muy difícil reprogramar toda esa información. Pero creo que es posible hacerlo. Y es posible aprender que un compañero es eso: un adulto que te acompaña en el viaje. No un niño al que hay que llevar de la mano.

Si ese compañero no está, no te preocupes, que no te va a pasar absolutamente nada. Si algún día aparece, bienvenido sea. Y si no, creo que ya sabes lo suficiente como para entender que tienes todo lo que necesitas para hacer el viaje tú sola. Que no te líen.

sábado, 17 de agosto de 2013

LA DICTADURA DE LA ESPERANZA

Está siendo un año complicado, para mí y para muchas de las personas que me rodean. Sin comerlo ni beberlo, un año que comenzó de manera prometedora y alegre, ha empezado a llenarse de pérdidas y de dolor. La amalgama de sensaciones y pensamientos que han recogido estos meses ha sido tan grande que es difícil hablar de ella de manera resumida, general. Han ocurrido cosas importantes, tanto fuera como dentro de nosotros, y creo que poco a poco irán saliendo en forma de palabras en este blog.

Esta mañana ando pensando en lo curiosas que son nuestras reacciones a las cosas que nos pasan. En muchas ocasiones, no tienen nada que ver con lo que imaginábamos que iban a ser. De manera totalmente inesperada, reaccionamos mucho mejor o mucho peor de lo que pensábamos. Por otro lado, hay ocasiones en las que nuestras reacciones vienen de un profundo y largo trabajo personal que nos ha cambiado, que nos ha preparado para esos momentos difíciles por los que todos tenemos que pasar.


En mi caso, mi trabajo personal ha hecho que transite todos los acontecimientos y experiencias vitales de estos últimos meses con una tranquilidad que nunca antes había tenido. Recuerdo que hace algunos años trabajé con un director de teatro que hacía ejercicios de relajación con nosotros antes de las funciones. Al final de los ejercicios, siempre nos decía: Corazón calmo. Yo intentaba seguir el consejo, pero hasta ahora no lo había conseguido. En estos días, la experiencia es diferente.

Es difícil explicar el camino que he recorrido para llegar a este momento. Difícil e irrelevante, porque cada individuo tiene su propio camino y contar el mío no aportaría mucho a nadie. Lo que sí puedo decir es que el momento se traduce, sobre todo, en una cuestión de confianza. De confianza en mí misma y sobre todo, en la Vida. Confianza en que Ella sabe mucho más que nosotros, en que es sabia, en que sigue su camino de manera natural, creando un equilibrio que quizás no siempre veamos, pero que verdaderamente siempre está allí.

Los problemas vienen cuando, al no confiar en ese equilibrio, nos desestabilizamos. Solemos decir que la vida es complicada, pero como decía Oscar Wilde, los complicados somos nosotros. La vida está como tiene que estar, el que está fuera de eje es el ser humano. Difícil no estarlo en nuestra sociedad: la sociedad de la impaciencia, de la inmediatez, del escepticismo. Lo queremos todo y lo queremos ya y, a menos que veamos resultados palpables, pensamos que no hay progreso alguno en nuestra búsqueda.


Para complicar aún más las cosas, el ser humano tiene esperanza. Esto es algo bueno: mantener la esperanza hace que sigamos luchando, que busquemos, que nos levantemos después de cada caída. Sin embargo, su combinación con la impaciencia con la que vivimos nuestras vidas puede llegar a ser una bomba. Porque por cada vez que nos permitimos alimentar esa esperanza de nuevo y volver a creer, hay otra caída que nos espera, otro parón en el camino, otro retroceso. Tanto es así, que acabamos viviendo bajo una especie de dictadura de nuestra propia alma, en la cual la esperanza, en lugar de hacernos felices, no nos permite soltar esas cosas que nos hacen daño repetidamente y nos mantiene atrapados en un círculo vicioso de decepción y de dolor.

He aprendido que la manera de liberarnos de esa dictadura de la esperanza, de hacer que ésta vuelva a ser un alimento para el alma en lugar de un sufrimiento, es esa confianza de la que hablo. Conseguir mantener la esperanza y, al mismo tiempo, confiar en que aquello que esperamos llegará cuando tenga que llegar - y no antes - nos convierte en seres mucho más pacientes y acerca nuestro corazón a ese estado calmo del que hablaba mi director.

Anaïs Nin dijo: no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Si conseguimos mantener nuestra alma en paz, nuestro mundo mejora, evoluciona, cobra sentido, fluye... tal y como lo hacemos nosotros.


miércoles, 31 de julio de 2013

RITUAL Y CELEBRACIÓN

Ayer se cumplieron cuarenta días desde la muerte de mi padre. En Irán, siguiendo las tradiciones del rito musulmán, los cuarenta días se celebran yendo al cementerio y llevando flores, dátiles y halva... También se reparte comida entre los pobres o se da dinero a alguna organización de caridad. Lo cierto es que yo no había vuelto al cementerio desde el día en el que esparcimos las cenizas. No me he sentido preparada para hacerlo y, por otro lado, no me parece necesario visitar el cementerio para estar con mi padre. Por lo que a mí respecta, él no está allí desde que abandonó su cuerpo físico. En realidad, yo le sigo sintiendo a mi lado en cada momento, me acompaña allá donde voy. Le siento envolviéndome como un escudo de protección que casi puedo palpar.

Al levantarme ayer sabiendo que tocaba ir al cementerio, sentí angustia. Y es que el acto de visitar a nuestros muertos también lo vivimos como algo triste, entramos en el cementerio con solemnidad, serios, nos quedamos en silencio y después lloramos desconsolados delante de una tumba o de unas cenizas. Pensando en ello ayer, me di cuenta de que esta práctica, en realidad, no tiene ningún sentido. Comprendo que es uno de tantos rituales que hemos creado y que el ser humano necesita en ciertos momentos de la vida. Pero quizás habría que perder el miedo a crear nuevos rituales, a personalizarlos, a vivirlos como nos dicte nuestro corazón y no como se supone que debemos hacerlo. Mi padre no era una persona triste. Su vida tampoco lo fue. Ni nuestra relación. Por lo tanto, no creo que deba recordarle con lágrimas amargas de tristeza.


Ayer me planteé no ir al cementerio, pero finalmente decidí honrar la tradición. Sin embargo, lo hice a mi manera. Cuando llegué al sitio donde están esparcidas sus cenizas, no abrí el camino a la tristeza de haberle perdido. En lugar de eso, recreé en mi mente recuerdos felices de él: momentos en los que reía su risa contagiosa, momentos en los que cantaba, bailaba, hacía el payaso, momentos felices o importantes de la vida que compartimos... Y en lugar de llorar, sonreí.

Facundo Cabral decía que en la vida no perdemos nada, porque todo nos fue dado. También decía que no perdemos a nadie, porque el que muere solamente se nos adelanta, ya que por ese mismo camino vamos todos. En este tiempo he estado pensando en este concepto de pérdida de un ser querido y, aunque la sensación es totalmente natural e inevitable, creo que estoy de acuerdo con la opinión de Cabral. Por muy triste o angustioso que sea el vacío que deja esa persona, no debemos olvidar que la muerte es una parte más de la vida. Y creo que merece la pena intentar mirar las cosas desde otra perspectiva y decidir vivir celebrando la maravillosa existencia de quien ya no está físicamente con nosotros. Nada va a hacer desaparecer ese vacío, pero nosotros tenemos el poder de decidir cómo vivimos con ello.

El escudo de protección que siento a mi alrededor desde que mi padre murió es la energía de su Amor. Y eso es lo único que sobrevive a todos y a todo, lo que nunca desaparece, lo que prevalece sobre los agobios, prejuicios y angustias de nuestra mente, lo único que queda cuando lo físico y lo material ya no están. Todo lo demás es prestado, pasajero.

Si conseguimos recordar la esencia de lo que realmente importa, todo lo que vivimos tiene sentido.

martes, 16 de julio de 2013

PIEDRAS EN EL CAMINO

La muerte de un ser querido nos cambia. Como ocurre con cualquier acontecimiento importante, experimentar la muerte tan de cerca mueve muchas cosas en nuestro interior. Me ha sorprendido descubrir que nos puede hacer mucho más fuertes, más sensibles, más empáticos, más humanos. También puede hacer que demos más valor a nuestra existencia, que la cuidemos y disfrutemos más. Sin embargo, lo cierto es que el ser humano (sobre todo en occidente) tiene una relación bastante malsana con la muerte. No la solemos aceptar como lo que es: una parte natural de la vida, una transición exactamente igual a la de nacer. El despojarnos de este traje que es nuestra forma física se convierte por lo tanto en una gran tragedia de nuestra existencia. Tanto es así, que algunos viven el resto de sus vidas enganchados por completo al vacío que ha dejado la persona que se ha marchado.


El dolor, la tristeza y la nostalgia que acompañan a la pérdida pueden venir de la mano de muchas - y muy turbulentas - sensaciones: miedo, descontrol, obsesiones, hipocondria. Así como todo lo mejor de nosotros puede salir a la luz en estas difíciles situaciones, lo peor también está allí, acechando, esperando para mostrar su feo rostro y para apoderarse de nosotros en cuanto bajemos la guardia. Es muy fácil caer en la trampa. Nuestras defensas (tanto físicas como emocionales) están bajo mínimos y nos sentimos débiles (aunque no lo seamos). Entonces empiezan a atormentarnos decenas de pensamientos que se suceden en nuestra mente como imágenes de una película: el mundo es un lugar cruel y lleno de peligros, todo lo que tenemos puede ser destruido en cualquier momento, nuestra salud de hoy no garantiza la de mañana y quién sabe qué será de todos nuestros sueños, planes e ilusiones dentro de un año... la muerte amenaza con quitarnos todo lo que nos importa en cualquier momento.

Lo curioso de todo esto es que es la realidad. Es totalmente cierto que no sabemos lo que nos va a ocurrir mañana. Siempre he dicho que ésta es una verdad de la que debemos ser conscientes, siempre, no sólo cuando nos enfrentamos con la muerte de cerca. Lo importante es tenerla presente en todo momento y vivir nuestra vida hoy, porque el mañana no es una garantía. Nada lo es. Lo único que tenemos es el ahora.

Pero en las últimas semanas me he dado cuenta de que, aunque vivamos de esta manera (yo siempre intento hacerlo), jamás somos tan perfectamente conscientes de ello como cuando nos encontramos con la muerte de verdad. Y es que experimentar la muerte de quienes amamos hace que nos enfrentemos también a nuestra propia mortalidad. Sin distracciones. Sin pretextos. De pronto la tenemos aquí, ante nosotros, tan clara, tan cercana y tan irremediable que nos asusta.


¿Y qué hacer con esta realidad? ¿Protegernos al máximo, preocuparnos hasta la saciedad por nuestras posibles enfermedades, accidentes y demás tragedias? O por el contrario, ¿vivir deprisa, sin pararnos a pensar, como si no hubiera un mañana? Lo que me ha quedado totalmente claro en estas semanas es que la vida tiene su propio plan, que hay cosas en las que uno - simplemente - no puede burlar al destino, que lo que tenga que pasar, pasará, y no será ni un momento antes ni un momento después de cuando toca. Tan sencillo como eso. ¿Y cuál es nuestro trabajo? Pues vivir. Cuidarnos, por supuesto. Disfrutar, sin duda. Pero sobre todo, tener claro lo que merece la pena, los sentimientos que hay que cuidar, las sensaciones que hay que controlar, las acciones que hay que tomar y cuándo debemos olvidarnos de todo eso, dejarnos ir y dejar a la vida hacer.


Quien dijo que no somos lo que nos pasa, sino lo que sentimos y hacemos con lo que nos pasa, sabía de lo que hablaba. Y lo que he aprendido es que siempre, siempre, hay una opción mejor que quedarnos quietos y dejarnos vencer. SIEMPRE. Hay que seguir caminando, aunque vayamos más lentos, aunque parezca que no avanzamos, aunque el camino sea duro y gris, aunque esté lleno de piedras que dificultan nuestro trayecto. Mientras no nos paremos, llegará un día en el que, contra todo pronóstico, nuestro corazón comenzará a latir como antes y volveremos a sentirnos bien.

Como dijo Fernando Pessoa: ¿Piedras en el camino? Las guardo todas... algún día construiré un castillo.


lunes, 24 de junio de 2013

LLENO DE SU ALMA

Me ha costado decidirme a escribir esta entrada. Creo que, de no haberlo hecho, éste sería el primer mes desde que comencé a escribir este blog en el que no habría nada escrito... pero lo cierto es que, desde que a mi padre le diagnosticaron un tumor cerebral hace un mes, me propuse no permitir que su enfermedad y sus posibles consecuencias fueran un motivo para el vacío, para la apatía, para la nada. Me propuse mantener la vida rodando, aunque fuera más lenta, aunque doliera más. Por eso, he decidido no dejar este mes sin entrada, sino utilizarla para rendir homenaje a ese hombre que me lo dio todo y que vivió y murió con valentía, con fuerza, con determinación y con clase.

Creo que en este caso sobran las palabras. Cualquier persona que conozca a mi familia o lea este blog de vez en cuando sabe la clase de hombre que era mi padre y la relación que yo tenía con él. No hay mucho más que decir: fue el hombre de mi vida, mi modelo a seguir, mi héroe, mi mejor amigo. En estos días que han seguido a su muerte, las llamadas, los comentarios y los mensajes que recibimos hablan de las mismas cosas: de su fortaleza, de su sabiduría, de su bondad... y del Amor que siempre se ha palpado, incluso desde fuera, en nuestra familia.

Quizás por eso siento que sigue conmigo: porque al Amor no lo destruye ni la muerte. Por eso le siento a mi alrededor en cada momento y tengo el corazón lleno de su alma.

La vida es impredecible e injusta. Y no tenemos armas para evitar que lo sea. Para lo que sí las tenemos es para lidiar con lo que nos pasa, para decidir cómo vivimos. En el mes transcurrido desde el diagnóstico de mi padre hasta su muerte, la vida nos lanzó miedos, tristeza, frustración, enfado. Nosotros tuvimos que digerirlo todo, pero nos aseguramos de añadirle risas, valentía, cariño, determinación.

Y lo que toca ahora - ahora que todo ha cambiado para siempre, ahora que sé que nunca volveré a ser exactamente la que era - es seguir pintando la vida con todo lo bueno que tenemos y honrar a los que están en el otro lado cuidando su legado. Mi padre me enseñó a echar ganas a la existencia, a levantarme tras cada golpe. Mi alegría era su felicidad. Él me dio la vida. Lo mínimo que puedo hacer - tal y como le prometí antes de su muerte - es asegurarme de seguir viviéndola, escapar del mero hecho de respirar y seguir llenando mi existencia de luz, de fuerza y de Amor. Porque sé que, durante el resto de mi vida, con cada una de mis pequeñas y grandes alegrías, veré delante de mí, con total claridad, su inimitable sonrisa.

jueves, 30 de mayo de 2013

CUANDO REALMENTE IMPORTA



Siempre he opinado que la vida es maravillosa. Que con todas sus dificultades, sus baches en el camino y sus contratiempos, sigue siendo un gran regalo que no puede ser desperdiciado. En más de una ocasión me he preguntado si habría algo que me haría cambiar de opinión, si pensaría de manera diferente si mis circunstancias se torcieran más allá de lo que nunca me atrevo a imaginar. Supongo que ninguno de nosotros puede saber la respuesta a esto hasta que se encuentra en la situación, ante esas circunstancias temidas, frente a esa mala noticia, lidiando con un sufrimiento mayor a cualquiera que hayamos podido sentir hasta ese momento.

Sé que hay quien piensa que tengo una noción idealizada de la vida, que no veo el lado negro de nuestra existencia, que vivo en un estado permanente de irrealista ingenuidad. Es cierto que soy una persona optimista y que, gracias al esfuerzo de mis padres y al mío propio (y a unas circunstancias generalmente afortunadas) he tenido una vida bastante libre de desgracias y de dolor, relativamente fácil y cómoda. Sin embargo, no soy ingenua. Soy consciente de que la vida puede ser cruel, despiadada, tremendamente dolorosa. Sé que es imposible vivir una vida completa sin encontrarnos con circunstancias difíciles. Y la verdad es que, cuando esas circunstancias llegan, es cuando cada persona llega a entender la realidad de su propio carácter, de su fortaleza y de su capacidad de superación.

En las circunstancias complicadas sale a la luz lo mejor y lo peor de nosotros. Y es en este tipo de circunstancias cuando realmente podemos comprobar cuál es nuestra visión de la vida, lo que nos parece importante y cómo nos enfrentamos a lo que nos ocurre. Me hace muy feliz poder decir que, incluso en el remolino del dolor y la preocupación, he podido comprobar que lo que siempre me ha parecido real, lo que siempre me ha resultado importante, sigue estando allí, demostrándome que es lo que realmente cuenta. He podido comprobar cómo se sacan fuerzas de donde creemos que no las hay. He visto cómo la verdadera amistad pasa de promesas hipotéticas a manos reales que están tendidas incluso antes de que tengamos la oportunidad de pedir ayuda. He sentido cómo - tal y como siempre he pensado - más allá del dolor y las lágrimas, del miedo y la frustración, más allá de todo lo bueno y lo malo que podemos estar viviendo, está el Amor.



Suelo utilizar los términos Amor, Dios y Vida de manera prácticamente idéntica, porque pienso que son maneras distintas de hablar de lo mismo. Ahora sé que no me equivoco y tengo claro que, pase lo que pase y nos lleve a donde nos lleve nuestra existencia, al final, envolviéndolo todo, estará ese Amor. No importa que no comprendamos, no importa que nos equivoquemos, que tropecemos y caigamos... el verdadero significado de todo está mucho más allá de todo eso.

Es fácil practicar nuestra espiritualidad cuando todo va bien. Es fácil ser agradecidos y ver lo mejor de la vida cuando no nos pasa nada realmente grave. Lo difícil es hacer todo eso cuando las cosas van mal. Es entonces cuando realmente importa. Es entonces cuando hay que levantar la cabeza, adquirir perspectiva, mantener el sentido del humor y la confianza en que todo estará como tiene que estar, porque la vida siempre encuentra la manera de saber muchísimo más que nosotros.

Por otro lado, de las circunstancias adversas también nacen maravillas: nuevas maneras de ver las cosas, ideas, decisiones y nuevos retos que nunca nos habíamos planteado. Merece la pena hacerles caso, no hundirnos bajo el peso de la preocupación, seguir adelante con todas nuestras esperanzas y mantener la fe en que la vida ayudará a que se cumplan todas y cada una de ellas.



martes, 14 de mayo de 2013

MAGNOLIAS EN FLOR



La semana pasada se estrenó la obra que he estado dirigiendo durante los últimos tres meses: Magnolias de Acero. Se representó en inglés, producida por The Madrid Players (www.madridplayers.org). Es difícil para mí expresar por escrito la magnitud de todo lo que ha significado esta experiencia para mí. Sigo sorprendiéndome, una y otra vez, de la increíble fuerza que tiene el teatro en mi vida, de lo que me enseña en cada proyecto, de lo que me dice de mí y de los demás. Lo que ocurre sobre un escenario es, supuestamente, una representación ficticia de la vida. Sin embargo, con cada producción, me doy cuenta de que el teatro trasciende mucho más allá de eso.

Magnolias de Acero es una historia sobre la vida, el Amor y la fuerza. La magnolia es una flor que representa la belleza y la perseverancia, la fortaleza frente a las circunstancias adversas. Por ello, no es sorprendente que Robert Harling, el autor de esta obra, la haya utilizado como símbolo de las seis increíbles mujeres que protagonizan la historia. En esta producción, más que nunca, he observado cómo todas las emociones, los rasgos de carácter y las circunstancias vitales saltaban de los ensayos y las funciones a la vida real de manera realmente sorprendente.

Durante los cuatro días de representación de esta obra, he repetido una y otra vez que éste es, sin duda, el mejor proyecto en el que he trabajado en toda mi vida teatral. Esto es realmente significativo, teniendo en cuenta que llevo en el mundillo desde los trece años. Y es que esta experiencia ha superado absolutamente todas mis expectativas, en todos los sentidos.

Uno de mis mayores objetivos cuando comencé esta andanza, era el de conseguir dar la oportunidad de que la gente mostrara todo su talento. Esto no siempre es posible en el mundo del teatro y estoy cansada de ver cómo gente realmente brillante permanece en una semi-oscuridad permanente, esperando eternamente una oportunidad para florecer. Por eso, intenté desde el principio que el proyecto estuviera vivo, que nuestras puertas estuvieran abiertas a añadir todo el talento creativo que fuera posible, intenté que tanto yo misma como todos mis colaboradores saliéramos de nuestras zonas de confort, que buscáramos más allá de lo obvio, y traté por todos los medios de no caer en ningún estereotipo ni idea preconcebida.

Creo que una de las grandes diferencias entre este proyecto y los anteriores en los que he trabajado, es que me recordé a mí misma una y otra vez que mi mejor baza era dejarme guiar por el corazón y por el instinto y dejar de lado el cerebro (hasta cierto punto) y el ego (por completo). Creo que ésta fue la llave que abrió todas nuestras puertas, la que hizo que este proyecto no sólo fuera un éxito tan rotundo, sino que fluyera con total facilidad. Casi sin quererlo, conseguimos que no hubiera cabida para los malos rollos, los enfados o la indignación y llenamos el proceso de risas, de alegría, de superación personal, de creatividad y de vida.



Como suele decir mi amiga Eva, la suerte no existe. Pienso que lo único que existe es el trabajo, el Amor por lo que hacemos, el cuidado de las relaciones personales... Todo eso es lo que hace que las cosas funcionen. Por eso, no voy a decir que he tenido suerte de vivir lo que he vivido estos meses: voy a decir que las personas que me han rodeado son de las más perseverantes, talentosas y valientes con las que he trabajado. Me han enseñado muchísimo más de lo que podría imaginar. Tanto el elenco, como el equipo de producción, como todas esas personas que han estado apoyándonos desde fuera, incondicionalmente, de principio a fin, han llenado esta experiencia con todo lo mejor de sí mismos. Entre todos, hemos conseguido que todas y cada una de las personas que han participado en este proyecto hayan brillado por encima de circunstancias personales durísimas y superado todas y cada una de las barreras del proceso creativo para convertirse - verdaderamente - en magnolias en flor, abriéndose lentamente y mostrando, orgullosas, toda su belleza. Como resultado de todo lo que se ha construido durante estos tres meses - tanto sobre el escenario como fuera de él - esas seis preciosas magnolias nos han mostrado en cada función lo que es la verdadera magia. Y tan sólo puedo decir: GRACIAS.

miércoles, 24 de abril de 2013

UN MAL DÍA


Es evidente que no todos los días pueden ser buenos. Todos tenemos días tristes, días difíciles, días mejorables. La tendencia social es obviarlos, colocarnos una falsa sonrisa en la cara y estar bien en todo momento. Aunque nos guste pensar lo contrario, no solemos ser excesivamente empáticos con el dolor ajeno: nos incomoda convivir con la tristeza, con la miseria, con el malestar. Todos hemos comprobado que es posible estar totalmente rodeados de gente cuando estamos contentos y pasándolo bien y hemos visto cómo todos (a excepción de esos amigos verdaderos que se pueden contar fácilmente con los dedos de una mano) desaparecen misteriosamente y con una rapidez de vértigo cuando estamos mal. Está claro que nuestra sociedad no es amable y eso es algo a lo que debemos adaptarnos si no queremos morir en el intento.

El verdadero reto llega cuando lo que tenemos no es un mal día, sino una mala semana, que se convierte en un mal mes, que a su vez se convierte en un mal año. Comenzamos a sentir los primeros síntomas de desesperación, estamos muy solos y no conseguimos ver la luz al final del túnel. Y ese mal día se convierte en un gran pozo negro del que parece imposible salir. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo lidiar con algo que amenaza con sobrepasar todos nuestros límites?



El problema es que, cuando algo parece no tener respuesta, nos empeñamos en darle vueltas y más vueltas para conseguir llegar a esa utópica meta que lo resolverá todo. Pero la realidad es que, en ocasiones, lo mejor que podemos hacer es dejarlo estar. Parar el remolino de nuestros pensamientos, dejar descansar la mente y alimentar el espíritu con otras cosas durante un tiempo... A veces, ésta es la única manera de que la respuesta se deje caer delante de nosotros, de manera totalmente natural. Como dice aquella canción de Donnie McClurkin: cuando ya has hecho todo lo que puedes, simplemente párate (*).

Supongo que no es necesario que diga que esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Nos resulta insoportable no poder arreglar lo que está roto, no poder detener nuestro propio dolor o el de las personas que queremos, no poder curar la enfermedad de nuestro hijo, ni evitar el hecho de que algún día perderemos a nuestros padres, no ser capaces de encontrar lo que buscamos o de alejarnos de lo que nos hace daño.



Ojalá tuviéramos todas las respuestas, pero lo cierto es que nadie las tiene. No nos gusta pensar que nuestra vida es incierta y aleatoria: de ahí viene nuestra necesidad de tener fe, de creer en algo más grande que nosotros, de pensar que hay un ente omnipotente que siempre acabará viniendo a socorrernos. Yo creo que tener fe es bueno y, además, necesario. Pero también pienso que no debemos olvidar que hay cosas que jamás conseguiremos entender, injusticias inexplicables y penas tan grandes que nos resultan totalmente incomprensibles. Y en esos casos, lo mejor que podemos hacer es dejar de buscar todas las respuestas, simplemente pararnos, calmar nuestra alma y seguir adelante con nuestra vida.

A veces, la único que necesitamos saber es que nuestra mejor opción es continuar nuestro camino, hacer cosas que amamos, compartir nuestro tiempo con la gente que queremos e intentar ser, en cada uno de los momentos de nuestra vida, la mejor versión posible de nosotros mismos.




(*) Donnie McClurkin - "Stand"