miércoles, 30 de agosto de 2017

TODOS LOS MONSTRUOS SON IGUALES


Hace algunas semanas, mientras tomábamos un delicioso brunch en Rayén Vegano, mi amiga Molly y yo estuvimos hablando sobre el amor, la pasión y los cambios en nuestra perspectiva sobre la vida a medida que vamos cumpliendo años. Desde aquel día, no he podido dejar de pensar en el tema. Entre otras cosas, porque no puedo dejar de comparar mi yo de hoy con el de hace unos años. A veces, cambiamos muy poco a lo largo de toda una década y, sin embargo, en relativamente poco tiempo podemos cambiar de forma radical: un único acontecimiento detonante o, simplemente, las experiencias de nuestro día a día, nos hacen mudar piel casi sin darnos cuenta y nos convierten en personas distintas a las que fuimos. Lo ideal es que seamos mejores, que nos convirtamos en una versión más completa, más madura, más fuerte, de nosotros mismos.

En mi caso, estoy segura de que así ha sido. Los acontecimientos de los últimos años me han hecho fuerte y me considero una persona mucho más estable y completa de lo que fui. Sin embargo, hay días en los que echo de menos la espontaneidad con la que vivía el amor. Era intrépida, lo vivía sin ningún miedo, con la certeza de que cualquier fracaso y todo el dolor siempre serían preferibles a no haberlo intentado jamás.

Pero somos seres con instinto de supervivencia y todos tenemos un límite. Tras muchos golpes, hay uno que nos hace cruzar la línea, que nos lleva al otro lado, al de la precaución. Nos volvemos comedidos, recelosos y desconfiados. A veces es muy difícil mantener un equilibrio entre no lanzarnos a la locura de cabeza y sin red y, al mismo tiempo, no establecer nuestra guarida en el miedo. Y una vez que empezamos a convivir con el monstruo del miedo, es muy difícil escapar.

Y es que el miedo es muy cómodo. Cuando vivimos con miedo, no nos sentimos obligados a hacer cosas que nos pueden hacer daño, no sentimos el impulso de arriesgarnos... y si lo sentimos, lo matamos de inmediato. Es más fácil vivir en la seguridad y evitar ciertas cosas, por si el cuento no acaba bien. Y con cada cosa que dejamos de hacer, alimentamos un poco más al monstruo.


El caso es que nuestra pasión, nuestro deseo sexual, nuestra necesidad de contacto físico, de cariño, de todo lo que atañe a las relaciones afectivas... todas estas cosas también son monstruos (monstruos buenos, pero monstruos al fin y al cabo) y todos los monstruos son iguales. Se hacen fuertes cuando los alimentamos y se quedan dormidos cuando los ignoramos. Para despertarlos, no hace falta más que darles un toque de atención, un pequeño alimento: un beso inesperado, una sonrisa, unas palabras al oído... y el monstruo está de vuelta y en lucha con nuestro miedo. De nosotros depende decidir quién gana.

Supongo que se trata de tener las suficientes ganas de vivir al máximo como para no permitir que el monstruo del miedo gane. Cada día algo nos recuerda que la vida es corta e impredecible y que el mayor pecado, como dice El Talmud, es el de no disfrutar cuando tenemos la oportunidad de hacerlo.