jueves, 30 de julio de 2015

LA VIDA DE TUS DÍAS


Anoche tomé un par de cañas con mi amiga Elvira. Siempre me encantan estos ratos que paso con ella, porque nuestra amistad es de ésas que pueden convertir un par de cañas rápidas en mitad de la semana en una quedada digna de recordar. Anoche, hablando de todo un poco, comenzamos a acordarnos de ciertas personas que pasaron por nuestra vida y que, desgraciadamente, ya no están. Yo le hablé de un chico llamado Ben, a quien conocí el año en el que me licencié en la universidad. Durante un tiempo perdimos el contacto y lo retomamos en la era de Facebook, aprovechando que el mundo se volvía de pronto pequeño y manejable y podías encontrar a quien te propusieras con un esfuerzo mínimo. Cuando, poco después de habernos reencontrado en el cibermundo, me enteré de que Ben había muerto en un terrible incidente en Ecuador, me costó reponerme del shock. Habíamos pasado muy poco tiempo juntos y hacía años que no nos veíamos. Aun así, lo que sentí fue muy intenso... y es que Ben fue mi primer amor, el primer hombre que me quiso y que me hizo sentir deseada, especial, única. Recuerdo que cuando nos despedimos en Inglaterra y yo volví a España, comenzamos a comunicarnos por email, pero él tuvo la idea de cambiar el correo electrónico por cartas escritas a mano, en un intento de mantener el toque personal en esa relación a distancia que, finalmente, acabamos perdiendo. Cuando volvimos a encontrarnos, él tenía una relación estable, se dedicaba a lo que le gustaba y viajaba por el mundo como siempre había querido. Un estupendo ejemplo de alguien que vivía la vida que deseaba, libre de convenciones, imposiciones y miedos.


Me costó mucho lidiar con la sensación de despropósito que me provocó su muerte: con lo triste, cruel y ridículo que es que un hombre de menos de treinta años, aventurero, lleno de intereses, de pasiones y de vida, deje de existir de un momento a otro. Así, sin más.

Anoche, Elvira y yo hablábamos precisamente de esto y nos preguntábamos el por qué de este tipo de injusticias... y lo más probable es que ninguno de nosotros sepa nunca la razón por la cual pasan estas cosas. La vida y la muerte seguirán siendo siempre un misterio infinito para nuestra mente humana. Gente buena morirá antes de tiempo y gente mala parecerá ser eterna. Y quizás en la vida no siempre se verán recompensados los grandes esfuerzos. Quizás muchos logros y fortunas se seguirán dando por poco más que un golpe de suerte. Quizás el talento, el esfuerzo y la generosidad no darán siempre los frutos esperados.

La realidad es que la vida no es justa. La vida, simplemente, es. Se desarrolla, como la secuencia de fotogramas de una película, implacable, imparable... como una madeja que se desenrolla poco a poco a medida que pasa el tiempo. Y lo único que podemos hacer es bailar con ella como mejor sepamos, echándole nuestras ganas, nuestro talento y todo lo bueno que tengamos.


Creo que lo que tenemos que aprender - por mucho que le cueste a nuestra mente racional - es que no necesitamos saber el por qué de todo lo que ocurre. No necesitamos descubrir los misterios de la vida y de la muerte para saber vivir. Lo único que necesitamos entender es que - tal y como dijo Lincoln - quizás no importen tanto los años que dure nuestra vida, sino mas bien cómo vivamos esos años, sean treinta, cincuenta o cien.

La verdad es que los grandes amantes de la existencia, los que nos queremos comer la vida entera a bocados, los que siempre, siempre tenemos ganas de más, desearíamos ser inmortales. O, al menos, que nuestra vida se alargase todo lo posible. Y ojalá que así sea. Mientras tanto, nuestra única misión - tan simple, tan complicada - no debe ser otra que llenar todos nuestros días de mucha, muchísima vida... y eso es algo que Ben había aprendido a hacer a la perfección.