martes, 31 de diciembre de 2013

HERMOSO MONSTRUO HUMANO

Hoy se acaba el año. Un año intenso, lleno de emociones fuertes, de victorias, de derrotas, de tremendas tristezas y de increíbles alegrías. En mi mundo, ha estado lleno de contrastes, de pasiones, de claridad, de progreso. Quizás nunca hubiera pensado que podría ver este año, que ha traído consigo la mayor de las pérdidas, como un período lleno también de logros y de acontecimientos felices. A pesar de la pérdida - o quizás, en parte, como consecuencia de ésta - durante este tiempo he dado varios pasos hacia delante y, por ello, estoy profundamente agradecida.


En estos días, he estado pensando mucho en esos contrastes que llenan nuestra existencia. Todo cambia, la vida nos sorprende, parece que todo ocurre de repente... y en muchas ocasiones nos sentimos incapaces, débiles, indefensos ante estos cambios tan drásticos. No es real: el ser humano tiene la capacidad de adaptarse a cualquier situación, es un instinto animal de supervivencia. Lo único que debemos hacer es ser conscientes de nuestra propia fuerza.

Pero el ser humano es un animal complicado. Nuestros instintos están escondidos bajo capas y más capas de actividad cerebral, cánones sociales, educación, prejuicios y cantidades astronómicas de información. Vivimos dentro de nuestras cabezas y solemos olvidarnos de conectar con nuestra intuición y con nuestros instintos más primarios. Se nos olvida que hay un ser dentro de nosotros, un ser clarividente y sabio que está continuamente en paz, porque sabe que las cosas están siempre en su lugar. Por lo tanto, luchamos contra el mundo y contra nosotros mismos, ansiosos por encontrar un camino que, en realidad, no hemos perdido en ningún momento.


Nuestro cerebro es un órgano milagroso, misterioso, desconocido. Es el órgano que nos permite inventar máquinas maravillosas y armas de destrucción masiva, el que nos hace escribir los versos más hermosos y gritar los insultos más terribles. Nuestro cerebro nos introduce en profundas espirales de obsesión y círculos viciosos de pensamiento negativo... para luego mostrarnos la luz al final de un túnel de esperanzas y sueños de futuro. Y navegando en las revueltas olas de este órgano maravilloso, el hombre se ha convertido en un ser extraño, capaz de terribles crueldades y de infinitas muestras de amabilidad, preparado para dar y recibir gestos de Amor sin límites y al mismo tiempo ser protagonista de las más terribles miserias.

Esto es algo que presencio todos los días en el teatro. El actor - espejo de la humanidad - eleva a la décima potencia cada bello gesto y cada detalle rastrero del hombre... tanto encima del escenario como fuera de él. El actor es un ilusionista capaz de crear hermosos sueños y construir esperanzas de la nada; un chamán capaz de exorcizar demonios, tanto propios como ajenos. Pero también es un monstruo: un monstruo envidioso, egocéntrico, lleno de miedos y de inseguridades que sacan lo peor que tiene... Y he podido comprobar - una y otra vez - que cuando el actor consigue aplacar a ese monstruo y sacar toda su luz, sin barreras psicológicas, ocurren verdaderos milagros... tanto encima del escenario como fuera de él.


Así es el ser humano: un monstruo hermoso y terrible. Un ser que corre continuamente el peligro de destruirse a sí mismo y al mundo que le rodea, pero que, al mismo tiempo, es capaz de progresar, de evolucionar y de seguir haciendo todo lo posible por mejorar un poquito más, día tras día, en otro año que comienza... Feliz 2014 a todos.

viernes, 6 de diciembre de 2013

¿ERES LIBRE?


Esta semana he tenido unos días de vacaciones y he decidido pasarlos en Madrid, encargándome de todas las cosas para las que el trabajo no me ha dejado tiempo en los últimos meses y preparándome para mi nueva etapa laboral. Puesto que el ejercicio físico se ha convertido en algo esencial en mi vida en los últimos tiempos, antídoto contra el estrés, la tristeza, el desánimo, algún que otro kilito de más y los pequeños achaques, también he aprovechado estos días para moverme más de lo habitual.

Como parte de este plan de salud, he estado caminando con mi perrita Julieta, desde nuestra casa en Quintana hasta el parque del Retiro. Son unos cincuenta minutos de caminata a paso vivo lo cual, unido a los cincuenta minutos de vuelta, me ha dado una buena dosis de bienestar tanto físico como emocional. Pero una de las cosas que más he disfrutado de este plan ha sido la experiencia de Julieta en el Retiro. Acostumbrada a parques menos verdes y bastante más pequeños, su reacción la primera vez que la solté allí no se me va a olvidar nunca. Su cara de felicidad y su manera de correr, loca de libertad, hizo que muchas de las personas que paseaban por el parque se pararan a contemplarla.

Y es que la libertad es difícil de ignorar. Nos encanta ver la libertad pura e inocente de los animales y de los niños porque, de una manera u otra, todos aspiramos a ella. En general, nos gusta pensar que somos libres y nuestra sociedad nos vende este concepto como algo nuestro, dado por hecho, totalmente accesible. Hablamos de los abusos contra la libertad en países menos democráticos que el nuestro, en culturas más opresivas. Nos sentimos afortunados por estar en nuestra piel y no en la de la vecina de al lado, que tiene un marido maltratador que no la deja vivir. O en la del amigo que está atrapado quince horas al día en una oficina gris sin ventanas. O en la de nuestra compañera de trabajo, que nunca se viene de copas porque tiene tres niños pequeños esperándola en casa.

Pero estamos engañados. En realidad, ¿cómo se mide la libertad? ¿Quién sabe si es más libre que la persona que tiene al lado? Y, aunque no nos guste pensarlo, ¿hasta qué punto coarta nuestra libertad el mundo en el que vivimos? Si lo pensamos con objetividad, nos daremos cuenta de que casi nadie es totalmente libre. Somos esclavos de lo que nos rodea (publicidad, prohibiciones, reglas a seguir), de la gente (opiniones, el qué dirán, chantajes emocionales) y, sobre todo, de nosotros mismos: de los sentimientos que nos cohíben, de los que nos hacen enloquecer, de los que nos rompen el corazón sin que podamos hacer nada por evitarlo. Somos esclavos de nuestros prejuicios (sobre todo de los que ni siquiera sabemos que tenemos) y de nuestro ego, que nos juega malas pasadas cuando menos lo esperamos.


Puesto que durante la mayor parte de mi vida he estado inmersa en el mundo del teatro, donde se manejan unos egos verdaderamente descomunales, me he preguntado en innumerables ocasiones si en realidad no será casi todo una cuestión de establecer nuestro sitio, de no ser infravalorados, de no perder nuestro estatus en la manada. Creo que una grandísima parte de nuestro sufrimiento, de nuestros problemas emocionales, de nuestros desacuerdos con la gente que nos rodea, se deben a ese monstruo invisible que nos maneja como si fuéramos marionetas. El resto es culpa, es frustración, es miedo. Nuestras peleas y nuestro rencor hacia los que nos han dañado responden a todos los pequeños y grandes sentimientos que nos esclavizan.

No, no somos libres. Nadie - o casi nadie - lo es por completo. Y la peor cárcel, las cadenas más difíciles de romper, son aquellas de nuestra propia mente. Liberarnos de todo ello no es imposible, pero sí requiere un trabajo diario y duradero, al que hay que aplicar - sobre todo - una gran cantidad de paciencia con nosotros mismos.

Es muy posible que en la mayoría de los casos, éste sea un trabajo eternamente en progreso, pero eso no importa. Lo importante es seguir haciendo el camino día a día, paso a paso, cadena a cadena, teniendo en mente en todo momento esa deseada libertad, sin ataduras con los demás y, sobre todo, sin miedo a mandar a los demonios de nuestra mente a paseo para siempre.