martes, 17 de enero de 2012

NO HAY MÁS QUE UNA


He heredado muchas cosas de mi madre. Las dos somos mujeres emotivas y cabezotas, intentamos ayudar a los demás siempre que podemos, somos alegres, caprichosas y auténticas urracas con todo lo que brilla, ya sea un objeto o una persona... También tenemos rasgos similares. Los míos han ido cambiando con la edad para parecerse cada vez más a los suyos. Siempre he pensado que soy una versión más alta y bastante menos brillante y luminosa de esa mujer que volvía cabezas en su juventud y que acumuló muchas y muy variopintas proposiciones de matrimonio antes de casarse con mi padre.



Sin embargo, una gran cualidad de mi madre que yo no logro ejercitar siempre es el optimismo. Soy generalmente optimista, pero mi lado oscuro también suele manifestarse en los peores momentos, para hundirme en un pozo de pesimismo y depresión cuando menos lo espero. Nunca he visto algo así en mi madre, ni siquiera en las más trágicas situaciones, ni en los momentos más duros (y os aseguro que ha tenido muchísimos). Su optimismo es completamente invencible y eso es algo que admiro y envidio. Ella hace todo lo que puede para resolver la situación y luego, simplemente, se pone en manos de su Dios. Dice inshala y sigue adelante, con la certeza de que todo será como tenga que ser. Esta actitud le ha hecho salir airosa de todo tipo de situaciones: desde la falta de dinero hasta la muerte de sus padres, desde decir adiós a su patria hasta recuperarse de complicadas operaciones quirúrgicas.

Ahora que se acaba de jubilar, me doy cuenta de que mi relación con mi madre es más fuerte y cercana que nunca. Aún nos peleamos y nos colgamos el teléfono la una a la otra, aún me pone de los nervios igual que cuando era una adolescente consentida... pero las dos sabemos que la otra siempre estará ahí, contra viento y marea, en cualquier circunstancia, para todo lo que sea necesario y para mucho más.

El caso es que cuando una persona es activa, saludable y joven para su edad, el momento de la jubilación siempre es muy duro y la adaptación puede ser lenta. Mi madre ha intentado llevarlo con una sonrisa y con su natural optimismo, pero los que la conocemos bien sabemos lo difícil que está siendo para ella.

Para echarle una mano, tuvimos la idea de darle una fiesta sorpresa, a la cual invitamos a sus compañeros de trabajo más cercanos. Estuvimos organizándola durante semanas, con todo el trabajo y el estrés que ello implica, pero cuando finalmente tuvo lugar fue tan maravillosa que todo ese esfuerzo mereció la pena.

Los compañeros de mi madre son personas cariñosas, espontáneas y alegres, que hicieron de la fiesta un evento lleno de momentos memorables. Pero, sobre todo, no dejó de llamarme la atención lo mucho que quieren a mi madre, la importancia que ella ha tenido en su día a día, las historias que cada uno tenía que contar sobre cuánto les había ayudado y apoyado, sobre el cariño y la empatía que les había brindado a lo largo de todos estos años de vida laboral.





Siempre he estado muy orgullosa de ser parte de mi familia, que con sus cosas buenas y sus cosas malas, con sus peleas y sus alegrías, con todo lo dramático y lo cómico que ha sido parte de nuestras vidas, siempre ha sido el único pilar inamovible de mi existencia, una familia fuerte y unida en la que nunca ha faltado el Amor. Pero nunca he estado tan orgullosa como ahora de ser la hija de esta mujer tan querida por todos los que la conocen.

Sólo me queda esperar haber heredado una cosa más de ella: su capacidad de cambiar para mejor la vida de todos los que la rodean... Inshala.