domingo, 23 de enero de 2011

SANA, SANA...


Cuando aún era una recién nacida, tuve pneumonía. Estuve en una incubadora durante varios meses y me inyectaban antibióticos en el muslo. Mi madre se sentaba conmigo día y noche y lloraba cada vez que me pinchaban. Pero lo cierto es que después de eso, fui una niña increíblemente sana y no volví a pisar un hospital hasta los dieciocho años, cuando me operaron de urgencia por un ataque de apendicitis aguda.


Por lo demás, crecí en un pequeño pueblo de Málaga y pasaba las tardes jugando en la calle y los fines de semana en la playa. Tenía amigos, me gustaba el colegio... Siempre fui lo que cualquier persona llamaría una niña sana.


Cuando terminé mi carrera universitaria y comencé a trabajar en el mundillo de los ensayos clínicos, adquirí un contacto regular - nada bienvenido por mi parte - con la enfermedad, tanto física como mental. He pasado los últimos diez años paseándome por hospitales de toda España y algunos países del extranjero, leyendo historiales de pacientes con enfermedades gravísimas y preguntándome si les estaba ayudando en algo con mi trabajo. En los últimos meses, he adquirido un nuevo tipo de contacto con el entorno del hospital, al comenzar mi voluntariado como payasa terapéutica de Saniclown (www.saniclown.com) en el Hospital Niño Jesús de Madrid.


En estos meses ha comenzado mi contacto real con los pacientes. La cantidad de cosas que he aprendido en las pocas visitas que he realizado es sorprendente... pero la importancia de esas cosas es realmente indescriptible.

Podría dedicar decenas de entradas a hablar sobre todo ello; de hecho, lo más probable es que el tema surja muchas veces en este blog. Sin embargo, llevo unos días pensando en una cosa en particular y me gustaría plantearla hoy. Y es que, en general, creemos que tenemos bastante claro el concepto de salud y enfermedad, creemos que sabremos diferenciar a una persona sana de una enferma de inmediato. Quizás esto sea más evidente con enfermedades físicas pero, ¿y las psicológicas? ¿Cuándo podemos decir que una persona no está psicológicamente sana? ¿En qué momento cruzamos la línea entre la salud y la enfermedad?

Desde pequeños, el mundo nos expone a golpes y roturas continuamente. Incluso el más sano y feliz de los niños puede sufrir un daño terrible en cuestión de segundos. Sólo hace falta un incidente, un encuentro, un accidente... para que la vida quede condicionada a ello durante mucho tiempo, o tal vez para siempre. Pero incluso si nada tan grave ocurre, las pequeñas cosas siempre están ahí y esos pequeños rasguños pueden acabar creando una herida enorme, sobre la cual, para colmo, no se puede colocar ninguna tirita.

Si lo miramos desde esta perspectiva, ninguno de nosotros está completamente sano. Todos luchamos contra nuestros propios demonios: algunos son grandes y otros pequeños, algunos tenemos muchos y otros tenemos menos... pero nadie se salva por completo.

Entonces, ¿qué define a una persona sana? Y lo más importante, ¿cómo hacemos para curar esas heridas invisibles? ¿Cómo se sana un alma?

Esta semana, en el hospital, conocí a una niña preciosa de seis años, a quien aquí daré el nombre de Isabel. Isabel está ingresada en la unidad de Oncología del Hospital Niño Jesús. Tiene la cabeza completamente rapada. Tiene sesiones de quimioterapia. Tiene la cama rodeada de familiares y de juegos sin fin. Tiene posters y regalos hechos por sus amigas del cole. Tiene una sonrisa invencible. Tiene ganas de reír a carcajadas. Tiene un sentido del humor agudo y casi adulto. Es un ser especial en la peor de las situaciones. Una princesa sacada a rastras de su reino perfecto.

Isabel tiene cáncer: por lo tanto, se podría decir que está enferma. Pero su alma no es el de una niña enferma. Tampoco está enferma el alma de su madre, que juega con ella a hacer flores de arcilla y se ríe (se RÍE de verdad) con los payasos. En este mundo negro y cruel, yo compadezco a las almas sucias... compadezco a las almas solitarias... a Isabel y a su madre, no las compadezco: las admiro. Porque, incluso en el contexto de la enfermedad, sus almas son sanas, están vivas.

Me he preguntado muchísimas veces si yo estoy realmente sana, si mi alma tiene alguna rotura tan grande como para estar sangrando sobre mi vida sin que me haya dado cuenta hasta ahora. Es muy posible que así sea. Por eso estoy especialmente agradecida a la Vida por darme la oportunidad de hacer cosas como este voluntariado en el hospital, porque son cosas como ésta las que me enseñan que esas roturas, esos golpes que a veces parecen tan duros, tan irreversibles, no son lo que define la salud de un alma.

Esa salud está definida por cómo nos enfrentamos a esas heridas, está definida por la fuerza de esa tirita imaginaria que tejemos día a día, con nuestras propias manos. Está definida por cada centímetro que crece el alma, a pesar del dolor y de la sangre perdida.

Lo valioso es recordar esto y entender además que no siempre es necesario tejer la tirita nosotros solos. Es importante saber que detrás de uno hay manos amigas, personas que nos quieren y gente solidaria. Almas, al fin y al cabo, que vienen con sus propias roturas, pero que sanan día a día y siguen adelante.

Y lo más importante de todo es saber que, a veces, el gesto más saludable que podemos hacer es confiar en que, si tropezamos en el camino, ellos estarán allí para amortiguar la caída.

martes, 11 de enero de 2011

11/1/11, 11:11


Hoy es 11 de Enero de 2011, es decir, 11/1/11. Es una fecha muy bonita y, además, numerológicamente favorable. Esta mañana, mi amigo Jesús tuvo la idea de aprovechar el momento en el que el reloj diera las 11:11 para parar, sentarnos, respirar hondo, reflexionar... simplemente estar. A mí me pareció una idea buenísima y la he llevado a cabo. Me hice un café, abrí las ventanas de mi salón de par en par, cogí una silla, me senté y me dediqué a mirar el cielo - un cielo de un color azul brillante que no se ve todos los días y que, por cierto, probablemente me habría perdido si no me hubiese tomado ese respiro a las 11:11 de la mañana. Durante los diez minutos que estuve sentada al lado de la ventana, fui consciente de ese cielo azul, del hecho de que mi vecina de enfrente me miraba discretamente desde su propia ventana, del color rosa palo de una falda tendida que dos horas antes me había parecido gris (en serio, todavía no comprendo cómo mis ojos se pueden haber confundido tanto con el color) e intenté no poner trabas a los pensamientos que pasaban por mi mente, fuesen los que fuesen. Y puede parecer increíble, pero tras esos escasos diez minutos, me sentía diferente: más relajada, más contenta y menos cansada que antes.

No solemos dar completa libertad a nuestros pensamientos. No lo hacemos porque estamos ocupados con la rutina diaria, porque necesitamos sentir que tenemos control sobre nuestras vidas y también porque estamos muertos de miedo. Nos asusta dar rienda suelta a los pensamientos porque, en muchas ocasiones, preferimos no saber muchas cosas que, en el fondo, ya sabemos. Pero, ¿es posible la libertad completa sin el completo conocimiento de nosotros mismos? Y si cobramos consciencia de lo que no nos gusta, ¿nos hace eso menos dignos de nuestro propio respeto, de nuestro propio Amor?

Yo me pasé media vida evitando mis propias carencias, luchando contra ellas, ignorándolas... lo había probado todo, menos la aceptación (y, como consecuencia, el trabajo para mejorar). Cuando decidí que prefería conocerme por completo en lugar de huir de mí misma, comencé un largo camino del cual aún no he recorrido ni la mitad. No es un camino fácil, implica esfuerzo, dolor y bastantes caídas. Lo más frustrante es sentir que desandas lo andado, que cuando más progreso crees haber hecho, de pronto pareces recular y empezar de nuevo desde la primera casilla. No, no es fácil, pero curiosamente, tampoco es tan aterrador como había imaginado. Quizás es porque una vez que decides andar ese camino, ya estás aceptando una serie de cosas que, por lo tanto, dejan de asustarte. O quizás es porque la mayoría de nosotros no somos ni la mitad de aterradores de lo que pensamos.

Desde la primera casilla hasta ahora, he aprendido muchas cosas; entre ellas, que sí es posible amar los fallos, las carencias y la oscuridad de uno mismo. Mi profesor y amigo Jason me dijo una vez que hay que aceptar y abrazar tu sombra. Tenía toda la razón. Sólo entonces podemos seguir caminando. Y sólo entonces podemos permitirnos parar, reflexionar y contemplar nuestras vidas sin miedo a nada, ya sea un 11/1/11 a las 11:11 o en cualquier otro momento.

Lo que puedo afirmar con total certeza es que cuanto más camino, menos me canso, cuanto más cambio, más me encuentro y cuanto más acepto mi sombra, más luz cae sobre todo lo que vivo.

Jack Kerouac dijo: "enamórate de tu existencia". El Amor llega con el conocimiento, con la consciencia. Y cuando dejamos de correr por la vida sin saber a dónde vamos y, simplemente, nos dejamos estar, vemos los cielos azules y las faldas rosas y nos damos cuenta de que la vida - la de verdad - son los momentos 11/1/11 a las 11:11.