sábado, 31 de agosto de 2013

EL SÍNDROME DE MR. BIG


Últimamente no dejo de preguntarme si las relaciones de pareja, tal y como las concebimos en el mundo occidental, son realmente tan necesarias como nos las pintan, o si, por el contrario, son un invento más de esta sociedad que nos lleva por donde le da la gana (y encima nos hace creer que somos libres). Desde pequeños, nos han enseñado que nuestra vida no está completa si falta un/a compañero/a con quien vivirla y, para colmo, nos han llenado la cabeza con estereotipos de cómo debe ser nuestra relación con ese/a compañero/a. Creo que es evidente que las mujeres hemos salido perdiendo. Desde las princesas desvalidas de las películas más antiguas de Disney hasta las (supuestamente) de armas tomar de las películas más recientes, lo único que hemos visto es una ristra de prejuicios e ideas preconcebidas que llevan al mismo lugar: si termina la película y sigues sola, algo has hecho mal. Muy mal.

Sigo pensando que el mundo sí está cambiando. Ahora hay libros que hablan de cuentos de hadas diferentes (padres, echad un vistazo a la editorial Nube Ocho: www.nubeocho.com). Y, sinceramente, casi grito de felicidad en el cine cuando terminó Brave y me di cuenta de que, por primera vez, Disney había comercializado una película con una heroína totalmente auto-suficiente y maravillosa que no tenía ninguna necesidad de cabalgar hacia la puesta de sol con un hombre a su lado. Sí, el mundo está cambiando porque, afortunadamente, aún hay gente que se niega a conformarse. Y espero que los padres de mi generación sepan (o sepamos, porque también seré madre algún día) enseñar otras cosas a sus hijos, para darles esas alas de libertad emocional que a nosotros nos faltaron.


Para la mayoría de las mujeres de mi generación, esa libertad - si es que ha llegado - ha sido el resultado de años y años de trabajo personal y ha necesitado de un esfuerzo sobrehumano para desprogramar todo lo que con tanta habilidad y empeño nos habían programado en el cerebro durante tanto tiempo. Después de todo el trabajo, a veces lo único que hace falta es un solo acontecimiento, algo aparentemente poco importante y repetitivo (porque ya te ha pasado con decenas de otros hombres, en un pasado no tan lejano) para que el chip cambie y tus prioridades se coloquen por fin donde deben estar.

Yo lo llamo el síndrome de Mr. Big. Para los lectores que no lo sepan, Mr. Big era ese carismático y misterioso personaje de Sexo en Nueva York que aparecía y desaparecía de la vida de Carrie, la protagonista, como le daba la gana. Se negaba a hacer ningún tipo de esfuerzo. Su madurez emocional era la de una piedra. Él aparecía, la enamoraba (o la re-enamoraba), se quedaba mientras le apetecía y luego, de un día para otro y con la facilidad de quien se cambia de calcetines, la abandonaba (otra vez) y se marchaba cabalgando en su caballo blanco (léase coche de lujo con chófer incluído) para - supuestamente - no volver nunca más.


El problema era que Mr. Big siempre volvía. Normalmente lo hacía cuando Carrie estaba muy bien: cuando las cosas le iban fenomenal, cuando era feliz (sola o con otro hombre) él aparecía, como quien no quiere la cosa, a joderle la existencia. Disculpad el lenguaje, pero es que la cosa tiene delito. Y lo que más delito tiene es que ella siempre le acababa perdonando y - peor todavía - nosotras, las espectadoras, suspirábamos de alegría por eso amor reencontrado. Y es que, aunque disfruté como una enana con esa serie, aunque la recuerdo con un cariño imborrable porque la relaciono con momentos muy bonitos de mi vida, me temo que tenía un fallo muy grande: no solamente seguía alimentando los prejuicios e ideas preconcebidas de nuestros cuentos de hadas, sino que, para colmo, lo hacía tras la máscara del feminismo. Se suponía que era la serie con la que todas nos identificábamos, que era como una especie de abanderada de la libertad emocional, romántica y sexual de la mujer. Pero bajo ese manto de falso orgullo feminista, nos contaba exactamente el mismo cuento que las películas Disney de nuestra infancia.

Por cierto, tras seis temporadas de mágicas desapariciones y reapariciones, Mr. Big se reforma. Deja de ser un miedica comodón que no es capaz de amar sin tapujos y los guionistas nos dan el final feliz que esperábamos: el del cuento de hadas. Nunca he visto un hombre en la vida real (que conste que hablo desde mi experiencia personal y que no pretendo generalizar: caballeros, no se me enfaden) que se libere de sus miedos y de esas ganas de no tener ganas de nada y se lance a la piscina en una historia de amor. Lo que yo veo es que los hombres de mi generación se han acomodado. No sé si es cuestión de números (hay muchas más mujeres que hombres), cuestión de educación o si, en el fondo, es una actitud que hemos alimentado nosotras sin querer. Pero el hombre de hoy en día, en general, no quiere mover un dedo por la persona que tiene enfrente. Quiere que se lo den todo hecho y emocionalmente mascado y, aun así, si de pronto le entra el miedo, sale corriendo igualmente, como un niño pequeño.

La pregunta es: ¿por qué aguantamos esto las mujeres? Creo que nuestra respuesta está en esos cuentos de hadas, en esas películas de Disney y en esas series pseudo-feministas. Es muy difícil reprogramar toda esa información. Pero creo que es posible hacerlo. Y es posible aprender que un compañero es eso: un adulto que te acompaña en el viaje. No un niño al que hay que llevar de la mano.

Si ese compañero no está, no te preocupes, que no te va a pasar absolutamente nada. Si algún día aparece, bienvenido sea. Y si no, creo que ya sabes lo suficiente como para entender que tienes todo lo que necesitas para hacer el viaje tú sola. Que no te líen.

sábado, 17 de agosto de 2013

LA DICTADURA DE LA ESPERANZA

Está siendo un año complicado, para mí y para muchas de las personas que me rodean. Sin comerlo ni beberlo, un año que comenzó de manera prometedora y alegre, ha empezado a llenarse de pérdidas y de dolor. La amalgama de sensaciones y pensamientos que han recogido estos meses ha sido tan grande que es difícil hablar de ella de manera resumida, general. Han ocurrido cosas importantes, tanto fuera como dentro de nosotros, y creo que poco a poco irán saliendo en forma de palabras en este blog.

Esta mañana ando pensando en lo curiosas que son nuestras reacciones a las cosas que nos pasan. En muchas ocasiones, no tienen nada que ver con lo que imaginábamos que iban a ser. De manera totalmente inesperada, reaccionamos mucho mejor o mucho peor de lo que pensábamos. Por otro lado, hay ocasiones en las que nuestras reacciones vienen de un profundo y largo trabajo personal que nos ha cambiado, que nos ha preparado para esos momentos difíciles por los que todos tenemos que pasar.


En mi caso, mi trabajo personal ha hecho que transite todos los acontecimientos y experiencias vitales de estos últimos meses con una tranquilidad que nunca antes había tenido. Recuerdo que hace algunos años trabajé con un director de teatro que hacía ejercicios de relajación con nosotros antes de las funciones. Al final de los ejercicios, siempre nos decía: Corazón calmo. Yo intentaba seguir el consejo, pero hasta ahora no lo había conseguido. En estos días, la experiencia es diferente.

Es difícil explicar el camino que he recorrido para llegar a este momento. Difícil e irrelevante, porque cada individuo tiene su propio camino y contar el mío no aportaría mucho a nadie. Lo que sí puedo decir es que el momento se traduce, sobre todo, en una cuestión de confianza. De confianza en mí misma y sobre todo, en la Vida. Confianza en que Ella sabe mucho más que nosotros, en que es sabia, en que sigue su camino de manera natural, creando un equilibrio que quizás no siempre veamos, pero que verdaderamente siempre está allí.

Los problemas vienen cuando, al no confiar en ese equilibrio, nos desestabilizamos. Solemos decir que la vida es complicada, pero como decía Oscar Wilde, los complicados somos nosotros. La vida está como tiene que estar, el que está fuera de eje es el ser humano. Difícil no estarlo en nuestra sociedad: la sociedad de la impaciencia, de la inmediatez, del escepticismo. Lo queremos todo y lo queremos ya y, a menos que veamos resultados palpables, pensamos que no hay progreso alguno en nuestra búsqueda.


Para complicar aún más las cosas, el ser humano tiene esperanza. Esto es algo bueno: mantener la esperanza hace que sigamos luchando, que busquemos, que nos levantemos después de cada caída. Sin embargo, su combinación con la impaciencia con la que vivimos nuestras vidas puede llegar a ser una bomba. Porque por cada vez que nos permitimos alimentar esa esperanza de nuevo y volver a creer, hay otra caída que nos espera, otro parón en el camino, otro retroceso. Tanto es así, que acabamos viviendo bajo una especie de dictadura de nuestra propia alma, en la cual la esperanza, en lugar de hacernos felices, no nos permite soltar esas cosas que nos hacen daño repetidamente y nos mantiene atrapados en un círculo vicioso de decepción y de dolor.

He aprendido que la manera de liberarnos de esa dictadura de la esperanza, de hacer que ésta vuelva a ser un alimento para el alma en lugar de un sufrimiento, es esa confianza de la que hablo. Conseguir mantener la esperanza y, al mismo tiempo, confiar en que aquello que esperamos llegará cuando tenga que llegar - y no antes - nos convierte en seres mucho más pacientes y acerca nuestro corazón a ese estado calmo del que hablaba mi director.

Anaïs Nin dijo: no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Si conseguimos mantener nuestra alma en paz, nuestro mundo mejora, evoluciona, cobra sentido, fluye... tal y como lo hacemos nosotros.