
Siempre que fallece un actor, un cantante, o cualquier otro artista al que admiro, se me coloca un nudo enorme en la garganta, el día se me vuelve algo más gris e, inevitablemente, suelto un par de lágrimas. Creo que es porque pienso en todas las maravillas que aún podrían llegar a hacer si siguieran con vida, las cuales ahora quedarán irremediablemente relegadas a ese lugar sin tiempo ni espacio, ese país de "nunca jamás" del arte que existe en mis peores pesadillas.
Hoy ha sido Elizabeth Taylor quien ha dejado este mundo y, por alguna razón que no llego a comprender del todo, su muerte me ha afectado más que la de la mayoría de sus predecesores. Quizás es por su calidad de mito atemporal que ya sedujo a la generación de mis padres antes de hacer lo mismo con la mía. Quizás es porque he tenido la suerte de que algunas personas - demasiado amables y algo fantasiosas - me hayan comparado físicamente con ella en varias ocasiones. Una comparación que no merezco, pero que evidentemente me halaga muchísimo.
O quién sabe, quizás es porque su Gata Sobre el Tejado de Zinc Caliente fue uno de mis referentes cuando estudiaba interpretación. Nunca olvidaré ese trabajo de fin de curso que me permitió ser Maggie por un día, amar a mi Brick con desesperación, subirme una media de liga delante de sus ojos como si le estuviera acariciando y gritarle como si me estuviera rompiendo por dentro. Era mi propia Maggie, distinta a la de Taylor. Vestía ropa interior negra en lugar de blanca y estaba llena de todo el miedo, la imperfección y la desmesurada ilusión de quien está empezando y aún lo tiene todo por aprender. Pero, durante el proceso de creación de ese personaje, vi la película cincuenta veces y cincuenta veces me quedé sin respiración. Cincuenta veces deseé tocar algún día ese estado de gracia en mi trabajo interpretativo. Fue imposible interpretar esa escena de La Gata sin tener a Elizabeth Taylor en la cabeza. Y es que un mito nunca muere.
Hoy he vuelto a acordarme de ese día de fin de curso. Lo recuerdo todo con claridad: los nervios, la expectación, la autoexigencia, las ganas (de salir a escena, de ser mejor, de brillar, de esconderme, de morir de frustración, de vivir para siempre). Lo recuerdo todo como si hubiese ocurrido ayer, pero ocurrió hace casi siete años y, desde entonces hasta ahora, ha llovido mucho.
Entre otras cosas, en este tiempo he llegado a la conclusión de que ese estado de gracia al que pretendía llegar es un oasis, una especie de quimera, una meta que se aleja más y más cuanto más perseguida se siente. El artista no puede perseguir el estado de gracia, porque no le pertenece. El artista sólo puede trabajar duro y abrir su alma a Eso, a eso tan inmenso que es más grande que él, pero de lo que también es parte. Llámalo Dios, Universo, Vida... llámalo como quieras, pero está ahí. Todos lo sabemos porque todos hemos sido testigos de ello en alguna ocasión. Y si el artista tiene la suerte de que esa Luz pase a través de él, durante un solo segundo, durante un ínfimo momento dentro de la eternidad, es un verdadero afortunado.
Elizabeth Gilbert, autora de Comer, Rezar, Amar, dio una charla hace un par de años, mientras escribía la secuela de su libro. Comentaba que las antiguas tribus del Norte de África solían tener reuniones nocturnas en las que se llevaban a cabo bellísimos rituales de danza. Los bailarines eran excepcionales y siempre ofrecían un espectáculo increíble. Pero había veces - muy pocas veces - en las cuales uno de esos bailarines parecía de pronto iluminarse por dentro, en las cuales parecía haber sido tocado por algo más allá de todo entendimiento humano y entraba de pronto en ese casi inalcanzable estado de gracia. Cuando esto ocurría, los miembros de la tribu tocaban palmas y emitían un cántico: "¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!"... es decir, "¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!". Lo que querían decir es que eso que estaba ocurriendo delante de sus ojos...eso, era Dios.
Por cierto, el dato curioso de esta historia es que ese cántico fue traído a España por los invasores árabes y, con el tiempo, se convirtió en "¡Olé! ¡Olé! ¡Olé!". Os suena, ¿verdad?
Claro que siempre existe la otra cara de la moneda: todos esos momentos de duro trabajo que parecen "no llevar a ninguna parte", todo el esfuerzo, la frustración, la siempre acechadora sensación de fracaso. La otra cara de la moneda, según Gilbert, es "el día siguiente" de ese bailarín, cuando se levanta y se da cuenta de que ya no es una manifestación de Dios, sino un ser humano con rodillas permanentemente lesionadas y el cuerpo entero machacado y que, muy probablemente, jamás volverá a tocar ese estado de gracia. Y entonces, ¿qué significado tiene el resto de su vida?
Lo que explica Gilbert en su charla, y lo que yo he aprendido en los siete años que separan ese trabajo de fin de curso de mi yo actual, es que lo único que puede hacer ese bailarín es dar las gracias fervientemente por haber podido experimentar ese ínfimo atisbo de Eternidad y seguir trabajando, sabiendo, sin la más mínima duda, que el hecho de dedicarse a su arte es la máxima expresión humana del Amor.
Así que supongo que por eso me emociono cada vez que muere un artista de verdad. Porque, en mi opinión, todo el que se dedica a su oficio porque le apasiona y da todo de sí mismo en cada trabajo que realiza, es una manifestación de Dios.
Y por ello, cuando deja este mundo, desaparece una pequeña parte de cada uno de nosotros.

Para ver la charla de Elizabeth Gilbert: http://www.youtube.com/watch?v=t7f8X766Dss