miércoles, 29 de febrero de 2012

LA TORMENTA


He pasado una semana en Estambul: una ciudad mística, viva, vibrante, llena de colores y olores que parecen estar esperando para ser desenvueltos - uno a uno - por el viajero que se atreva a descubrirlos.

Mi experiencia en esta ciudad ha sido especial por varias razones. Por un lado, siento una gran afinidad con la cultura y la energía de Turquía. Creo que no era realmente consciente de lo conectada que estoy con mis raíces hasta que he viajado a este país - vecino de Irán - y he experimentado esta especie de déjà vu, como si alguien me hubiese colocado de repente en una vida que ya viví... o que me tocaba vivir, pero que pasó de largo por las circunstancias. Cada madrugada, me despertaba con la llamada a la oración resonando en toda la ciudad y me quedaba hipnotizada escuchándola, reconociéndola a un nivel molecular, genético... algo que no podría explicar nunca con palabras.

Por otro lado, este viaje ha supuesto para mí el despertar de otras sensaciones que no había experimentado en mucho tiempo (y que casi había dado por perdidas). Dicen que hay que tener cuidado con lo que uno desea, porque se podría hacer realidad. Supongo que en mi caso se podría decir que debo tener cuidado con lo que escribo, porque es evidente que se puede materializar. En este caso, sin embargo, me alegro de haber dado rienda suelta a mi pluma (o más bien, a las teclas de mi ordenador) porque la fantasía de sensaciones que saltó de la pantalla al mundo real fue realmente deliciosa.

Hace un par de años, escribí un cuento llamado Estambul, que describía, en primera persona, el encuentro de la protagonista con un hombre turco en un bazar de la ciudad. No sé por qué escogí ese tema ni esa ciudad, ya que en aquel momento aún no la conocía. Sea como sea, el cuento se ha materializado, tanto tiempo después, casi palabra por palabra, en un bazar real y con un hombre real.

La relevancia de esta vivencia va mucho más allá de lo anecdótico. La cascada de sensaciones y emociones que ha pasado por mi cuerpo - y por mi alma - en estos días, me ha recordado lo viva que estoy.
En Estambul se han despertado todos mis sentidos.


La última noche de mi viaje, cenando delante de una mezquita iluminada, comprendí de pronto la razón por la cual esta ciudad resulta tan fascinante para todo el que la visita. Y es que Estambul está llena de contrastes. Cambia de un segundo a otro y un único paso te puede llevar a un sitio completamente distinto. Estambul es una sensación tras otra y todas ellas en una sola.

De la misma forma, la vida nos sorprende en un solo instante. Cuando pensamos que todo está perdido, aparece luz al final del túnel. Donde pensamos que no queda nada, de pronto nace algo nuevo. Y lo que pensamos que nunca volverá reaparece sin previo aviso. Y es que la vida, al igual que esa maravillosa ciudad de Turquía, también está llena de contrastes.

Y los contrastes chocan, movilizan, nos revuelven. Las sorpresas nos agitan y traen tormenta a nuestro mar tranquilo. Y cada vez que esto pasa, debemos lanzar una ferviente oración de gratitud a nuestro Dios (sea el que sea). Porque esa tormenta mezcla Cielo con Infierno, hace brotar risas entre lágrimas y provoca la frustración de desear algo hasta que nos duele - literalmente - el corazón. Y por mucho que queramos maldecirla por desbaratar nuestras estructuras perfectas, en el fondo de nuestra alma sabemos que es esa tormenta la que nos hace estar realmente vivos... y la que finalmente - cuando menos lo esperamos y contra todo pronóstico - recompone nuestro mundo.

2 comentarios:

  1. Y el cuento Estambul? donde se podría leer?
    Umberto

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  2. Sería estupendo que la próxima entrada la dedicaras a ese cuento... yo también me he quedado con ganas de más. Puedo imaginarte frente a esa mezquita con la mirada ensoñada.
    Besos guapa.
    María

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