jueves, 26 de julio de 2012

ADAPTACIÓN

Acabo de regresar de un viaje de dos semanas a Hong Kong. Esta ciudad, que es China sin ser China, en la que impresionantes rascacielos conviven con pequeños templos budistas y con encantadores mercados de chucherías y antigüedades, ha conseguido posicionarse en algún lugar misterioso entre oriente y occidente. Con ello, consigue ofrecer lo mejor de los dos mundos al viajero. A cambio de esto, sin embargo, obliga a éste a readaptarse continuamente.


Desde sus wet markets (donde el pescado se corta vivo delante del comprador, retorciéndose hasta el último momento) hasta las copas de 20 euros del Ritz (que ofrece las mejores vistas de la ciudad), hay un mundo. Un mundo tan grande, con un recorrido tan largo y tan diverso, que es fácil que el visitante se sienta abrumado.



Sin embargo, para la persona dispuesta a recolocar sus esquemas mentales, para el viajero aventurero que no tiene miedo a salirse del plan inicial y replantearse las cosas, Hong Kong puede ser la ciudad perfecta. Es tradición y progreso, paz y locura, todo junto, mezclado y ofrecido al visitante a la vez.


Además de ese continuo choque cultural que es Hong Kong, mi viaje, como casi todos, me obligó a adaptarme a situaciones cambiantes (y no siempre agradables) durante mis dos semanas de estancia en la ciudad. Ésta es una de los aspectos más difíciles de viajar (sobre todo si se viaja solo), pero también uno de los que más aprecio, puesto que siempre me enseña mucho, sobre todo de mí misma.

Y es que nuestra capacidad para adaptarnos a nuestras circunstancias - especialmente cuando éstas se tuercen - viene dada por nuestra forma de ser y, al mismo tiempo, nos sigue formando como personas. Ésta es una de las razones por las cuales siempre he pensado que viajar es una parte esencial de la vida, tan importante como cualquier tipo de educación o práctica de crecimiento que realicemos. Siempre resulta muy fácil identificar a un viajero entre un grupo cualquiera de personas. La persona que viaja adquiere conocimiento, su alma se enriquece y su fuerza de voluntad y su paciencia crecen con cada viaje.


Hay un edificio en Hong Kong que me llamó la atención especialmente. Es el más polémico de la ciudad: el Bank of China Tower. Esta modernísima estructura, que se ilumina por las noches ofreciendo un pequeño espectáculo de luz por sí misma, es la más odiada por la gente de la ciudad. Y es que desafía todos los principios del feng shui. Los prismas triangulares del edificio son símbolo de mala suerte, las cruces a los lados sugieren negatividad y su forma ha sido relacionada con una mantis religiosa, la cual se considera un insecto amenazante.


A pesar de ello, este edificio ha sido colocado en medio de la selva de rascacielos de Hong Kong y la gente ha tenido que aprender a convivir con él, así como han tenido que adaptarse a una vida tremendamente occidentalizada, a un cambio radical y a un alejamiento de sus raíces. Sin embargo, la gente de Hong Kong sigue cuidando sus tradiciones y su espiritualidad original: en todos los templos hay un continuo fluir de personas que acuden a rezar a sus dioses, siguen agitando los chim (palitos de la fortuna) para que un adivino les desvele su futuro y siguen peregrinando a Lantau (estorbados por cientos de turistas que sólo van a hacer fotos) para llevar ofrendas al Buda Tian Tan, que se alza irradiando paz, con sus 23 metros de altura, sobre la isla. Y todo esto no tiene por qué estar reñido con las cenas y las copas en el barrio del Soho ni con las modernísimas y elegantes jóvenes que acuden perfectas cada mañana a trabajar en las oficinas de los grandes rascacielos.


Y es que en este mundo de cambio constante, la vida progresa y va por donde mejor le parece, independientemente de nuestros deseos y necesidades. A veces, sólo a veces, tenemos suerte y conseguimos lo que pensamos que queremos. Pero en muchas ocasiones, las circunstancias son diferentes y somos nosotros los que nos tenemos que adaptar a ellas. O eso, o quedarnos atrás en el camino.

En la vida, como en los viajes, hay que aceptar la realidad, seguir adelante e intentar mantener la alegría, aunque no sea nuestra realidad deseada. El viajero que sabe adaptarse de esta manera se convierte en un ser más paciente y aprende a vivir lo que le toca hoy, con la certeza de dos grandes verdades: la primera, que lo que pensamos que queremos no es siempre lo mejor para nosotros y la segunda, que el camino de la paciencia te lleva - siempre - a la mejor parte de tu viaje.




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