miércoles, 14 de noviembre de 2012

MAGIA


Cuando era pequeña, solía inventarme historias de hadas y duendes. Lo hacía sobre todo para gastar bromas a mis amigas y para jugar en el patio del recreo pero, en el fondo, una parte de mí creía en ellas. Y es que cuando somos niños, los seres mágicos y los cuentos fantásticos son parte natural de nuestro ser. Pero a medida que vamos creciendo, el mundo se empeña en que nos deshagamos de ese mundo paralelo y volvamos a la realidad.

Muchas veces me he preguntado qué pasaría si no enseñáramos a los niños que su mundo imaginario es irreal. Si no les repitiéramos una y otra vez que ese ser al que ven andando por casa no es real, que los amigos invisibles con los que hablan no existen o que ese mundo al que escapan es una mera ilusión, ¿quién sabe en qué adultos se convertirían? Después de todo, ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que es real y lo que no?

Hoy en día, si un adulto sigue creyendo en la magia, se le tacha de iluso, sentimental, loco. Pero en los tiempos que corren, se me ocurre pensar que la verdadera locura es no creer... Nuestro mundo es cada vez más cruel, más despiadado, más triste. La crisis se agrava, la pobreza aumenta y la solidaridad y la ayuda merman cada día. ¿De verdad creemos que es posible sobrevivir en este mundo sin creer - aunque sea un poquito - en el poder de la magia?


Lo que ocurre es que malentendemos el concepto de magia, de la misma forma en la que malentendemos el concepto de amor. Para los críticos feroces de nuestro mundo, el que cree en el amor - ese amor ilógico e incurable, el que nos empuja a hacer locuras y nos deja cara de tontos por tiempo indefinido - es un idiota romántico condenado al fracaso y a la decepción. El mundo se asegura cada día de convencernos un poquito más de su verdad: que ese amor no existe, que no sirve y que si no queremos sufrir debemos ser más inteligentes al respecto.

Resulta que, en este caso, no quiero ser inteligente. Quiero seguir creyendo en la magia y quiero seguir creyendo en el amor. Lo cierto es que los veo a mi alrededor todos los días. No son un invento: existen. Si dejamos de pensar en la magia como un polvo de estrellas de colores cayendo sobre nuestras cabezas, comprobaremos que siempre está allí: en la mirada de un niño, en la belleza de un paisaje o en el amor de un perro hacia su amo. ¿Por qué buscar la magia en universos paralelos cuando la tenemos justo aquí, al alcance de nuestra mano?

Del mismo modo, si dejamos de pensar en el amor como una película sentimental de Hollywood, veremos claramente que siempre está presente: en los adolescentes que lo descubren por primera vez, en los ancianos que llevan juntos cincuenta años o a veces, incluso, en una segunda oportunidad.


Durante muchos años, he intentado dejar de creer en la llegada de ese amor a mi vida y, con el tiempo, he estado a punto de conseguirlo. En los últimos tiempos, he logrado tapar esos sueños con otros inventados que siempre acaban cayendo por su propio peso. Pero como esa niña que pensaba que el patio del recreo era un aburrimiento sin sus historias mágicas, mi yo adulto se niega a condenarse a sí mismo a una vida gris sin ese amor tan buscado.

Es cierto, las estrellas de colores no aparecerán de la nada. El mundo no funciona así. Somos nosotros los que damos las pinceladas de color a nuestras vidas. Y esto solamente se logra manteniendo la fe y sabiendo que los cuentos de hadas no existen por arte de magia: los creamos nosotros con cada paso del camino.



1 comentario:

  1. Un beso y mucha magia para ti Parisá.
    Como siempre bellísimas palabras...
    María

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