miércoles, 13 de marzo de 2013

AFORTUNADA



Mi hermana se ha casado. A la alegría que viene de la mano de cualquier boda se une la felicidad por el hecho de que esto es algo que ella había deseado desde hace tiempo, así como el placer de comprobar - en vivo y en directo y sin lugar a dudas - el gran amor que sienten el uno por el otro ella y su recién estrenado marido.

En los días anteriores a la boda, llovió mucho en Madrid, algo a lo que no estamos acostumbrados y que en este caso venía en el momento menos propicio. Dejamos de contar las veces que oímos a alguien decir: novia mojada, novia afortunada y nos resignamos a adaptarnos a lo que viniera puesto que, después de todo, estábamos celebrando una boda en invierno y, en cualquier caso, las posibles consecuencias tampoco eran graves.

El día de la boda, mi madre y yo nos levantamos temprano y comprobamos que, efectivamente, llovía más que nunca. Sin embargo, en la hora que tardamos en arreglarnos y prepararnos para salir de casa, pasó lo inesperado: las nubes desaparecieron como por arte de magia, el cielo encapotado dio paso a un cielo azul perfecto y el sol comenzó a brillar como en un día de primavera. Así que finalmente no hubo novia mojada y, sin embargo, no hizo falta mucho esfuerzo para ver que era una novia realmente afortunada. Durante la ceremonia y la celebración, yo no podía dejar de pensar en la suerte que teníamos todos, los novios, sus familias, sus seres queridos... suerte de estar allí, de querernos, de poder celebrar la felicidad de los nuestros, de estar sanos, de estar presentes, de estar juntos.



Mi familia ha recorrido muchos y muy arduos caminos desde nuestra salida de Irán hasta hoy... pero nunca - ni en los peores momentos - hemos dejado de ser una familia realmente afortunada: por tenernos los unos a los otros, así como por tener la fuerza y el valor de labrarnos una vida con cada nuevo día. Hasta hace poco tiempo, tenía que recordarme esto a mí misma una y otra vez, porque se me olvidaba demasiado a menudo. Pero ahora, tras estos años de trabajo personal, lo tengo presente de manera casi permanente y soy cada vez más consciente de ello.

Como era de esperar, en la boda de mi hermana me hicieron la misma pregunta unas cincuenta veces: y tú, ¿para cuándo? Yo, que nunca he creído en el matrimonio y que no me he vuelto a imaginar a mí misma casándome desde que tenía ocho años y jugaba a la bodas con mis amigas, oí lo mismo tantas veces que tuve que terminar haciendo un huequito en mi mente para el tema.



Yo, que no creo en el para siempre; yo, que ansío ser cada vez más libre; yo, que siempre he sido la mujer que los hombres desean, pero que ningún hombre ama... ¿qué significado tiene realmente ese para cuándo en mi existencia? ¿Me molesta que la respuesta más probable a esa pregunta sea para nunca? Y lo que es más importante, ¿estoy dispuesta a sacrificar aquellas partes de mí que convierten esa respuesta en realidad?

Los últimos días han hecho que me replantee las cosas una vez más. Y aunque me resulte cansado y tedioso tener que volver siempre sobre el mismo tema en mi cabeza, creo que es positivo que sea capaz de volver a plantearme mis decisiones y de abrirme a otras posibilidades. Aún más positivo es el hecho de que mi conclusión siempre es la misma. En estos días he vuelto a confirmar que elijo (una y cien veces) ser fiel a mí misma antes que enterrarme y esconderme para evitar estar sola.

Puede que las posibles consecuencias de mi elección no me entusiasmen, pero las acepto. En lugar de derrumbar una parte de mí, elijo derrumbar los prejuicios, las ideas preconcebidas y el anquilosado inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Y que la vida, que siempre nos ha dejado a mí y a mis seres queridos donde teníamos que estar, se encargue de hacer el resto.

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