miércoles, 29 de abril de 2015

QUE LLUEVA, QUE LLUEVA...


¿Por qué nos molesta tanto la lluvia? En países como España, donde no estamos acostumbrados a vivirla, parece que nuestro mundo se para cada vez que empieza a llover. Los atascos en la carretera están asegurados, no tenemos ni idea de cómo andar con un paraguas por la calle sin sacar un ojo a alguien y nos ponemos de un humor de perros. En países en los que la lluvia es más frecuente, la viven con más normalidad... aun así, para todos - independientemente de nuestra localización - es poco más que un inconveniente a la hora de vivir nuestro día a día, de ir a trabajar, de andar de un sitio a otro con todos nuestros (urgentísimos, importantísimos, esenciales) quehaceres.
 
Me pregunto en qué momento dejamos atrás nuestra ilusión infantil. Ese lienzo en blanco, esa pura inocencia que nos hace vivir en el momento y disfrutarlo sin pensar en nada más... ésa que hace que queramos pisar todos los charcos, que nos dé igual mojarnos mientras podamos seguir jugando. Las responsabilidades de la vida adulta pesan sobre nuestros hombros y, por muy alegres y despreocupados que seamos, vivir en la sociedad moderna nos hace estar sujetos a ellas: a nuestra lista de cosas por hacer, a nuestros debo, nuestros tengo que y nuestros no puedo... 


Hace unos días, llovió en Madrid. Fue una típica lluvia primaveral: breve y torrencial. Salí de la consulta sin paraguas (nunca lo llevo) y me apresuré hacia la parada del autobús para evitar mojarme. Estaba cansada, había trabajado mucho y tenía la cabeza embotada. La lluvia caía con fuerza y me daba en la cara, me mojaba la ropa... el semáforo estaba en rojo y no tenía más remedio que aguantar. Por otro lado, no me apetecía nada meterme en un autobús lleno de gente malhumorada, que sin duda alguna tardaría el doble de tiempo de lo normal en llegar a mi parada. De repente, tomé una decisión: eché los hombros atrás, relajé el cuerpo, miré hacia arriba y dejé que la lluvia cayera libremente sobre mí. Con ese simple gesto, todo cambió. Las gotas que me molestaban al caer sobre mi ropa se volvieron placenteras y la sensación del agua sobre la cara era maravillosa. Así que dejé de pensar y, simplemente, comencé a andar... 

Llegué andando hasta mi casa, sintiendo cómo mi cansancio desaparecía y sonriendo a la gente que me miraba desde bares y portales como si estuviera loca. 

Evidentemente, no estoy diciendo que debamos andar siempre por la vida dejándonos empapar por la lluvia: es cierto que tenemos nuestras rutinas, que tenemos quehaceres y responsabilidades. Eso es así. Sin embargo, qué bueno es tener siempre presente a ese niño que todos - en el fondo - seguimos siendo. Qué bueno es permitirnos, de vez en cuando, andar sin reparos bajo la lluvia. Qué importante es aprovechar los momentos que nos da la vida para volver a ser inocentes, puros, disfrutones, traviesos. Qué importante es reírnos de todo, pasar de todo, apasionarnos por todo. 

Sí, estamos muy ocupados, no nos da tiempo, no llegamos... pero a veces, lo mejor que podemos hacer para avanzar, para ser mejores y más felices, es pararnos, sonreír y dejar que la lluvia nos empape.




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