
Cuando era adolescente, me solían decir que parecía mucho mayor de lo que realmente era. Con el tiempo, mi aspecto físico y mi edad se han ido equilibrando y ahora no me suelen echar más años; sin embargo, sí que siguen diciéndome que en una primera impresión parezco muy seria y algo intimidante. Nunca he comprendido del todo la razón por la cual la gente se lleva esta errónea impresión de mí, pero lo cierto es que no hay nada más lejos de la verdad.
La realidad es que me río hasta de mi propia sombra y, en el fondo, tengo alma de niña pequeña. Me entra la risa cuando hablo de mis propias neurosis, disfruto como una enana con las pelis de Disney, cada vez que paso por el puestecito de golosinas de la calle Goya me compro algodón dulce y lo devoro en dos minutos, me sirve cualquier excusa para disfrazarme, no puedo pasar por delante del Imaginarium sin entrar y el lápiz que utilizo en el trabajo tiene una goma de borrar en forma de un enorme corazón de colores.
Como siempre he sido una persona de extremos, solía pensar que una adulta de treinta años no podía o no debía ser niña a la vez, y viceversa. Recuerdo haber estado sentada en reuniones de trabajo importantísimas en el extranjero y pensar: "¿Pero en qué estarían pensando mandándome a mí aquí? ¡Si aún soy una niña!" Y lo cierto es que he sido así en todos los aspectos de mi vida: todo ha sido blanco o negro, todo o nada... en mi trabajo, en mis relaciones y en todo lo demás.
Afortunadamente, el ser humano tiene la capacidad de pensar, de recapacitar y de cambiar. Poco a poco, me he ido dando cuenta de algo aparentemente muy obvio: que la vida no es blanca o negra, que me puedo permitir las combinaciones de colores y que los extremos, aunque pueden ser muy dramáticos y emocionantes, no suelen llevar a ninguna parte. Hay muchísimo más interés y emoción en los matices - lo que pasa es que hay que tener un ojo algo más experimentado y mucha paciencia para descubrirlo.
Creo que alguna vez he comentado que, cada vez que me voy de viaje, me agobia mucho volver a Madrid, que la ciudad se me hace pequeña y sofocante. Durante mucho tiempo, he dedicado tantas horas y energía a mis viajes (a planearlos, a hacerlos, a recordarlos) que el tema se ha convertido casi en una especie de obsesión. Hasta hace poco, lo único que quería era viajar, irme lejos, ver todos los mundos que hay en nuestro mundo, explorarlos, conocerlos, saber, saber, saber... Como una Dorothy sin su Toto, salía en cada viaje en busca de mis sueños, en busca de mí misma. En mi cabeza, iba hilando un viaje con otro, construyendo mi propio camino de baldosas amarillas, que me llevaría a ese sitio al otro lado del arco iris que tanto buscaba.
Y el camino de baldosas amarillas me ha llevado a sitios maravillosos, dentro y fuera de mí misma. Sin embargo, en el último viaje que he hecho, las circunstancias me han enseñado que, como en todo lo demás, en esto tampoco sirven los extremos. En esta ocasión, he vuelto a recordar lo maravilloso que es viajar, pero también me he dado cuenta de que hay otras cosas igual de placenteras e igual de importantes. He recordado todo lo que me ofrecen mi casa, mi ciudad y la gente que me rodea y he aprendido a dar a mis viajes la importancia justa: mucha, pero no total. Por primera vez en mucho tiempo, he vuelto a Madrid con ganas reales de volver a Madrid... y Madrid, como la hermosa y elegante señora que es, me ha recibido con los brazos abiertos.
He recorrido muchos caminos - en vibrantes calles neoyorquinas, en campos de arroz en Vietnam, en paradisíacas playas griegas - y aún me quedan muchos por recorrer. Pero, en esta ocasión, desde las rocosas montañas de Colorado y las serpenteantes calles de San Francisco, aprendí cómo volver a casa.
Así que me calcé mis zapatos rojos y dejé que ellos hicieran su magia.
No hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar...